6 de mayo de 1861
Mi querida madre, si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur en busca de lo que tanto desearía, un poco de ánimo y unas caricias. A fines de marzo te escribía: ¿Volveremos a vernos algún día? Me encontraba en una de esas crisis en que uno contempla la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días a tu lado, tú, el único ser de quien pende mi vida, ocho días, tres días, unas horas.
No lees mis cartas con atención; tú crees que miento, o al menos que exagero, cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror a la vida. Te digo que querría verte y que no puedo correr a Honfleur. Tus cartas contienen numerosos errores e ideas equivocadas que la conversación podría rectificar y que volúmenes de escritura no bastarían para destruir.
Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo estoy sin cesar, sin que tú lo sepas, al borde del suicidio. Yo creo que tú me quieres apasionadamente; ¡está tan ciego tu entendimiento, pero tienes tanta grandeza de carácter! Yo, de niño, te he querido apasionadamente; más tarde, obligado por tus injusticias te he faltado al respeto, como si una injusticia materna pudiese autorizar una falta de respeto filial; y con frecuencia me he arrepentido, aunque, según mi costumbre, nada haya dicho. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y sobre tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en resumidas cuentas, el mal ya está hecho, hecho por tus imprudencias y por mis faltas.
Es evidente que estamos destinados a queremos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible. Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro. Yo soy el único motivo que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre todo si murieses a consecuencia de un choque causado por mí, me mataría, eso es indudable. Tu muerte, de la que hablas a menudo con demasiada resignación, no modificaría en nada mi situación; el tutor seguiría (¿por qué no iba a seguir?), todo se quedaría sin pagar, y yo tendría, además de la pena, la horrible sensación de un aislamiento absoluto. Matarme yo, es absurdo ¿no es cierto? «Entonces, piensas dejar a tu anciana madre completamente sola», dirás. A fe mía que si no tengo estrictamente derecho, creo que la cantidad de pesares que he soportado casi treinta años me haría digno de disculpa: « i Y Dios! » dirás. Deseo de todo corazón (¡y nadie mejor que yo puede saber con qué sinceridad!) creer que un ser exterior e invisible se interesa por mi destino; pero ¿qué hacer para creerlo?
(La idea de Dios me hace pensar en ese maldito cura. En medio de la penosa impresión que va a causarte mi carta, no quiero que le consultes. Ese cura es mi enemigo, tal vez por pura estupidez.)
Volviendo al suicidio, que no es una idea fija pero que reaparece en épocas periódicas, hay algo que debe tranquilizarte. No puedo matarme sin dejar en orden todas mis cosas. Todos los papeles que tengo en Honfleur están en una enorme confusión. Por lo tanto, tendría que trabajar duro en Honfleur, y una vez allí ya no podría irme de tu lado. Pues debes suponer que de ninguna manera iba a querer mancillar tu casa con una acción tan detestable. Además tú te volverías loca. Y ¿por qué el suicidio? ¿Es a causa de las deudas? Sí, y sin embargo, las deudas se pueden superar. Es, sobre todo, a causa de un cansancio espantoso resultado de una situación insostenible, demasiado prolongada. Cada minuto me demuestra que he perdido las ganas de vivir. Una gran imprudencia cometiste tú en mi juventud. Tu imprudencia y mis viejas faltas pesan sobre mí envolviéndome. Mi situación es atroz. Hay gente que me saluda, hay gente que me busca. Quizá la haya que me envidie. Mi situación literaria es mejor que buena. Podría hacer lo que quisiera. Me publicarán todo. Como tengo una clase de talento impopular, ganaré poco dinero, pero dejaré tras de mí una gran fama, lo sé, —siempre que tenga el valor de vivir. Pero mi salud espiritual, —detestable; tal vez perdida. Todavía tengo proyectos: Mi corazón al desnudo, novelas, dos dramas, de los cuales uno para el Teatro Francés ¿los haré algún día? Ya no lo creo. Mi situación en relación con la honorabilidad, espantosa, —eso es lo peor. Ni un momento de reposo, insultos, ultrajes, afrentas como no puedes hacerte idea y que corrompen la imaginación, la paralizan. Gano un poco de dinero, es verdad; si no tuviese deudas, y si ya no me quedase patrimonio alguno, SERÍA RICO, fíjate en lo que te digo; podría darte dinero, podría sin peligro ejercer mi caridad con Jeanne. Volveremos a hablar luego de ella. Eres tú quien ha provocado estas explicaciones. Todo ese dinero se va en una existencia manirrota y malsana (pues vivo muy mal) y en el pago, o más bien en la amortización insuficiente, de antiguas deudas, en gastos de tribunales, en papel timbrado, etc...
Enseguida pasaré a las cosas reales, es decir actuales; pues, en verdad, necesito que alguien me salve y sólo tú puedes hacerlo. Quiero hoy decirlo todo. Estoy solo, sin amigos, sin amante, sin perro y sin gato ¿a quién contarle mis penas? No tengo más que el retrato de mi padre, siempre mudo.
Me encuentro en el mismo terrible estado de ánimo que experimenté en el otoño de 1844. Una resignación peor que la indignación.
Pero mi salud física, que necesito para ti, para mí, para mis obligaciones ¡esa sigue siendo la cuestión! Tengo que hablarte de ella por más que tú le prestes tan poca atención. No hablaré de esas afecciones nerviosas que me destruyen día a día y que anulan el ánimo, vómitos, insomnios, pesadillas, desmayos. Con demasiada frecuencia te he hablado de ellas. Pero es inútil usar de pudor contigo. Ya sabes que siendo muy joven tuve una afección virulenta, que más tarde creí totalmente curada. En Dijon, después de 1848, tuve un rebrote. De nuevo se pudo paliar. Ahora vuelve en forma distinta, de manchas en la piel y de una extraordinaria fatiga en todas las articulaciones. Puedes creerme, sé de lo que hablo. Puede ser que dentro de la tristeza en que estoy sumido, el terror me haga creer mayor el mal. Pero necesito un régimen severo, y no es con la vida que llevo como podré librarme de aquello.
Hubo en mi infancia una época de un cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto. Recuerdo un paseo en simón; acababas de salir de un sanatorio en donde habías estado recluida, y me enseñaste, para demostrarme que habías pensado en tu hijo, unos dibujos a pluma que habías hecho para mí. No dirás que no tengo una memoria tremenda. Más tarde, la plaza de Saint-André-des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos y mimos continuos! Recuerdo aquellos muelles tan tristes en el atardecer. ¡Ah! Para mí fue la época feliz de las caricias maternales. Perdóname si llamo época feliz la que sin duda para ti fue tan mala. Pero estaba siempre presente en ti; tú eras únicamente mía. Eras a la vez un ídolo y un compañero. Quizá te sorprenda que pueda hablar con tal pasión de un tiempo tan lejano. Yo mismo estoy sorprendido. Tal vez porque una vez más he acariciado el deseo de morir, cosas tan alejadas se recorten tan nítidamente en mi espíritu.
Más tarde, sabes qué atroz educación quiso tu marido que se me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro. No obstante le quise y hoy, por lo demás, tengo la suficiente sensatez como para hacerle justicia. Pero es verdad que fue poco hábil hasta la obstinación. No quiero insistir, porque veo lágrimas en tus ojos.
Finalmente, pude hacer mi vida y desde ese momento se me dejó caer del todo. Sólo me atraía el placer, una excitación permanente; los viajes, los muebles preciosos, los cuadros, las mujeres, etc. Hoy recibo cruelmente el castigo por ello. En cuanto al tutor judicial, sólo una palabra: hoy sé del inmenso valor del dinero, y comprendo la trascendencia de todo lo que se relaciona con él; concibo que hayas podido creer que lo hacías con acierto, que trabajabas por mi bien; pero con todo una pregunta, una pregunta que siempre me ha obsesionado. ¿Cómo es que jamás no te planteaste en tu fuero interno la siguiente idea: «Es posible que mi hijo no llegue a tener nunca el sentido de lo que es comportarse en el "sino grado que yo; pero también puede ocurrir que llegue a ser un hombre notable en otros aspectos. En ese caso ¿qué haré yo? ¿Lo condenaré a una doble existencia contradictoria; por una parte a una existencia digna de respeto, odiosa y despreciada, por otra? ¿Lo condenaré a tener que llevar hasta la vejez una marca lamentable, una marca perjudicial, un motivo de impotencia y tristeza?». Es evidente que si no hubiera habido tutor, todo se lo habría llevado la trampa, no habría habido más remedio que tomarle el gusto al trabajo. Ha habido tutor, todo se lo ha llevado la trampa y soy viejo y me siento desgraciado.
Rejuvenecer ¿es posible? En eso radica la cuestión. Toda esta vuelta hacia el pasado no tenía otra finalidad que mostrar que puedo hacer valer ciertas disculpas, cuando no una completa justificación. Si notas algún reproche en lo que escribo, que sepas bien al menos que lo anterior en nada altera mi admiración por tu gran corazón, mi agradecimiento por tu abnegación. Siempre te has sacrificado. Lo tuyo es sólo el sacrificio. Menos razón que caridad. Yo te pido más, te pido, a la vez, consejo, apoyo, que nos entendamos completamente bien tú y yo, para salir de esto. Te suplico que vengas, que vengas, tengo los nervios al final de mis fuerzas, estoy a punto de que me falle el valor, a punto de perder la esperanza. Veo una continuidad en el horror. Veo mi vida literaria obstaculizada para" siempre. Veo una catástrofe. Por ocho días, podrías sin duda pedir hospitalidad a algún amigo, a Ancelle, por ejemplo. No sé lo que daría por verte, por abrazarte. Presiento una catástrofe y ahora no puedo irme contigo. París me es dañino. Ya por dos veces he cometido una imprudencia grave que tú calificarás más severamente; voy a acabar por perder la cabeza. Te pido la felicidad tuya y te pido la mía, mientras todavía seamos capaces de conocerla. Me has permitido que te confiase un proyecto, es el siguiente: Pido un término medio. Enajenación de una fuerte suma limitada a diez mil, por ejemplo, dos mil para liberarme ya; dos mil en poder tuyo para hacer frente a necesidades imprevistas o previstas, gastos en vivir, en ropa, etc., durante un año (Jeanne estará en una casa donde se le pagará lo estrictamente necesario). Por otra parte, luego te hablaré de ella. Una vez más eres tú la que lo ha provocado. Por último seis mil en poder de Ancelle o de Marin, y que se irán gastando poco a poco, sucesivamente, prudentemente, de manera que se puedan pagar tal vez más de diez mil y se evite toda conmoción y todo escándalo en Honfleur.
Ya tenemos un año de tranquilidad. Por mi parte sería un tonto de remate y un pillo redomado si no lo aprovechase en renovar fuerzas. Todo el dinero ganado durante ese tiempo (diez mil, a lo mejor sólo cinco mil) se depositará en tus manos. No te ocultaré el menor asunto, la menor ganancia. En lugar de tapar huecos, el dinero se seguirá aplicando a las deudas y así sucesivamente en los años venideros. De este modo, tal vez pueda, gracias al rejuvenecimiento operado ante tus ojos, pagarlo todo, sin que mi capital disminuyese en más de diez mil sin contar, es verdad, los cuatro mil seiscientos de los años anteriores. Y así se salvará la casa, que es una de las consideraciones que tengo siempre presente.
Si adoptases este proyecto de beatitud, me gustaría haberme mudado ahí de nuevo a fines de mes, quizás ahora mismo. Te autorizo a que vengas por mí. Sin duda comprendes que hay una multitud de detalles que no incluye una carta. En una palabra, quisiera que no se pagase ninguna suma hasta que tú no dieses tu consentimiento, hasta no haberlo debatido a fondo entre tú y yo, en una palabra, que tú te convirtieses en mi verdadero tutor. ¿Es posible que llegue uno a verse obligado a asociar una idea tan horrorosa a otra tan dulce como la de una madre?
En este caso, desgraciadamente, habrá que decirle adiós a las pequeñas sumas, a las pequeñas ganancias, cien por aquí, doscientos por allá, que supone la rutina de la vida parisiense. Entonces sería el turno de las grandes especulaciones, de los grandes libros, cuyo pago se haría esperar más tiempo. No consultes más que contigo misma, con tu conciencia y con tu Dios, ya que tienes la suerte de creer. No hagas partícipe de tus pensamientos a Ancelle a no ser con reservas.
Es una buena persona; pero tiene la mente estrecha. No puede creer que un mal sujeto por voluntad propia, que ha tenido que llamar al orden, sea un hombre importante. Me dejará reventar por cabezonería. En vez de pensar únicamente en el dinero, piensa un poco en la gloria, en el descanso y en mi vida. En este caso, digo, no iría a pasar temporadas de quince días y de uno o dos meses. Sería una estancia permanente exceptuados los casos en que vendríamos juntos a París. El trabajo de las pruebas de imprenta puede hacerse por correo.
Otra idea tuya equivocada que debes rectificar y que reaparece una y otra vez en tu pluma. No me aburro nunca en soledad, no me aburro nunca a tu lado. Lo único es que sé que lo pasaré mal a causa de tus amigos, pero lo acepto. Alguna vez se me ha pasado por el pensamiento convocar un consejo de familia o presentarme ante un tribunal. Bien sabes que tendría cosas muy sabrosas que decir, aunque sólo fuera esto: He producido ocho volúmenes en condiciones horribles. Puedo ganarme la vida. ¡Se me está asesinando con deudas de juventud! No lo he hecho por respeto a ti, por consideración hacia tu horrible sensibilidad. Dígnate agradecérmelo. Te lo repito; me he obligado a no recurrir a nadie más que a ti.
A partir del año próximo, dedicaré a Jeanne la renta del capital restante y ella se irá a algún sitio en que no esté en una soledad absoluta. Esto es lo que le ha sucedido: su hermano la metió en un hospital para quitársela de encima y cuando ha salido ha descubierto que le había vendido una parte de su mobiliario y de su ropa. Desde hace cuatro meses, desde mi huida de Neuilly, le he dado siete francos.
Te lo suplico, paz, dame paz, dame el trabajo y un poco de ternura.
Es evidente que entre mis cosas actuales hay algunas horriblemente urgentes; así, he cometido de nuevo la falta, en medio de esos tejemanejes inevitables de los bancos, de apropiarme para mis deudas personales de varias centenas de francos que no me pertenecían. Me he visto absolutamente obligado a ello; ni que decir tiene que esperaba reparar el mal inmediatamente. Una persona, en Londres, me niega los cuatrocientos francos que me debe. Otra, que había de remitinne trescientos, está de viaje. Siempre lo imprevisible. - Hoy he tenido el terrible valor de escribir a la persona concernida confesándole mi falta. ¿Cuál va a ser la reacción? No tengo idea. Pero he querido quitarme un peso de la conciencia. Confío en que, por consideración a mi nombre y a mi talento, no se armará un escándalo y se querrá esperar.
Adiós. Estoy extenuado. Entrando en detalles de salud, no he dormido ni comido desde hace casi tres días; tengo un nudo en la garganta, - y hay que trabajar.
No, no te diré adiós, pues espero verte. Por lo que más quieras léeme con mucha atención y trata de comprender. Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero en ella hallarás a buen seguro un tono de dulzura, de ternura e incluso de esperanza que muy rara vez has oído.
Y te quiero.