Ahora creo llegado el momento de introducir la siguiente idea: hay muchachas, entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana sino la de las ninfas (es decir demoniaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo, son mucho mayores que ellas (hasta el punto de doblar, triplicar e incluso cuadruplicar su edad). Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas.
Debe advertirse que sustituyo las limitaciones espaciales por las temporales. De hecho, quisiera que el lector considerara “nueve” y “catorce” como los límites –playas de aguas relucientes como espejos, rocas rosadas-- de una isla encantada, reino de esas muchachas a las que denomino nínfulas, y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, los hombres capaces de penetrar ese secreto, es decir, los peregrinos solitarios, los ninfulómanos, se volverían locos. Tampoco es la belleza un criterio determinante, y la vulgaridad –o, al menos lo que una comunidad determinada considera como tal-- no daña forzosamente ciertas características misteriosas que dan a la nínfula esa gracia etérea, ese evasivo, cambiante, anonadante, insidioso encanto mediante el cual se distingue de sus contemporáneas que dependen incomparablemente más del mundoespacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o “simpáticas”, o hasta bonitas y atractivas, comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, con vientrecitos abultados y trenzas que acaso lleguen a formarse en mujeres de gran belleza (pienso en los feos tapones con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográfica). Si pedimos aun hombre normal que elija a la niña más bonita en la fotografía de un grupo de colegialas o girl scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una gota de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelados y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar--, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; pero allí está, sin que nadie ni siquiera ella, sea consciente de su fantástico poder.
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