2/3/10

Las olas




El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil
pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que
una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la
inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a
otra persiguiéndose en un ritmo sin fin.
Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando
sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente,
suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la
franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una
vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido,
cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del
horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el
cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire
pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras
amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se
fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo
transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo
gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras
desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se
alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde
del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro.
La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se
tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su
gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una
persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio.
La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insubstancial.
Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías...

(De: Las olas)

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