Me acerqué, no hace mucho, a la tumba de mi padre, esto sí que lo sé, y me fijé en la fecha de su muerte, de su muerte tan sólo, porque la del nacimiento me era indiferente, aquel día. Salí por la mañana y regresé de noche, habiendo comido algo en el cementerio. Pero unos días más tarde, deseando saber a qué edad murió, tuve que volver a la tumba, para fijarme en la fecha de nacimiento. Estas dos fechas límite las tengo anotadas en un pedazo de papel, que conservo en mi poder. Y así es como estoy en condiciones de afirmar que debía de tener más o menos veinticinco años cuando me casé. Porque la fecha de mi nacimiento mío, eso he dicho, de mi nacimiento mío, no la he olvidado jamás, jamás me he visto obligado a apuntarla, ha quedado grabada en mi memoria, por lo menos la milésima, en cifras que la vida va a tener que sudar tinta para borrar. También el día, si hago un esfuerzo, lo encuentro, y lo celebro a menudo, a mi manera, no diré siempre que viene, no, porque viene demasiado a menudo, pero sí a menudo.
Personalmente no tengo nada contra los cementerios, me paseo por ellos muy a gusto, más a gusto que en otros sitios, creo, cuando me veo obligado a salir. El olor de los cadáveres, que percibo claramente bajo el de la hierba y el humus, no me desagrada. Quizá demasiado azucarado, muy pertinaz, pero cuan preferible al de los vivos, sobacos, pies, culos, prepucios sebosos y óvulos contrariados. Y cuando los restos de mi padre colaboran, tan modestamente como pueden, falta muy poco para que me salten las lágrimas. Ya pueden lavarse, los vivos, ya pueden perfumarse, apestan. Sí, como sitio para pasear, cuando uno se ve obligado a salir, dadme los cementerios y ya podéis iros a pasear, vosotros, a los jardines públicos, o al campo. Mi bocadillo, mi plátano, los como con más apetito sentado sobre una tumba, y si me vienen ganas de mear, y me vienen con frecuencia, puedo escoger. O bien me pierdo, las manos a la espalda, entre las losas, las rectas, las planas, las inclinadas, y mariposeo entre las inscripciones. Nunca me han decepcionado, las inscripciones, siempre hay tres o cuatro tan divertidas que me tengo que agarrar a la cruz, o a la estela, o al ángel, para no caerme. La mía, la compuse hace ya tiempo y sigo estando satisfecho, bastante satisfecho. Mis otros escritos, todavía no se han secado y ya me asquean, pero mi epitafio me sigue gustando. Ilustra un tema gramatical. Pocas esperanzas hay desgraciadamente de que jamás se alce por encima del cráneo que lo concibió, a menos de que el Estado se encargue. Pero para poderme exhumar será preciso primero encontrarme, y temo mucho que al Estado le sea tan difícil encontrarme muerto como vivo. Por tal razón me apresuro a consignarlo en este lugar, antes de que sea demasiado tarde:
Yace aquí quien tanto huía
que también de ésta escaparía.
Hay una sílaba de más en el segundo y último verso, pero no tiene importancia, a mi modo de ver. Más que esto me perdonarán, cuando deje de existir. Luego con un poco de suerte se encuentra uno con un entierro de verdad, con vivos enlutados y a veces una viuda que quiere tirarse en la fosa, y casi siempre ese bonito cuento del polvo, aunque he podido comprobar que no hay nada menos polvoriento que esos agujeros, son por lo general de tierra muy especiosa, y el difunto tampoco tiene nada especialmente polvoriento, a menos de haber muerto carbonizado. Es bonita de todos modos, esa pequeña comedia con lo del polvo. Pero el cementerio de mi padre, no era mi favorito especialmente. Estaba demasiado lejos, en medio del campo, en el flanco de una colina, y además era muy pequeño, excesivamente pequeño. Además estaba, por decirlo así, lleno, unas cuantas viudas más y estaría repleto. Prefería con mucho Ohlsdorf, sobre todo por la zona de Linne, en tierra prusiana, con sus cuatrocientas hectáreas de cadáveres bien amontonados, a pesar de que yo no conocía a ninguno de ellos, de no ser al domador Hagenbeck, por su fama. Hay un león grabado sobre su losa, creo. La muerte debía tener cara de león, para Hagenbeck. Los autocares van y vienen, repletos de viudos, de viudas y huérfanos. Bosquecillos, grutas, estanques con cisnes, suministran consuelo a los afligidos. Era en el mes de diciembre, nunca he tenido tanto frío, no podía tragar la sopa de anguila, temí morir, me detuve para vomitar, les envidiaba.
Pero, para pasar ahora a un asunto menos triste, tras la muerte de mi padre tuve que dejar la casa. El era quien me quería en casa. Un hombre extravagante. Un día dijo, Dejadlo, no molesta a nadie. No sabía que yo le escuchaba. Tal pensamiento debía de expresarlo frecuentemente, pero las otras veces yo no estaba escuchando. Nunca quisieron enseñarme su testamento, me dijeron tan sólo que me había dejado tal dinero. En aquel momento pensé, y todavía lo creo hoy día, que había pedido, en su testamento, que me dejaran la habitación que yo ocupaba cuando él vivía, y que me llevaran algo de comer, como antaño. Puede que incluso ésa fuera la condición de la que dependía todo lo demás. Porque debía gustarle sentir que yo estaba en casa, de otro modo no se habría opuesto a que me echaran a la calle. A lo mejor sólo le daba pena. Pero no lo creo. Habría tenido que dejarme toda la casa, de ese modo me hubiese quedado tranquilo, y también los demás por otra parte, ya que les habría dicho, ¡Pero quédense ustedes, están en su casa! Era un caserón enorme. Sí, bien que le jodieron, a mi pobre padre, si pretendía seguir protegiéndome más allá de la tumba. En cuanto al dinero, seamos justos, me lo dieron enseguida, a la mañana siguiente a la inhumación. Es posible que les fuera materialmente imposible hacer otra cosa. Les dije, Quedaos ese dinero y dejadme continuar viviendo aquí, en mi habitación, como cuando vivía papá. Y añadí, Que Dios guarde su alma, con la esperanza de agradarles.
Pero no quisieron. Les propuse ponerme a su disposición, algunas horas diarias, para los pequeños trabajos de mantenimiento que tan necesarios son en cualquier casa, si se quiere evitar que caiga hecha polvo. Hacer chapuzas es algo que todavía es posible, no sé por qué. Les propuse especialmente ocuparme del invernadero. Allí me hubiese pasado muy a gusto tres o cuatro horas diarias, en medio de aquel calor, cuidando tomates, claveles, jacintos, los semilleros. En aquella casa, sólo mi padre y yo entendíamos de tomates. Pero no quisieron. Un día, al volver del W.C., me encontré la puerta de mi cuarto cerrada con llave y todos mis trastos amontonados delante de la puerta. Debiera decirles a ustedes la clase de estreñimiento que tenía por esa época. Era la ansiedad lo que me estreñía, creo. ¿Pero era yo realmente un estreñido? No lo creo. Calma, calma. Y sin embargo debía serlo, porque ¿cómo explicar si no esas largas, esas atroces sesiones en los retretes, en el váter? No leía jamás, ni allí ni en otra parte, no soñaba ni reflexionaba, miraba vagamente un almanaque colgado de un clavo ante mis ojos, donde se veía la imagen en colores de un hombre joven y barbudo rodeado de corderos, debía tratarse de Jesús, separaba mis nalgas con las manos y empujaba, ¡Uno! ¡Ah! ¡Dos! ¡Ah!, con espasmos de remero, y sólo me quedaba un deseo, volver a mi cuarto y estirarme. Era estreñimiento, ¿verdad? ¿O lo confundo con la diarrea? Todo se mezcla en mi cabeza, cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda. Mis cosas eran poco numerosas, las habían amontonado en el suelo, contra la puerta, todavía recuerdo el montoncito que formaban, en la especie de cavidad oscura que separaba el pasillo de mi cuarto. Fue en ese pequeño espacio cerrado por tres costados donde me vi obligado a cambiarme, quiero decir a cambiar mi batín y mi camisón por la vestimenta de viaje, quiero decir calcetines, zapatos, pantalón, camisa, chaqueta, abrigo y sombrero, espero que no he olvidado nada. Probé otras puertas, girando el pomo y empujando, antes de salir de casa, pero ninguna cedió. Si hubiese encontrado una habitación abierta creo que me habría atrincherado dentro, sólo con gases me hubieran hecho salir. Notaba la casa llena de gente, como siempre, pero no veía a nadie. Me parece que todo el mundo se había encerrado en su cubil, con la oreja presta. Y luego todos rápidamente a las ventanas, un tanto retirados, bien escondidos por los cortinajes, tras el ruido de la puerta de la calle al cerrarse a mi espalda, debiera haberla dejado abierta. Y ya las puertas se abren y sale todo el mundo, hombres, mujeres, niños, cada uno de su habitación, y las voces, los suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, un gran uf, y luego rememorar las consignas, si esto entonces aquello, pero si aquello entonces esto, un auténtico ambiente de fiesta, todo el mundo ha entendido, a comer, a comer, la habitación puede esperar. Todo esto es pura imaginación, naturalmente, ya que yo no estaba allí. Las cosas sucedieron de modo muy distinto a lo mejor, pero ¿qué importa cómo sucedan las cosas, desde el momento en que suceden? ¡Y todos aquellos labios que me habían besado, aquellos corazones que me habían amado (se ama con el corazón, ¿no?, ¿o lo confundo con otra cosa?), aquellas manos que habían jugado con las mías y aquellos espíritus que por poco me poseen! La gente es verdaderamente extraña. Pobre papá, debía de sentirse bien jodido aquel día, si podía verme, vernos, jodido por mi causa quiero decir. A menos que, en su gran sabiduría de desencarnado viera más lejos que su hijo, cuyo cadáver no estaba todavía completamente a punto.
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