Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba unos pequeños arneses, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un poney, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y eso le impide a uno tener confianza. Se debería disponer, en las calles concurridas, de una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinetes, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos noventa kilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no lo bastante, no lo bastante. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que me pondría manos a la obra, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Descienda a donde quiera, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro, pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en su casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo un gran tráfago de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si no hubiese tenido más remedio que persignarme me habría empeñado en hacerlo como es debido, nacimiento de la nariz, ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos, con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado enfurecido, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más encarnizados se inmovilizaron y dejaron oír algún balbuceo. El guardia, por su parte, se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el quepis. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que los arreos del coche fúnebre no son los mismos en los dos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos pedorreaban y cagaban como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario