22/3/12

La tercera resignación (1947)





Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tantoconocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otrose hubiera desacostumbrado a él.Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantadoen las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espiralessucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con unavibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo sehabía desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otrasveces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabezapor dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada,esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo elimpulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules,moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizarentre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando elmomento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajosus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de sucabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía lapiel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con suestrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza desu desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera porsu boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso yse quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarradaoscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas dehielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminablecomo el golpear de la cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todoslos golpes duros dados contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no leatormentaría más si pudiera cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombrala figura variable. Y agarrarlo. Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo contodas sus fuerzas contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando yano pudiera moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, quehabía dado muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahoraestaba tirado en el suelo como cualquier cosa común convertido en un muertointegral.Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eranahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Tratóde sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerzadentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído conmayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado yduro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estardeshojando una flor de plomo.Había sentido ese ruido ³las otras veces´, con la misma insistencia. Lo habíasentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando ²ante la vistade un cadáver² se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Sesintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver yestaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. Laatmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena decemento, y en medio de aquel bloque ²en el que había dejado los objetos comocuando era una atmósfera de aire² estaba él, cuidadosamente colocado dentro delataúd, de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estabatambién ³ese ruido´. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies, allá, enel otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja lequedaría aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a

su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbulaapretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estabamuerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Almenos ³espiritualmente´. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí;morirse de muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dichoa su madre, secamente:²Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo ²prosiguió² haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema deautonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos.Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Essimplemente ³una muerte viva´. Una real y verdadera muerte...Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creaciónde su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraonesembalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí habíaempezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir,recordar, cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real.Por lo tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña ³muerteviva´. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospecharahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años quelo estaba.Desde entonces ²en el tiempo de su muerte tenía siete años² su madre lemandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero elmédico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adultonormal, pues aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser unmuerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darsecuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir unataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con elfin de ajustarlo.Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podíansacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento.Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y habíallegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron enel cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría laestatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo únicoque de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madreacostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba lemolestaba terriblemente en los días de calor.¡Pero había algo que le preocupaba más que ³ese ruido´! Eran los ratones.Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que leprodujera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animalesasquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Yahabían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comersesu cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían ala caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre loadvirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo quemás horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin yal cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terrorinnato que sentía hacía esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar enesos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los plieguesde su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hastasus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su luchadesesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y seentregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y esosignificaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Perocuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasómuerto.Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró latransición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta delataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. ¡Conqué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo cuando, después de medirlo,comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción deverlo vivo. Cuidó asimismo de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y alcabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años enuna habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó adecaer su optimismo. En los últimos años la vio mirar con tristeza la cinta métrica.Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento unmilímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manerade advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que unamañana amaneciera ³realmente´ muerto y tal vez por eso aquel día él pudoobservar que se acercaba a su caja discretamente, y olfateaba su cuerpo. Habíacaído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya nisiquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no creceríamás.Y él sabía que ahora estaba ³realmente´ muerto. Lo sabía por aquella apacibletranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiadointempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habíandesvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerzareclamadora y potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La fuerza degravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba pesado como uncadáver positivo, innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía querespirar para vivir su muerte.Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda.Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la gargantade granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató decerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudocolocarse, componerse, tomar una ³pose´ siquiera para parecer un muerto decente.Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de susistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podíamoverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretadoscontra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro como una corteza denogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfectaanatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez pero apaciblemente, sinmalestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente y nadieinterrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejadode respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como unniño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada contemplando una nube alta quese aleja por el cielo de la tarde. Era feliz aunque sabía que estaba muerto, quereposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una granlucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintióembotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo y que eranrenovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente; precisamentecuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetashúmedas que su madre había llevado aquella mañana. La sintió en las azucenas, enlas rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; alcontrario, era feliz allí, solo con su soledad. ¿Sentiría miedo después?Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara losclavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver
a ser árbol. Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de latierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá arriba,sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de lossepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de sumuerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriadopara siempre y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos.¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día ²sin embargo²sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasarcada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exactadefinida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía deveinticinco años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sindefinición geométrica.En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia;nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario,abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabráentonces que va a subir por los vasos capilares de un manzano y a despertarsemordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces ²y esosí le entristecía² que ha perdido su unidad; que ya no es ²siquiera² un muertoordinario, un cadáver común.La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propiocadáver.Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la ventanaabierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto,rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el ³olor´. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Suorganismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todoslos muertos. El ³olor´ era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida,que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se habíadescompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro depocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría eltufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerteentre los otros muertos.Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Quépalabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo ³físico´,verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía lacarne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja queahora sentía perfectamente, blanda, acolchonada, terriblemente cómoda: y elfantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida quegiraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetrabapor la ventana abierta y se confundía con el otro ³olor´. Se daba perfecta cuentadel lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincóny seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.Todo le negaba su muerte. Todo menos el ³olor´. Pero, ¿cómo podía saber queese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el aguade los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón que el gatohabía arrastrado hasta su pieza se descompuso con el calor. No. El ³olor´ no podíaser de su cuerpo.Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto.Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo nopuede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían asu llamado. No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor terrorde su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse cuenta delmomento en que clavaran la caja. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido enhombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se iríanagrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente tratará de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas,de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía,que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros alurgente y último llamado de su sistema nervioso.Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadillatoda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste yquizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra sequebraran de un solo golpe, allí a su lado, para despertar por una causa exterior,ya que su voluntad había fracasado.Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño nohabría fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya más.Sentía la blandura del ataúd y el ³olor´ había vuelto ahora con mayor fuerza; contanta fuerza que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a susparientes antes de que comenzara a deshacerse y el espectáculo de la carneputrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con unpañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Erapreferible salir de ³eso´ cuanto antes. Él mismo quería ahora deshacerse de supropio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto o al menosinapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el ³olor´.Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos porlos acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sushuesos y tal vez disipe un poco ese ³olor´. Tal vez ²¡quién sabe!² la inminenciadel momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propiosudor, en una agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en elútero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.


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