29/3/12

Días de ocio en el Yann


Bajé por el bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras. El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que desciende de las moradas montañosas de los dioses distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas con forma de alas.



Así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas. Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron porque, dijeron, No hay lugares como ese en todo el País del Sueño.



Cuando acabaron de burlarse, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada por años y años debido a una maldición, a la ira de los dioses, y que desde entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos, hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar Wul Yann, la Puerta del Yann.



Ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla; los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann. Entonces los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.



Entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez, sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas creencias, así ningún dios tendría que oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración, otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba en voz alta la Oración del Timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.



Y yo también sentí que podría rezar. Sin embargo, no me gustaba rezarle a un Dios celoso, allí donde los frágiles y afectuosos dioses, que son adorados por los paganos, son humildemente invocados; entonces pensé, en cambio, en Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva han abandonado desde hace mucho, quien no es ahora venerado y está solitario; y a él le recé.



Y sobre nosotros rezando, la noche cayó, así como cae sobre los hombres que oran al atardecer y sobre aquellos hombres que no lo hacen; sin embargo, nuestras plegarias aliviaron nuestras almas al pensar en la Gran Noche por venir. Y así el Yann nos condujo magníficamente adelante, pues estaba exaltado por la nieve derretida que el Politiades le trajo desde las Colinas de Hap, y el Marn y el Migris estaban engrosados con las crecidas; y nos llevo en su fuerza por Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza. Pronto todos dormíamos excepto el timonel, quien mantenía el barco en la corriente central del Yann. Cuando el sol salió el timonel cesó el canto, pues con la canción alegraba la noche solitaria. Súbitamente todos despertamos, y otro tomó el timón, y el timonel durmió.



Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon, y Mandaroon apareció. Entonces el capitán comandó, y los marineros soltaron las grandiosas velas, y el barco viró y abandonó la corriente del Yann y se acercó a un puerto bajo los rojizos muros de Mandaroon. Entonces, mientras los marineros iban y recogían frutas, yo me dirigí solo a la entrada de Mandaroon. Unas cuantas cabañas se encontraban fuera de ella, en las cuales habitaba el guardia. Un vigilante con una larga y blanca barba se encontraba en la puerta, armado de una herrumbrosa lanza. Usaba unos grandes anteojos cubiertos de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una quietud mortal se cernía sobre ella. Los caminos no parecían haber sido hollados, y el moho era grueso en las entradas de las puertas; en el mercado varias figuras acurrucadas dormían. Había un aroma a incienso y a amapolas quemadas, y un murmullo constante de campanas distantes. Le dije al guardia, en la lengua de la región del Yann: ¿Por qué todos duermen en esta apacible ciudad?



Él contestó: Nadie puede hacer preguntas en esta puerta por miedo a despertar a las personas de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad despierte, los dioses morirán. Y cuando los dioses mueren los hombres no pueden soñar nunca más.



Comencé a preguntarle qué dioses eran venerados en aquella ciudad, pero él levantó su lanza pues nadie debe hacer preguntas allí. Así que lo deje y volví al Pájaro del Río.



Ciertamente Mandaroon era bella, con sus blancos pináculos despuntando sobre sus rojizas murallas, y el verde de sus tejados de cobre. Cuando regresé al Pájaro del Río, descubrí que los marineros habían retornado al barco. Pronto levamos anclas y navegamos nuevamente, y una vez más alcanzamos el centro del río. Y ahora el sol se estaba moviendo hacia las alturas, y allí en el Río Yann nos alcanzó la melodía de aquellas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su progreso alrededor del mundo.



Las pequeñas criaturas de muchas piernas habían extendido fácilmente sus diáfanas alas en el aire, como un hombre reposa sus codos en un balcón, y dieron jubilosas y ceremoniales alabanzas al sol; o se movían juntas en el aire oscilando en ágiles e intrincadas danzas; o se desviaban para evitar la arremetida de alguna gota de agua sacudida por el viento desde una orquídea de la jungla, templando el aire e impulsándolo delante de ellas, mientras se precipitaba zumbando, en su prisa, sobre la tierra; sin embargo, todo el tiempo cantaban triunfalmente. Porque el día es para nosotras, decían, sea que nuestro gran y sagrado padre, el Sol, cree más vida como nosotras desde el cieno, o si todo el mundo terminase esta noche. Y allí cantaban todas aquellas notas conocidas por oídos humanos, así como aquellas cuyas numerosas notas que jamás han sido escuchadas por el hombre. Para aquellas un día lluvioso habría sido como una era de guerra que desolaría continentes durante una vida de hombre.



Y también aparecieron, desde la oscura y vaporosa jungla, para contemplar y regocijarse en el Sol, las gigantes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron indolentemente, por los caminos del aire, como lo haría alguna altiva reina de tierras lejanas y conquistadas, en su pobreza y exilio en algún campamento de gitanos, por el pan para sobrevivir, sin embargo, más allá de aquello, jamás disminuiría su orgullo de danzar por un momento más. Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y coloreadas, sobre orquídeas púrpuras y sobre perdidas ciudades rosa, y sobre los monstruosos colores de la selva descompuesta. Y también ellas estaban entre dichas voces no discernibles por oídos humanos. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en bosque, su esplendor era rivalizado por la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O algunas veces se posaban sobre las flores, que parecían de cera, de la planta que se arrastra y trepa por los árboles del bosque; y sus alas púrpuras fulguraban desde las flores, como las caravanas que van desde Nurl a Thace, las brillantes sedas llameando sobre la nieve cuando los astutos mercaderes las despliegan, una a una, para asombrar a los montañeses de las Colinas de Noor.



Sin embargo, sobre hombres y bestias, el sol envió somnolencia. Los monstruos del río, a lo largo de sus márgenes, yacían dormidos en el cieno. Los marineros armaron una tienda en cubierta, y todos se deslizaron, excepto el timonel, bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces narraron historias, cada una de la propia ciudad o sobre los milagros de su dios, hasta que todos cayeron dormidos. El capitán me ofreció el amparo de su tienda dorada, y allí hablamos un rato, él contándome que llevaba mercancía a Perdóndaris, y que llevaría de vuelta a la hermosa Belzoond cosas relacionadas con los asuntos del mar. Entonces, mientras miraba a través de la apertura de la tienda a las brillantes aves y mariposas que cruzaban y cruzaban sobre el río, me dormí, y soñé que era un monarca entrando a su capital bajo arcos de estandartes, y todos los músicos del mundo estaban allí, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie se alegraba.



En la tarde, cuando el día refrescó nuevamente, desperté y encontré al capitán ciñéndose su cimitarra, la que se había quitado para descansar. Ahora nos acercábamos a la gran corte de Astahan, que se abre sobre el río. Extraños botes de antaño se encontraban encadenados a las escalinatas. Al acercarnos vimos el atrio abierto de mármol, donde en tres de sus lados se alzaba la ciudad sobre columnas. Y la gente de aquella ciudad paseaba por el patio y las columnas con solemnidad y cuidado, de acuerdo a los ritos de ceremoniales antiguos. Todo en la cuidad era antiguo; la talla de las casas, que, cuando el tiempo las ha quebrado, se han mantenido sin ser reparadas, era de las edades más remotas, y por todas partes había representaciones en piedra de bestias que hace mucho tiempo dejaron de existir sobre la Tierra (el dragón, el grifo y el hipogrifo, y las distintas razas de gárgolas). Nada podía encontrarse en Astahahn, ya fuera material o costumbre, que fuera nuevo. De esta forma, ellos no tomaron nota de nuestra presencia, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, conociendo su tradición, no tomaron nota de ellos. Pero yo, al acercarnos, me dirigí a uno que se encontraba al borde del agua, preguntándole qué hacían los hombres en Astahahn y cuál era su mercancía, y con quién la comerciaban.



Él dijo: Aquí hemos encadenado y esposado al Tiempo, quien de otra manera asesinaría a los dioses.



Le pregunté qué dioses veneraban en dicha ciudad, y él dijo: Todos aquellos dioses que el Tiempo no ha matado aún. Entonces se dio vuelta y no dijo nada más. De esta forma, de acuerdo a la voluntad del Yann, nos dirigimos hacia delante y dejamos Astahahn, y encontramos en mayores cantidades a aquellas aves que hacen de los peces sus víctimas. Y eran de plumaje maravilloso, y no venían de la jungla, sino que volaban, con sus largos cuellos estirados delante de ellos, y sus patas descansado hacia atrás en el viento, directamente río arriba sobre la corriente central. La tarde comenzó a recogerse. Una niebla blanca y gruesa había aparecido sobre el río, y suavemente se estaba elevando. Se asía a los árboles con largos e impalpables brazos, elevándose más y más, enfriando el aire; y unas figuras blancas se alejaban hacia la selva, como si fueran los fantasmas de marineros náufragos buscando furtivamente a aquellos espíritus del mal que hace tanto tiempo los hicieron zozobrar en el Yann.



Mientras el sol se hundía detrás del campo de orquídeas que crecía en las cimas de la selva, los monstruos del río se asomaron, revolcándose en el lodo en el cual habían descansado durante el calor del día, y las grandes bestias de la selva bajaron a beber. Las mariposas, hacía poco, se habían ido a descansar. Y en los pequeños y estrechos estuarios la noche parecía ya haber caído, a pesar de que el sol, que para nosotros había desaparecido, aún no se había puesto.



Ahora los pájaros de la selva vinieron volando, muy por arriba, la luz del sol resplandeciendo rosada sobre sus pechos, y bajaron sus alas tan pronto como vieron el Yann, y se dejaron caer sobre los árboles. Y la mareca comenzó a subir el río en grandes bandadas, todas silbando. Y allí, junto a nosotros, estaba el pequeño y tornasolado turro, con su forma de flecha; y oímos los gritos variados de las bandadas de gansos, los cuales, según me contaron los marineros, habían recién llegado cruzando las cordilleras de Lispasian; cada año venían por la misma vía, cerca de la cima del Mluna, dejándolo a su izquierda; y las águilas montañesas conocen el camino por el que vienen y, según los hombres, hasta la misma hora, y cada año las esperan por la misma vía tan pronto como las nieven caen sobre las Planicies del Norte. Pero pronto estuvo tan oscuro que no vimos más a esas aves, y sólo oímos el zumbido de sus alas, y de otras tantas innumerables, hasta que todas se establecieron en las riberas del río, y fue la hora en que las aves nocturnas salen. Entonces los marineros prendieron las linternas para la noche, y aparecieron enormes mariposas nocturnas, aleteando alrededor del barco, y por momentos, sus magníficos colores eran revelados por las linternas, para pasar nuevamente a la noche, donde todo era negrura. Y los marineros oraron, y posteriormente cenamos y dormimos, y el timonel tomo nuestras vidas a su cuidado.



Al despertar descubrí que habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa ciudad. Pues allí, a nuestra izquierda, se alzaba una ciudad hermosa y notable, y de lo más agradable a la vista, luego de la selva, que estuvo tanto tiempo con nosotros. Y atracamos cerca del mercado, y toda la mercancía del capitán fue exhibida, y un mercader de Perdóndaris la estaba observando. Y el capitán tenía en la mano su cimitarra, y golpeaba furiosamente la cubierta con ella; porque el comerciante le había ofrecido un precio que el capitán había considerado un insulto hacia sí mismo y hacia los dioses de su tierra, de quienes ahora hablaba como grandes y terribles y cuyas maldiciones eran espantosas. Sin embargo, el mercader agitó sus manos, las cuales eran realmente gordas, mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino solamente en las pobres gentes de las cabañas, más allá de la ciudad, a quienes él deseaba vender la mercancía al precio más bajo posible, sin obtener él ninguna remuneración. Pues la mercancía consistía principalmente en el grueso toomarund, que en el invierno aleja el viento del suelo, y tollub, que la gente quemaba en pipas.



Entonces el mercader dijo que si ofrecía un piffek más, la pobre gente se quedaría sin su toomarund para el invierno, y sin su tollub para las tardes, o de otra forma, él y su anciano padre morirían de hambre. En ese mismo instante, el capitán llevó su cimitarra hacia su propia garganta, diciendo que era un hombre arruinado, y que nada más quedaba para él que la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con la mano izquierda, el mercader miró nuevamente la mercancía y dijo que, en vez de ver morir a un capitán tan valioso, un hombre por el cual había concebido un aprecio especial al verlo por primera vez manejar su barco, prefería que él y su anciano padre perecieran de hambre, por lo que ofreció quince piffeks más.



Cuando dijo esto, el capitán se posternó y pidió a sus dioses que endulzaran el amargo corazón de este mercader, pidió a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.



Finalmente, el mercader ofreció cinco piffeks más. Entonces el capitán lloró pues, dijo, había sido abandonado por sus dioses; y el comerciante también lloró, porque, dijo, pensaba en su anciano padre y en cuán pronto moriría de hambre, y escondió su rostro sollozante entre sus dos manos, y entre los dedos miró nuevamente el tollub. Y así la negociación fue concluida. Y fueron empacados en fardos nuevamente, y tres de los esclavos del mercader los cargaron sobre sus cabezas hacia la ciudad. Y durante todo este tiempo los marineros estuvieron sentados en silencio, las piernas cruzadas en una medialuna sobre la cubierta, siguiendo el negocio, y ahora un murmullo de satisfacción se elevó entre ellos. Me enteré que en Perdóndaris hay siete mercaderes, y que todos habían acudido al capitán, uno a uno, antes que las negociaciones comenzaran, y cada uno le había prevenido, privadamente, en contra de los otros. Y a todos los comerciantes el capitán les había ofrecido el vino de su propia tierra, que se fabrica allá en Belzoond, pero no pudo persuadirlos. Pero ahora que el trato estaba hecho, y los marineros estaban sentados para la primera merienda del día, el capitán apareció entre ellos con un tonel de vino, y lo espitamos con cuidado y nos divertimos en conjunto. Y el corazón del capitán estaba contento pues sabía que era honorable a los ojos de sus hombres, por el negocio que había hecho. De esta forma, los marineros bebieron el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos regresaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas, Durl y Duz.



Sin embargo, para mí, el capitán escanció en un pequeño vaso un poco de vino espeso y amarillo desde una pequeña jarra, que mantenía aparte, entre sus objetos sagrados. Era grueso y dulce, como la miel, pero había en su corazón un fuego poderoso y ardiente, que tenía autoridad sobre las almas humanas. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran delicadeza por el arte secreto de una familia de seis miembros que moraba en una choza en las montañas de Hiam Min. Me dijo que una vez, en aquellas montañas, seguía la huella de un oso y que, súbitamente, se encontró con un hombre de dicha familia que había cazado al mismo oso, y que se encontraba al borde de un estrecho camino rodeado de precipicios, y su lanza estaba clavada en el oso, y la herida no era fatal, y no tenía otra arma. Y el oso se dirigía hacia el hombre, muy lentamente, porque su herida empezaba a molestarle. Y lo que el capitán hizo no lo contó, pero cada año, tan pronto como las nieves se endurecen y es fácil viajar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado en las praderas, y siempre deja en la puerta de la hermosa Belzoond una vasija de aquel invaluable y secreto vino, para el capitán.



Y mientras sorbía el vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas nobles que hacía tiempo había planificado resueltamente, y mi alma pareció más poderosa dentro de mí y pareció dominar toda la corriente del Yann. Puede ser que en ese momento me durmiera. O, si no lo hice, no puedo recordar cada detalle de las ocupaciones de dicha mañana. Desperté hacia el atardecer, deseando ver Perdóndaris antes de abandonarla por la mañana, e incapaz de despertar al capitán, me dirigí solo a tierra. Perdóndaris era de hecho una ciudad poderosa; estaba cercada por una muralla de gran fuerza y altura, que tenía caminos huecos para el paso de las tropas, y almenas en toda su extensión, y quince resistentes torres, una a cada milla, y placas de cobre, abajo donde los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra la historia de cómo una vez un ejército atacó Perdóndaris. Entonces entré a Perdóndaris y encontré a todos danzando, vestidos en sedas brillantes, tocando el tam-bang, mientras bailaban. Porque una terrible tormenta los había aterrorizado mientras yo dormía, y los fuegos de la muerte -decían- habían danzado sobre Perdóndaris, pero ahora la tormenta se había ido lejos, saltando, inmensa, negra y espantosa, sobre las colinas distantes, y que se había girado, gruñéndoles, mostrando sus destellantes dientes, y que mientras se alejaba, azotó las cumbres hasta que retumbaron como si hubieran sido de bronce. Y frecuentemente detenían sus danzas alegres y oraban al Dios que no conocían: Oh, Dios que no conocemos, Te agradecemos por mandar de vuelta la tormenta a sus colinas. Y seguí avanzando hasta llegar al mercado, donde sobre el pavimento de mármol vi al mercader durmiendo y respirando pesadamente, con su rostro y palmas de las manos hacia el cielo, y los esclavos lo abanicaban para mantener alejadas a las moscas. Y desde el mercado llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónix, y había muchas maravillas en Perdóndaris, y me hubiera quedado para verlas todas; sin embargo, cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad, vi de pronto una inmensa puerta de marfil. Por un momento me detuve a admirarla, mas cuando me acerqué percibí la horrorosa verdad. ¡La puerta estaba tallada en una sola y sólida pieza!



Escapé por la entrada y bajé hacia el barco, incluso mientras corría creía oír en la distancia, detrás de mí en las colinas, las pisadas de la temible bestia que dejó caer aquella masa de marfil, y que, tal vez, estuviera buscando su otro colmillo. Cuando estuve de nuevo en el barco me sentí más seguro, y no conté nada de lo que había visto a los marineros.



Ahora el capitán despertaba. La noche se estaba enrollando desde el Este y el Norte, y sólo los pináculos de las torres aún tomaban la caída luz del sol. Entonces me dirigí al capitán y, tranquilamente, le conté la cosa que había visto. E inmediatamente me preguntó acerca de la puerta, en voz baja, para que los marineros no se enteraran; y le conté que el peso era tal, que no podía haber sido traída desde lejos, y el capitán sabía que no había estado allí un año atrás. Concordamos en que aquella bestia no podría ser destruida pon ningún ataque humano, y que la puerta debía ser un colmillo caído, uno caído cerca y recientemente. Ante esto, decidió que era mejor escapar de una vez, así ordenó, y los marineros fueron hacia las velas, y otros levaron el ancla, y justo cuando el pináculo de mármol más alto perdía sus últimos rayos de sol, dejamos Perdóndaris, la famosa ciudad. Y la noche cayó y cubrió Perdóndaris y la escondió a nuestros ojos, y, como han sucedido las cosas, para siempre; pues he oído que algo veloz y sorprendente súbitamente hundió Perdóndaris en un día, torres, muros y gente.



Y la noche se profundizaba en el Río Yann, una noche blanca en estrellas. Y con la noche emergió la canción del timonel. Tan pronto como terminó de rezar, comenzó a cantar para darse ánimos a través de la noche solitaria. Pero primero rezó, recitando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducida al Inglés, con un pálido equivalente de aquel ritmo que parecía tan resonante en aquellas noches tropicales:



Para cualquier dios que escuche. Donde quiera que haya marineros, de río o de tierra; sea oscuro su camino o sea a través de la tormenta; sean sus peligros las bestias o la roca; o de enemigo acechando en tierra o persiguiéndolo en el mar; donde sea que el timón esté helado o el timonel rígido; donde sea que los marineros duerman y el timonel vigila: guárdanos, guíanos y regrésanos a la antigua tierra que nos ha conocido: a los lejanos hogares que conocemos. Para todos los dioses que existen. Para cualquier dios que escuche.



De esta forma rezó, y hubo silencio. Y los marineros se tendieron a descansar en la noche. El silencio se hizo más profundo, y sólo era quebrado por los murmullos del Yann que, suavemente acariciaba nuestra proa. Una que otra vez algún monstruo del río tosía. Silencio y murmullos, murmullos y silencio.



Muchas canciones cantó, contándole al vasto y exótico Yann las pequeñas historias y menudencias de Durl, su ciudad. Y las canciones brotaban sobre la negra jungla y subían al frío y claro aire arriba, y las grandes constelaciones de estrellas que miraban al Yann conocieron los asuntos de Durl y de Duz, y sobre los pastores que habitaban en los campos intermedios, y de las manadas que poseían, y de los amores que habían amado, y todas las pequeñas cosas que deseaban hacer. Y, súbitamente, mientras me arropaba en pieles y frazadas escuchando esas canciones, y miraba aquellas fantásticas formas de los grandiosos árboles, parecidos a negros gigantes merodeando en la noche, me quedé dormido.



Cuando desperté una gran niebla se estaba retirando del Yann. Y la corriente del río daba tumbos tumultuosamente, y pequeñas olas aparecieron; porque el Yann había olido, desde la distancia, el antiguo risco de Glorm, sabiendo que sus frescas cañadas se encontraban adelante, donde encontraría al salvaje y alegre Irillion, rejocijándose de glaciares. De esta forma, se sacudió el tórpido sueño que había caído sobre él en la aromática y cálida selva, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y pasó turbulento, expectante, fuerte; y pronto aparecieron destellando, las cumbres nevadas de las Colinas de Glorm. Y los marineros ya estaban despertando del sueño. Momentos después comimos, y el timonel se tendió a dormir mientras un camarada lo remplazaba, y todos extendieron sobre él sus pieles favoritas. Y en un instante, oímos el sonido del Irillio mientras baja danzando por los campos de hielo.



Entonces vimos frente a nosotros la hondonada, escarpada y lisa, hacía la cual el Yann, a saltos, nos conducía. Así dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de montaña; los marineros se irguieron y tomaron grandes bocanadas de él, y pensaron en sus lejanas colinas de Acrotia, donde se encontraban Durl y Duz, y abajo, en la planicie, la bella Belzoond. Una gran sombra se cernió sobre las colinas de Glorm, pero los peñascos arriba, cual deformes lunas, fulguraban, casi iluminando la penumbra. Más y más fuerte oímos la canción del Irillion, el sonido de su danza al bajar de los ventisqueros. Y pronto lo vimos, blanco y cubierto de brumas, engalanado con delicados y pequeños arcoiris que había arrancado cerca de la cima, de algún jardín celestial del Sol. Luego se dirigió hacia el océano junto al inmenso y gris Yann, y la hondonada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro tambaleante barco salió a la luz del día.



Toda aquella mañana y la tarde navegamos por las ciénagas de Pondoovery, donde el Yann se ensanchaba y fluía lenta y solemnemente, y el capitán ordenó a los marineros tocar las campanas para así vencer la melancolía del pantano. Finalmente divisamos las Montañas Irusian, que protegen a los poblados de Pen-Kai y Blut, y las maravillosas calles de Mlo, donde los sacerdotes aplacan con vino y maíz a la avalancha. Entonces cayó la noche sobre las planicies de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. Oímos a los Pathnites golpeando los tambores mientras pasamos Imaut y Golzunda, luego todos dormimos, excepto el timonel. Y las villas dispersas a lo largo de las riberas del Yann oyeron toda esa noche, en la desconocida lengua del timonel, las pequeñas historias de ciudades que no conocían.



Desperté antes del amanecer con una sensación de infelicidad, antes de recordar el por qué. Entonces recordé que, en la tarde de aquel día, de acuerdo a las posibilidades previstas, deberíamos llegar a Bar Wul Yann y yo debería despedirme del capitán y sus marineros. Había apreciado a ese hombre pues me había convidado con aquel vino amarillo que mantenía apartado junto a sus objetos sagrados, y me había contado muchas historias acerca de su hermosa Belzoond, entre las Colinas Acrotas y el Hian Min. Y me habían gustado las costumbres de los marineros, y las plegarias dichas, lado a lado, al atardecer, sin jamás desvalorizar al dios extranjero. Y también me gustaba la tierna manera en que frecuentemente hablaban de Durl y de Duz, pues es bueno que el hombre ame sus ciudades natales y las pequeñas colinas que las sostienen. Llegue a saber quiénes los recibirían al retornar a casa, y dónde imaginaban que el encuentro sucedería, algunos en un valle de las Colinas Acrotas, donde el camino sube desde el Yann, otros en la puerta de una de las tres ciudades, y otros en el hogar, junto a la hoguera. Y pensé en todos los peligros que nos habían amenazado, a todos por igual, fuera de Perdóndaris, un peligro muy real, así como las cosas han sucedido.



También pensé en la alegre tonada del timonel en la fría y solitaria noche, y cómo él había tomado nuestras vidas en sus cuidadosas manos. Y mientras reflexionaba sobre esto, el timonel dejó de cantar, y miré hacia arriba y vislumbré en el cielo una luz pálida que había aparecido, y la solitaria noche había pasado; y el amanecer creció, y los marineros despertaron. Pronto vimos la marea del mismo océano avanzando, resueltamente, entre las orillas del Yann, y el Yann saltó graciosamente y lucharon por un momento; luego el Yann, y todo lo suyo, fue empujado hacia el norte, por lo que los marineros tuvieron que izar las velas, y como el viento era favorable, seguimos adelante. Pasamos Góndara y Narl, y Hoz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y oímos a los peregrinos orando.



Al despertar de nuestro descanso del mediodía nos acercábamos a Nen, la última ciudad del Río Yann. Y nuevamente la jungla nos rodeaba por todos lados, así como a Nen; mas las grandes cordilleras de Mloon se erguían sobre todas las cosas, y observaban la ciudad más allá de la selva.

Aquí anclamos, y con el capitán fuimos a la ciudad y supimos que los Errantes habían venido a Nen.



Los Errantes eran una tribu extraña y oscura que, una vez cada siete años bajaba desde las cumbres de Mloon, cruzando por un paso que ellos conocen, desde una tierra fantástica situada más allá. Y toda la gente de Nen permanecía fuera de su casa, todos maravillándose en sus propias calles. Pues los hombres y las mujeres de los Errantes estaban amontonados en todas las vías, cada uno haciendo alguna cosa extraña. Algunos bailaban danzas asombrosas que habían aprendido del viento del desierto, curvándose y arremolinándose hasta que el ojo no podía seguirlos. Otros interpretaban en sus instrumentos hermosas y tristes tonadas, que estaban llenas de horror. ¿Qué almas se las habrán enseñado mientras vagaban de noche por el desierto? Aquel lejano y extraño desierto del cual los Errantes provenían.



Ningunos de sus instrumentos eran conocidos en Nen, o en alguna región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban hechos, pertenecían a bestias que nadie ha visto a lo largo del río, ya que tenían barbas en las puntas. Y cantaban, en una lengua tampoco conocida, canciones que parecían estar emparentadas con los misterios de la noche y con el miedo irrazonable que encanta los lugares oscuros.



Todos los perros de Nen desconfiaban de ellos. Y los Errantes se contaban entre sí historias temibles, y aunque nadie en Nen conocía su idioma, podían distinguir el miedo en los rostros de sus interlocutores, y mientras el cuento continuaba, ponían los ojos en blanco, en vívido terror, como los ojos de una pequeña bestia a la que el águila ha atrapado. Luego el narrador de la historia sonreía y se detenía, y otro contaría su historia, y los labios del narrador del primer relato temblarían con terror. Y si, por casualidad, una serpiente mortal aparecía, los Errantes lo felicitarían como un hermano, y parecería que la serpiente les diera sus felicitaciones antes de seguir nuevamente. Una vez, la serpiente más fiera y letal del trópico, la enorme lythra, bajó de la selva y pasó por toda la calle, la calle principal de Nen, y ningún Errante se alejó de ella, mas tocaron sus tambores sonoramente, como si hubiera sido una persona de mucho honor; y la serpiente paso entre ellos y no derribó a ninguno.



Incluso los niños de los Errantes podían hacer cosas extrañas, si alguno de ellos se encontraba con un niño de Nen, se mirarían uno a otro en silencio, con ojos grandes y graves; después, el niño de los Errantes sacaría, lentamente de su turbante, un pez o una serpiente vivos. Los niños de Nen no podían hacer ninguna de esas cosas.



Cuánto me hubiera gustado quedarme y oír el himno con el que reciben a la noche, que es contestado por los lobos en las alturas del Mloon, pero nuevamente era tiempo de levar anclas y que el capitán regresara de Bar Wul Yann. Entonces subimos al barco y continuamos río abajo. Y el capitán y yo conversamos un rato, pues ambos pensábamos en nuestra separación, la que sería por mucho tiempo, y miramos, en cambio, el esplendor del sol occidental. Porque el sol era de un dorado rojizo, pero una tenue y baja bruma cubría la selva, y en ella se depositaba el humo de las pequeñas ciudades selváticas, y el humo de ellas se reunía en la bruma y formaban una sola neblina, que se tornó púrpura y era iluminada por el sol, mientras los pensamientos de los hombres santificaron con cosas grandiosas y sagradas. Eventualmente, una columna de humo de alguna casa solitaria se elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba solitario en el sol.

Y cuando los rayos del sol estaban casi a nivel, vimos lo que yo había venido a ver, pues de las dos montañas que se erguían a ambas orillas, salían hacia el río dos riscos de mármol rosa, resplandeciendo en la luz del sol bajo, y eran suaves y altos como una montaña, y casi se encontraban, y el Yann paso entre ellas dando tumbos, y encontró el mar.



Esta era Bar Wul Yann, la Puerta del Yann, y, en la distancia, entre la abertura de aquellas barreras, vi el indescriptible azul del mar, donde los pequeños botes de pesca resplandecían.



Y llegó el atardecer y el breve crepúsculo, y la regocijante gloria de Bar Wul Yann se había ido, mas los acantilados rosa aún brillaban, la maravilla más hermosa que se ha visto, incluso en una tierra de prodigios. Y pronto el crepúsculo dio paso a las incipientes estrellas, y los colores de Bar Wu Yann se fueron consumiendo. Y la visón de esos riscos era para mí como la cuerda de música arrancada del violín por la mano de un maestro, y que lleva al Cielo de las Hadas los espíritus temblorosos de los hombres.



Y a la orilla se anclaron y no fueron más lejos, porque ellos eran marineros del río y no del océano, y conocían el Yann, pero no las mareas más allá.



Llegó el momento en que el capitán y yo debíamos separarnos, él para retornar nuevamente a su hermosa Belzoond, divisable desde las lejanas cumbres del Hian Min, y yo, para encontrar, por extraños medios, mi camino de vuelta a aquellos brumosos campos que los poetas conocen, donde se encuentran unas pequeñas y misteriosas cabañas, desde cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden avistar los campos de los hombres, y mirando hacia el este, las brillantes montañas de los elfos, coronadas de nieve, extendiéndose de cadena en cadena hasta la región del Mito, y más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenecen al País del Sueño. No nos encontraríamos por mucho tiempo, quizá nunca, pues mi imaginación se ha debilitado al pasar de los años, y cada vez son más infrecuentes mis visitas al País del Sueño.



Entonces nos dimos la mano, torpemente de su parte, pues éste no es el método de saludo en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a aquellos dioses menores, los humildes, los dioses que bendicen Belzoond.



27/3/12

Dream

de: La Elegancia del Erizo



[...] Porque lo bello es lo que se coge en el momento en que  ocurre.
Es la configuración efímera de las cosas en el momento en que uno
ve al mismo tiempo la belleza y la muerte.
¡Ay! me he dicho, ¿quiere decir ésto qué así es como uno tiene que vivir su vida?
¿Siempre en equilibrio entre la belleza y la muerte? el movimiento y la desaparición?
Quizá estar vivo sea esto: perseguir instantes que mueren.[...]

                                                                                                              Pag. 306.

26/3/12

Luz

Primavera, estiu, etcètera


Quan es va morir ma mare, ella va vindre a casa abans que cap altra xiqueta, tota valenta, i em va dir: Diu ma mare que et digui que no et deixaré sola; pero yo te ho dic com a jo, eh?, te ho dic perqué vui, i no et deixaré sola, perqué per mi ets la meua millor amiga. 

22/3/12

La tercera resignación (1947)





Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tantoconocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otrose hubiera desacostumbrado a él.Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantadoen las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espiralessucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con unavibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo sehabía desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otrasveces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabezapor dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada,esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo elimpulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules,moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizarentre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando elmomento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajosus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de sucabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía lapiel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con suestrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza desu desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera porsu boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso yse quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarradaoscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas dehielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminablecomo el golpear de la cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todoslos golpes duros dados contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no leatormentaría más si pudiera cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombrala figura variable. Y agarrarlo. Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo contodas sus fuerzas contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando yano pudiera moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, quehabía dado muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahoraestaba tirado en el suelo como cualquier cosa común convertido en un muertointegral.Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eranahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Tratóde sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerzadentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído conmayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado yduro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estardeshojando una flor de plomo.Había sentido ese ruido ³las otras veces´, con la misma insistencia. Lo habíasentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando ²ante la vistade un cadáver² se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Sesintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver yestaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. Laatmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena decemento, y en medio de aquel bloque ²en el que había dejado los objetos comocuando era una atmósfera de aire² estaba él, cuidadosamente colocado dentro delataúd, de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estabatambién ³ese ruido´. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies, allá, enel otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja lequedaría aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a

su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbulaapretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estabamuerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Almenos ³espiritualmente´. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí;morirse de muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dichoa su madre, secamente:²Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo ²prosiguió² haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema deautonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos.Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Essimplemente ³una muerte viva´. Una real y verdadera muerte...Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creaciónde su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraonesembalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí habíaempezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir,recordar, cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real.Por lo tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña ³muerteviva´. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospecharahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años quelo estaba.Desde entonces ²en el tiempo de su muerte tenía siete años² su madre lemandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero elmédico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adultonormal, pues aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser unmuerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darsecuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir unataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con elfin de ajustarlo.Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podíansacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento.Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y habíallegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron enel cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría laestatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo únicoque de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madreacostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba lemolestaba terriblemente en los días de calor.¡Pero había algo que le preocupaba más que ³ese ruido´! Eran los ratones.Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que leprodujera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animalesasquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Yahabían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comersesu cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían ala caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre loadvirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo quemás horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin yal cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terrorinnato que sentía hacía esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar enesos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los plieguesde su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hastasus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su luchadesesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y seentregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y esosignificaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Perocuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasómuerto.Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró latransición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta delataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. ¡Conqué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo cuando, después de medirlo,comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción deverlo vivo. Cuidó asimismo de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y alcabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años enuna habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó adecaer su optimismo. En los últimos años la vio mirar con tristeza la cinta métrica.Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento unmilímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manerade advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que unamañana amaneciera ³realmente´ muerto y tal vez por eso aquel día él pudoobservar que se acercaba a su caja discretamente, y olfateaba su cuerpo. Habíacaído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya nisiquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no creceríamás.Y él sabía que ahora estaba ³realmente´ muerto. Lo sabía por aquella apacibletranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiadointempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habíandesvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerzareclamadora y potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La fuerza degravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba pesado como uncadáver positivo, innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía querespirar para vivir su muerte.Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda.Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la gargantade granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató decerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudocolocarse, componerse, tomar una ³pose´ siquiera para parecer un muerto decente.Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de susistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podíamoverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretadoscontra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro como una corteza denogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfectaanatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez pero apaciblemente, sinmalestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente y nadieinterrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejadode respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como unniño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada contemplando una nube alta quese aleja por el cielo de la tarde. Era feliz aunque sabía que estaba muerto, quereposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una granlucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintióembotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo y que eranrenovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente; precisamentecuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetashúmedas que su madre había llevado aquella mañana. La sintió en las azucenas, enlas rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; alcontrario, era feliz allí, solo con su soledad. ¿Sentiría miedo después?Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara losclavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver
a ser árbol. Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de latierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá arriba,sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de lossepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de sumuerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriadopara siempre y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos.¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día ²sin embargo²sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasarcada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exactadefinida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía deveinticinco años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sindefinición geométrica.En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia;nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario,abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabráentonces que va a subir por los vasos capilares de un manzano y a despertarsemordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces ²y esosí le entristecía² que ha perdido su unidad; que ya no es ²siquiera² un muertoordinario, un cadáver común.La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propiocadáver.Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la ventanaabierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto,rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el ³olor´. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Suorganismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todoslos muertos. El ³olor´ era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida,que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se habíadescompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro depocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría eltufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerteentre los otros muertos.Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Quépalabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo ³físico´,verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía lacarne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja queahora sentía perfectamente, blanda, acolchonada, terriblemente cómoda: y elfantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida quegiraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetrabapor la ventana abierta y se confundía con el otro ³olor´. Se daba perfecta cuentadel lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincóny seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.Todo le negaba su muerte. Todo menos el ³olor´. Pero, ¿cómo podía saber queese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el aguade los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón que el gatohabía arrastrado hasta su pieza se descompuso con el calor. No. El ³olor´ no podíaser de su cuerpo.Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto.Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo nopuede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían asu llamado. No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor terrorde su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse cuenta delmomento en que clavaran la caja. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido enhombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se iríanagrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente tratará de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas,de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía,que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros alurgente y último llamado de su sistema nervioso.Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadillatoda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste yquizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra sequebraran de un solo golpe, allí a su lado, para despertar por una causa exterior,ya que su voluntad había fracasado.Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño nohabría fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya más.Sentía la blandura del ataúd y el ³olor´ había vuelto ahora con mayor fuerza; contanta fuerza que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a susparientes antes de que comenzara a deshacerse y el espectáculo de la carneputrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con unpañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Erapreferible salir de ³eso´ cuanto antes. Él mismo quería ahora deshacerse de supropio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto o al menosinapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el ³olor´.Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos porlos acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sushuesos y tal vez disipe un poco ese ³olor´. Tal vez ²¡quién sabe!² la inminenciadel momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propiosudor, en una agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en elútero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.


Nihil Veilleur-Prêtre













16/3/12

XLIII





Quién sabe se va a ti. No le ocultes.
Quién sabe madrugada.
Acaríciale. No le digas nada. Está
duro de lo que se ahuyenta.
Acaríciale. Anda! Cómo le tendrías pena.

Narra que no es posible
todos digan que bueno,
cuando ves que se vuelve y revuelve,
animal que ha aprendido a irse... No?
Sí! Acaríciale. No le arguyas.

Quién sabe se va a ti madrugada.
¿Has contado qué poros dan salida solamente,
y cuáles dan entrada?
Acaríciale. Anda! Pero no vaya a saber
que lo haces porque yo te lo ruego. Anda!



XXXIV


Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.

Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde.

Se acabó todo al fin: las vacaciones,
tu obediencia de pechos, tu manera
de pedirme que no me vaya fuera.

Y se acabó el diminutivo, para
mi mayoría en el dolor sin fin,
y nuestro haber nacido así sin causa.



11/3/12

El aventurero húngaro




Hubo una vez un aventurero húngaro de sor¬prendente apostura, infalible encanto y gracia, dotes de consumado actor, culto, conocedor de muchos idiomas y aristocrático de aspecto. En realidad, era un genio de la intriga, del arte de librarse de las dificultades, de la ciencia de entrar y salir discretamente de todos los países.
Viajaba como un gran señor, con quince baúles que contenían la ropa más distinguida, y con dos grandes perros daneses. La autoridad que de él irradiaba le había valido el sobrenombre del Barón. Al Barón se le veía en los hoteles más lujosos, en los balnearios y en las carreras de caballos, en viajes alrededor del mundo, en excursiones a Egipto y en expediciones al desierto y Africa.
En todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres. Al igual que los actores más versátiles, pasaba de un papel a otro a fin de complacer el gusto de cada una de aquéllas. Era el bailarín más elegante, el compañero de mesa más vivaz y el más decadente de los conversadores en los téte-á-tétes; sabía tripular una embarcación, mon¬tar a caballo y conducir automóviles. Conocía todas las ciudades como si hubiera vivido en ellas toda su vida. Conocía también a todo el mundo en sociedad. Era indispensable.
Cuando necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se marchaba a otro país. Las más de las veces, las mujeres no se rebelaban ni daban parte a la policía. Las pocas semanas o meses que habían gozado de él como marido les dejaban una sensación que pesaba más en su áni¬mo que el golpe de la pérdida de su dinero. Por un momento, habían sabido lo que era vivir por todo lo alto, lo que era volar por encima de las cabezas de los mediocres.
Las levantaba tan alto, las sumía de tal manera en el vertiginoso torbellino de sus encantos, que su partida tenía algo de vuelo. Parecía casi natural: ninguna compañera podía seguir su elevado vuelo de águila.
El libre e inasible aventurero, brincando así de rama en rama dorada, a punto estuvo de caer en una trampa, una trampa de amor humano, cuando, una noche, conoció a la danzarina brasileña Anita en un teatro peruano. Sus ojos rasgados no se cerraban como los ojos de otras mujeres, sino que, al igual que en los de los tigres, pumas y leopardos, los párpados se encontraban perezosa y lentamente. Parecían cosidos ligeramente el uno al otro por la parte de la nariz, porque eran estrechos y dejaban caer una mirada lasciva y oblicua, de mujer que no quiere ver lo que le hacen a su cuerpo. Todo esto le confería un aspecto de estar hecha para el amor que excitó al Barón en cuanto la conoció.
Cuando se metió entre bastidores para verla, ella estaba vistiéndose, rodeada de gran profusión de flores, y, para deleite de sus admiradores, que se sentaban a su alrededor, se daba carmín en el sexo con su lápiz labial, sin permitir que ningún hombre hiciera el menor gesto en dirección a ella.
Cuando el Barón entró, la bailarina se limitó a levantar la cabeza y sonreírle. Tenía un pie sobre una mesita, su complicado vestido brasileño estaba subido, y con sus enjoyadas manos se dedicaba de nuevo a aplicar carmín a su sexo, riéndose a carcajadas de la excitación de los hombres en su derredor.
Su sexo era como una gigantesca flor de invernadero, más ancho que ninguno de cuantos había visto el Barón; con el vello abundante y rizado, negro y lustroso. Estaba pintándose aquellos labios como si fueran los de una boca, tan minuciosamente que acabaron pareciendo camelias de color rojo sangre, abiertas a la fuerza y mostrando el cerrado capullo interior, el núcleo más pálido y de piel más suave de la flor.
El Barón no logró convencerla para que cenaran juntos. La aparición de la bailarina en el escenario no era más que el preludio de su actuación en el teatro. Seguía luego la representación que le había valido fama en toda Sudamérica: los palcos, profundos, obscuros y con la cortina medio corrida se llenaban de hombres de la alta sociedad de todo el mundo. A las mujeres no se las llevaba a presenciar aquel espectáculo
Se había vestido de nuevo, con el traje de complicado can-can que llevaba en escena para sus canciones brasileñas, pero sin chal. El traje carecía de tirantes, y sus turgentes y abundantes senos, comprimidos por la estrechez del entallado, emergían ofreciéndose a la vista casi por entero.
Así ataviada, mientras el resto de la representación continuaba, hacía su ronda por los palcos. Allí, a petición, se arrodillaba ante un hombre, le desabrochaba los pantalones, tomaba su pene entre sus enjoyadas manos y, con una limpieza en el tacto, una pericia y una sutileza que pocas mujeres habían conseguido desarrollar, succionaba hasta que el hombre quedaba satisfecho. Sus dos manos se mostraban tan activas como su boca.
La excitación casi privaba de sentido a los hombres. La elasticidad de sus manos; la variedad de ritmos; del cambio de presión sobre el pene en toda su longitud, al contacto más ligero en el extremo; de las más firmes caricias en todas sus partes al más sutil enmarañamiento del vello, y todo ello a cargo de una mujer excepcionalmente bella y voluptuosa, mientras la atención del público se dirigía al escenario. La visión del miembro introduciéndose en su magnífica boca, entre sus dientes relampagueantes, mientras sus senos se levantaban, proporcionaba a los hombres un placer por el que pagaban con generosidad.
La presencia de Anita en el escenario les preparaba para su aparición en los palcos. Les provocaba con la boca, los ojos y los pechos. Y para satisfacerlos junto a la música, las luces y el canto en la obscuridad, en el palco de cortina semicorrida por encima del público, se daba esta forma de entretenimiento excepcional.
El Barón estuvo a punto de enamorarse de Anita, y permaneció junto a ella más tiempo que con ninguna otra mujer. Ella se enamoró de él y le dio dos hijos.
Pero a los pocos años él se marchó. La costumbre estaba demasiado arraigada; la costumbre de la libertad y del cambio.
Viajó a Roma y tomó una suite en el Grand Hotel. Resultó que esa suite era contigua a la del embajador español, que se alojaba allí con su esposa y sus dos hijas. El Barón les encantó. La embajadora lo admiraba. Se hicieron tan amigos y se mostraba tan cariñoso con las niñas, que no sabían cómo entretenerse en aquel hotel, que pronto las dos adquirieron la costumbre de acudir, en cuanto se levantaban por la mañana, a visitar al Barón y despertarlo entre risas y bromas que no les estaban permitidas con sus padres, más severos.
Una de las niñas tenía alrededor de diez años, y la otra doce. Ambas eran hermosas, con grandes ojos negros aterciopelados, largas cabelleras sedosas y piel dorada. Llevaban vestidos cortos y calcetines blancos también cortos. Profiriendo chillidos, corrían al dormitorio del Barón y se echaban en la gran cama. El quería jugar con ellas, acariciarlas.
Como muchos hombres, el Barón se despertaba siempre con el pene particularmente sensible. En efecto, se hallaba muy vulnerable. No tuvo tiempo de levantarse y calmar su estado orinando. Antes de que pudiera hacerlo, las dos niñas echaron a correr por el brillante pavimento y se le lanzaron encima, encima de su prominente pene, oculto en cierta medida por la gran colcha azul.
Las chiquillas no se dieron cuenta de que se les habían subido las faldas, ni de que sus delgadas piernas de bailarinas se habían enredado entre sí y habían caído sobre el miembro del Barón, tieso bajo la colcha. Riéndose, se le subieron encima, se sentaron a horcajadas como si fuera un caballo, presionando hacia abajo, urgiéndole, con sus cuerpos, a que imprimiera movimientos a la cama. En medio de todo ello, quisieron besarle, tirarle del pelo y mantener con él conversaciones infantiles. La delicia del Barón al ser tratado así creció hasta convertirse en un agudísimo suspense.
Una de las chicas yacía boca abajo, y todo lo que el Barón tenía que hacer para procurarse placer era moverse un poco contra ella. Lo hizo como jugando, como si pretendiera empujarla fuera de la cama.
–Seguro que te caes si te empujo así. –No me caeré –replicó la niña, agarrándose a él a través de las cobijas, mientras él se movía como si fuera a hacerla rodar.
Riendo, la impulsó hacia arriba, pero ella permanecía apretada, frotando contra él sus piernecitas, sus braguitas y todo lo demás, en su esfuerzo por no deslizarse fuera. El seguía con sus movimientos mientras se reían. Entonces, la segunda niña, deseando culminar el juego, se sentó a horcajadas frente a su hermana, y el Barón pudo moverse con más fuerza, pretextando que tenía que soportar el peso de ambas. Su miembro, oculto bajo la gruesa colcha, se levantó más y más entre las piernecitas, y así fue como alcanzó el orgasmo, de una intensidad que raras veces había conocido, rindiéndose en la batalla que las chicas acababan de ganar de una forma que jamás sospecharían.
En otra ocasión, cuando acudieron a jugar con él, ocultó las manos bajo la colcha. Después, levantó la ropa con el dedo índice y las desafió a que se lo agarraran. Con gran entusiasmo, empezaron la caza del dedo, que desaparecía y reaparecía en distintas partes de la cama, cogiéndolo firmemente. Al cabo de un momento, no era el dedo, sino el pene lo que tomaban una y otra vez; tratando de liberarlo, el Barón lograba que lo agarraran cada vez con más fuerza. Desaparecía por entero bajo las cobijas, lo cogía con la mano y lo impulsaba hacia arriba para que se lo volvieran a coger.
Fingió ser un animal que pretendía agarrarlas y morderlas, y en ocasiones lo lograba muy cerca de donde se proponía hacerlo, con gran placer por par¬te de las chicas. También jugaron al escondite. El "animal" tenía que saltar sobre ellas desde algún rincón oculto. Se escondió en el armario y se cubrió con ropa. Una de las niñas abrió, y él pudo mirarla por debajo de su vestido. La agarró y la mordió, jugueteando, en los muslos.
Tan acalorados eran los juegos, tanta la confu¬sión de la batalla y el abandono de las chiquillas, que muy a menudo la mano del Barón iba a parar a los lugares que él quería.
Con el tiempo, el Barón se mudó, una vez más, pero sus elevados saltos de trapecio de fortuna en fortuna se deterioraron cuando sus demandas sexuales se hicieron más poderosas que las de dinero y poder. Parecía como si la fuerza de su deseo de mujeres ya no estuviera bajo su control. Estaba ansioso por desembarazarse de sus esposas, a fin de proseguir su búsqueda de sensaciones a través del mundo.
Un día se enteró de que la bailarina brasileña a la que amó había muerto a causa de una sobredosis de opio. Sus dos hijas, que tenían quince y dieciséis años respectivamente, deseaban que su padre se hiciera cargo de ellas. El Barón envió en su busca. Por entonces vivía en Nueva York, con una esposa de la que había tenido un hijo. La mujer no era feliz ante la idea de la llegada de las hijas de su rival. Sentía celos por su hijo, que sólo contaba catorce años. Después de todas sus expediciones, el Barón aspiraba ahora a un hogar y a un descanso de sus apuros y de. sus ostentaciones. Tenía una mujer que más bien le gustaba y tres hijos. La idea de reunirse con sus niñas le seducía. Las recibió con grandes demostraciones de afecto. Una era hermosa; la otra menos, pero también atractiva. Habían sido testigos de la vida de su madre, y no tenían nada de reprimidas ni de mojigatas.
La apostura de su padre las impresionó. El, por su parte, recordó sus juegos con las dos chiquillas en Roma; sólo que sus hijas eran un poco mayores, lo que añadía gran atractivo a la situación.
Les asignaron una ancha cama, y más tarde, cuando aún estaban hablando del viaje y del reencuentro con su padre, él entró en la habitación para darles las buenas noches. Se tendió a su lado y las besó. Ellas le devolvieron sus besos. Pero cuando volvió a besarlas, deslizó las manos a lo largo de sus cuerpos, que pudo sentir a través de los camisones.
Las caricias les gustaron.
–Qué guapas sois las dos –dijo–. Estoy muy orgulloso de vosotras. No puedo dejaros dormir solas; ¡hacía tanto tiempo que no os veíal
Sujetándolas paternalmente, con sus cabezas sobre el pecho, acariciándolas con gesto protector, dejó que se durmieran, una a cada lado. Sus jóvenes cuerpos, con sus pechitos apenas formados, le turbaron tanto que no pudo conciliar el sueño. Las acarició alternativamente, con movimientos gatunos para no molestarlas, pero al cabo de un momento su deseo se hizo tan violento, que despertó a una y empezó a forcejear con ella. La otra tampoco escapó. Resistieron y se lamentaron un poco, pero habían visto muchas cosas a lo largo de su vida junto a su madre, así que no se rebelaron.
Ahora bien, aquél no fue un caso vulgar de in¬cesto, pues la furia sexual del Barón aumentó paulatinamente hasta convertirse en una obsesión. La satisfacción no le liberaba ni le calmaba. Era como un prurito. Después de acostarse con sus hijas poseía a su mujer.
Temía que las niñas le abandonaran y huyeran, de modo que las espiaba y, prácticamente, las tenía presas.
Su esposa lo descubrió y organizó violentas escenas, pero el Barón estaba como loco. Ya no cuidaba su forma de vestir, su elegancia, sus aventuras ni su fortuna. Permanecía en casa y sólo pesaba en el momento en que podría tomar juntas a sus hijas. Les había enseñado todas las caricias imaginables. Aprendieron a besarse en presencia de su padre, hasta que se excitaba lo bastante y las poseía.
Pero su obsesión y sus excesos empezaron a pesar sobre él, y su esposa le abandonó.
Una noche, después de haberse despedido de sus hijas, erraba por el apartamento, presa aún del deseo, de fiebres eróticas y de fantasías. Había dejado a las chicas exhaustas, por lo que cayeron dormidas. Y ahora el deseo lo atormentaba de nuevo.
Cegado por él, abrió la puerta de la habitación de su hijo, que dormía tranquilamente boca arriba, con los labios entreabiertos. El Barón lo miró, fascinado. Su endurecido miembro continuaba atormentándolo. Tomó un taburete y lo colocó cerca del lecho. Se arrodilló en él e introdujo el pene en la boca de su hijo. Este despertó, sofocado, y golpeó al Barón. También las muchachas despertaron.
La rebelión contra la insensatez paterna estalló, y abandonaron al ahora frenético y envejecido Barón.