LA PENSIÓN GRILLPARZER
Mi padre trabajaba para el departamento de turismo austriaco. Fue idea de mi madre el que toda la familia lo acompañara cuando viajaba como espía del departamento de turismo. Mi madre, mi hermano y yo lo acompañábamos en sus misiones secretas destinadas a descubrir la descortesía, el polvo, las comidas mal preparadas, las trampas de los restaurantes, hoteles y pensiones de Austria. Teníamos instrucciones de crear dificultades siempre que pudiéramos, de no pedir nunca exactamente lo que figuraba en el menú, de imitar las extrañas demandas de los extranjeros: las horas en que nos gustaría bañarnos, la necesidad de aspirinas, orientación para visitar el zoológico. Teníamos instrucciones de ser educados pero importunos; cuando la inspección concluía, informábamos a mi padre en el coche. Mi madre decía:
-La peluquería siempre está cerrada por la mañana. Pero fuera informan de ello, como corresponde. Supongo que es correcto siempre que no afirmen que tiene una peluquería «en» el hotel.
-Bueno, eso es lo que afirman -respondía mi padre, mientras tomaba notas en un gigantesco bloc.
Siempre conducía y yo decía, por ejemplo:
-El coche está aparcado en la calle, pero alguien hizo catorce kilómetros entre el momento en que se lo entregamos al portero y el que lo recogimos en el garaje del hotel.
-Ésa es una cuestión que debe ponerse directamente en conocimiento de la dirección -dijo mi padre y tomó nota.
-El inodoro perdía -dije
-Yo no pude abrir la puerta del W.C. -intervino mi hermano Robo.
-Robo -le recriminó mamá-, siempre has tenido problemas con las puertas.
-¿Se supone que eso era clase C? -pregunté.
-Sospecho que no -replicó papá-. Todavía figura como clase B.
Avanzamos un rato en silencio; nuestros juicios más serios se referían al cambio de categoría de un hotel o pensión. No sugeríamos frívolamente las reclasificaciones.
-Creo que esto exige una carta a la dirección -insinuó mamá-. No una carta demasiado amable, pero tampoco muy dura. Sólo con el propósito de establecer los hechos.
-Sí, el hombre me gustó. -Papá siempre se empeñaba en conocer personalmente a los directores.
-No olvides que usaron nuestro coche -apunté-. Eso es realmente imperdonable.
-Y que los huevos estaban malos -agregó Robo, que todavía no había cumplido diez años y cuyos criterios nadie tomaba en serio.
Nos convertimos en un equipo de evaluadores mucho más duros cuando mi abuelo murió y vino a vivir con nosotros la abuela, la madre de mi madre, que a partir de entonces nos acompañó en nuestros viajes. Johanna, regia dama, estaba acostumbrada a los viajes de clase A y las obligaciones de mi padre requerían con más frecuencia investigaciones de alojamientos de clase B y clase C. los hoteles (y pensiones) B y C eran los que más interesaban a los turistas. En los restaurantes nos iba un poco mejor. La gente que no podía permitirse el lujo de dormir en lugares elegante se interesaba, no obstante, por los mejores lugares para comer.
-No permitiré que prueben sus sospechosas comidas conmigo -nos dijo johanna-. Este extraño empleo que puede tener para ti el atractivo de contar con vacaciones gratis, pero el precio que se paga es terrible: la ansiedad de no saber qué tipo de alojamiento tendrás por la noche. A los norteamericanos puede resultarles encantador que todavía tengamos habitaciones sin cuartos de baño privados, pero yo soy una anciana y no me gusta nada tener que recorrer un pasillo para asearme y satisfacer mis necesidades fisiológicas. Y la angustia sólo es la mitad de la cuestión. Es posible contraer todo tipo de enfermedades, y no sólo a partir de la comida. Si la cama es dudosa, te aseguro que no podré pegar un ojo. Además los chicos son jóvenes e impresionables; tendríais que pensar en la clientela de algunos de esos alojamientos y plantearos seriamente las influencias.
-Mi madre y mi padre asintieron con un movimiento de cabeza y no dijeron nada-. ¡Ve más despacio! -me dijo severamente la abuela-. Sólo eres un jovencito al que le gusta exhibirse. -Disminuí la marcha-. Viena -suspiró la abuela-. En Viena siempre fui al Ambassador.
-Johanna, el Ambassador no está sujeto a investigación -dijo papá.
-Me lo imaginaba -comentó la abuela-. Supongo que ni siquiera vamos a un hotel de clase A.
-Bueno, en su mayor parte éste es un viaje B -reconoció mi padre.
-Confío en que eso significa que hay un lugar A en nuestro camino.
-No -admitió papá-. Hay un lugar C.
-Me parece bien -interrumpió Robo-. En la clase C hay riñas.
-Me lo imaginaba -replicó Johanna.
-Se trata de una pensión de clase C, muy pequeña -aclaró mi padre. como si el tamaño disculpara las incomodidades.
-Y solicitaron la clasificación B -explicó mamá.
-Pero hubo quejas -agregué.
-No me extraña -comentó la abuela.
-Y animales -añadí y mi madre me miró con intención.
-¿Animales? -inquirió la abuela.
-Animales -confirmé.
-«Sospechas» de animales -me corrigió mi madre.
-Sí, seamos justos -observó papá.
-¡Fantástico! -gruñó la abuela-. Sospechas de animales. ¿Pelos en las alfombras? ¡Sus espantosos excrementos en los rincones! ¿Sabéis que mi asma reacciona gravemente en cualquier habitación en la que haya estado un gato?
-La queja no se refería a gatos -dije y mi madre me dio un codazo.
-¿Perros? -quiso saber Johanna-. ¡Perros rabiosos! Perros que te muerden cuando vas al cuarto de baño.
-No -dije-. Tampoco se refiere a perros.
-¡Osos! -gritó Robo.
Pero mi madre se apresuró a decir:
-No estamos seguros con respecto al oso, Robo.
-Esto no es serio -dictaminó Johanna.
-¡Claro que no es serio! -condicionó papá-. ¿Cómo puede haber osos en una pensión?
-Según una carta, así era -insistí-. Por supuesto, el departamento de turismo supuso que se trataba de la queja de un maniático. Pero hubo otra inspección... y una segunda carta afirmando que había un oso.
Mi padre me miró con el ceño fruncido por el espejo retrovisor, pero yo pensé que si todos participábamos de la investigación, era justo abrirle los ojos a la abuela.
-Probablemente no se trata de un oso de verdad- Dijo Robo evidentemente desilusionado.
-¡Un hombre vestido de oso! -gritó la abuela-. ¿Qué clase de inaudita perversión es «ésa»? Una bestia de hombre que avanza a hurtadillas y disfrazado. ¿Con qué intención? Sé que se trata de un hombre vestido de oso -afirmó-. Quiero ir «primero» a ese lugar, si en este viaje hemos de soportar una experiencia de clase C, que sea lo antes posible.
-Pero no hemos hecho reservas para esta noche -dijo mamá.
Sí, tendríamos que darles la oportunidad de que estén preparados para recibirnos -opinó papá.
Aunque papá nunca revelaba a sus víctimas que trabajaba para el departamento de turismo, consideraba que las reservas eran sencillamente una forma decente de permitir que el personal estuviera lo mejor preparado posible.
-Estoy segura de que no es necesario pedir reservas en un lugar frecuentado por hombres que se disfrazan de animales -calculó Johanna-. No me cabe la menor duda de que «siempre» hay sitio en semejante lugar. Estoy segura de que los huéspedes acostumbran a agonizar en sus lechos... de miedo, o de cualquier daño ignominioso que les produce ese demonio vestido de oso.
-Probablemente es un oso «de verdad» -se retractó Robo, esperanzado, porque, con el giro que adoptaba la conversación, estaba seguro de que para la abuela sería preferible un verdadero oso al fantasma imaginario. Creo que Robo no le tenía miedo a un oso auténtico.
Conduje lo menos llamativamente posible hasta la pequeña esquina de Planken y Seilergasse. Buscábamos una pensión de clase C que quería ser B.
-No hay sitio para aparcar -le informé a papá que ya estaba tomando nota del fallo en su bloc.
Aparqué en doble fila, permanecimos en el interior del coche y escrutamos la pensión Grillparzer; sólo tenía cuatro reducidos pisos y se encontraba entre una pastelería y un Tabak Trafik.
-¿Ves? No hay osos -informó papá.
-Ni «hombres» espero -comentó la abuela.
-Vienen por la noche -intervino Robo, mientras escudriñaba cautelosamente ambos lados de la calle.
Entramos y nos presentamos al director, un tal Herr Theobald, que instantáneamente puso en guardia a Johanna.
-¡Tres generaciones que viajan juntas! -gritó-. Como en los viejos tiempos -agregó, especialmente para la abuela-, antes de los divorcios y de que los jóvenes quisieran apartamentos para ellos solos. ¡Ésta es una pensión «familiar»! Lamento que no hayan hecho reserva, en cuyo caso habría podido ponerlos más juntos.
-No estamos acostumbrados a dormir en la misma habitación -le informó la abuela.
-¡Por supuesto! -exclamó Theobald-. Sólo quise decir que lamentablemente «sus» habitaciones no estarán juntas.
Evidentemente, el hecho preocupó a la abuela:
-¿A qué distancia nos pondrá?
-Bien, sólo me quedan dos habitaciones -dijo Herr Theobald-. Y una sola de ellas tiene espacio suficiente para que los dos chicos la compartan con sus padres.
-¿Y a qué distancia está mi habitación de la de ellos? -preguntó Johanna fríamente.
-¡Usted estará exactamente en frente del W.C.! -dijo Theobald, como si fuera una ventaja.
Pero cuando nos llevaron a ver nuestras habitaciones, la abuela permaneció al lado de papá, desdeñosamente, y al final de la procesión la oí murmurar:
-No es así como concebía mi retiro. Frente al W.C., escuchando los ruidos de todos los visitantes.
-Todas mis habitaciones son distintas -comentó Theobald-. Los muebles pertenecieron a mi familia.
Le creímos. La habitación grande, espaciosa como un vestíbulo, que Robo y yo compartiríamos con mis padres, era un museo de baratijas, en que los pomos de los armarios eran todos de distintos estilos. Por otro lado, el lavabo tenía grifos de bronce y la cabecera de la cama era de madera tallada. Observé que mi padre contrapesaba estas cuestiones para sus futuras anotaciones en el bloc.
-Puedes hacer eso más tarde -propuso Johanna-. ¿Dónde está «mi» habitación?
Toda la familia siguió sumisamente a Theobald y a la abuela por el largo y serpenteante vestíbulo; mi padre conto los pasos que había hasta el W.C. La alfombra era delgada y de color ceniciento. Las paredes estaban cubiertas de viejas fotografías de equipos de carreras de patinaje, con los pies calzados con extrañas paletas curvadas en las puntas, similares a zapatos de bufones de la corte o de corredores de antiguos trineos.
Robo, que corría adelantado, anunció su descubrimiento del W.C.
La habitación de la abuela estaba atestada de porcelanas, madera ilustrada e indicios de moho. Las cortinas estaban húmedas. La cama tenía una perturbadora cresta en el centro, como la piel levantada de la columna vertebral de un perro, casi parecía un cuerpo muy delgado extendido bajo la colcha.
La abuela no dijo nada, y cuando Theobald abandonó la habitación como un hombre herido al que le han dicho que vivirá, le pregunto a mi padre:
-¿En qué se basa la Pensión Grillparzer para intentar obtener la clasificación B?
-Decididamente es C -afirmó papá.
-Nació C y morirá C -opiné.
-Yo diría que es E o F -sentenció la abuela.
En el sombrío salón de té, un hombre sin corbata cantaba una canción húngara.
-Eso no significa que sea húngaro -tranquilizó papá a Johanna, aunque en tono escéptico.
-Yo diría que las probabilidades no están a su favor -sugirió la abuela.
Johanna no quiso tomar té ni café. Robo comió un poco de pastel y, según dijo, le gustó. Mi madre y yo fumamos un cigarrillo: ella estaba tratando de abandonar aquel vicio y yo de iniciarme en él; en consecuencia, compartimos un cigarrillo entre los dos (nos habíamos hecho la promesa de que ninguno de los dos fumaría nunca un cigarrillo entero).
-Es un huésped estupendo -le susurró Herr Theobald a mi padre, señalando al cantante-. Conoce canciones del mundo entero.
-Al menos de Hungría -apuntó la abuela, que esta vez sonrió.
Un hombre menudo y afeitado, aunque con la permanente sombra azulada de una barba en su rostro enjuto, se dirigió a mi abuela. Llevaba una camisa blanca y limpia (si bien amarilleada por el uso y los lavados), pantalones y una chaqueta que no hacía juego.
-¿Cómo ha dicho? -preguntó la abuela.
-He dicho que cuento sueños -le informó el hombre.
-«Cuenta» sueños- repitió la abuela-. ¿Significa eso que «tiene» sueños?
-Los tengo y los cuento -respondió el hombre en un tono misterioso.
El cantante dejó de cantar.
-Si usted quiere conocer algún sueño -dijo el cantante-, él puede contárselo.
-Tengo la plena seguridad de que no quiero conocer ninguno. -La abuela vislumbró con disgusto la mata de vello oscuro que asomaba por el cuello abierto de la camisa del cantante: no quería ni reconocer la presencia del hombre que «contaba» sueños.
-Veo que usted es una dama -dijo el hombre de los sueños a la abuela-. No responde a cualquier sueño que se presenta.
-Por supuesto. -Johanna lanzó a mi padre una de sus miradas de «¿cómo-puedes-permitir-que-me-ocurra-esto?».
-Pero yo conozco uno -dijo el hombre de los sueños y cerró los ojos.
El cantante acercó una silla y repentinamente nos dimos cuenta de que estaba sentado muy próximo a nosotros. Robo, aunque era demasiado mayor, estaba en el regazo de papá.
-En un gran castillo, una mujer duerme junto a su marido. De pronto se despierta completamente, a altas horas de la noche. Se despertó sin tener la menor idea de qué la había despertado y se sintió tan lúcida como si llevara horas despierta. También tomó conciencia, sin echar una mirada ni decir una palabra, ni tocarle, de que su marido estaba del todo despierto, y tan súbitamente como ella.
-Espero que esto sea adecuado para los oídos del niño, ja, ja -insinuó Herr Theobald, pero nadie lo miró.
Mi abuela cruzó las manos sobre el regazo y los contempló: las rodillas juntas, los tobillos cruzados bajo la silla de respaldo recto. Mi madre sostenía la mano de mi padre. Yo estaba junto al hombre de los sueños, cuya chaqueta olía a jardín zoológico. Prosiguió:
-La mujer y su marido permanecieron despiertos, atentos a los ruidos del castillo que alquilaban y no conocían a fondo. Esperaban oír ruidos en el patio, que jamás se molestaban en cerrar con llave. Los habitantes de aquel lugar siempre paseaban cerca al castillo; a los niños de la aldea se les permitía columpiarse sobre la gran puerta del patio. ¿Qué era lo que les había despertado?
-¿Osos? -inquirió Robo, pero papá acercó las yemas de los dedos a la boca de mi hermano.
-Oyeron caballos -dijo el hombre de los sueños. La anciana Johanna, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada pareció estremecerse-. Oyeron la respiración y las coces de unos caballos que trataban de estarse quietos. El marido alargó la mano y tocó a su esposa. «¿Caballos?», preguntó . La mujer se levantó y se acercó a la ventana que daba al patio. Desde aquel día juraría que el patio estaba lleno de soldados montados, ¡y qué soldados! ¡llevaban armaduras! Las mirillas de sus cascos estaban cerradas y sus murmullos eran tan difíciles de oír como las voces de una emisora de radio cuando se esfuman. Las armaduras rechinaban cuando sus caballos se movían inquietos. En el patio del castillo se encontraba el viejo tazón seco de una antigua fuente, pero la mujer observó que la fuente chorreaba; el agua desbordaba el gastado tazón y los caballos bebían. Los caballeros eran prudentes y no desmontaron; levantaron la vista en dirección a las oscuras ventanas del castillo, como si supieran que no eran bien venidos en ese bebedero, su posada de descanso en el camino. A la luz de la luna, la mujer divisó el brillo de sus grandes escudos. Volvió arrastrándose a la cama y se tendió rígida junto a su marido. «¿Qué son?», preguntó el. «Caballos», respondió la mujer. «Eso pensaba. Se comerán las flores.» «¿Quién construyó este castillo?», quiso saber ella. Era un castillo muy viejo y ambos lo sabían. «Carlomagno», replicó el marido y volvió a dormirse. Pero la mujer siguió despierta, escuchando el murmullo del agua que ahora parecía correr por todo el castillo, gorgoteando en las cañerías, como si el antiguo manantial extrajera el líquido de todas las fuentes disponibles. Y allí seguían las voces distorcionadas de los cuchicheantes jinetes..., los soldados de Carlomagno que hablaban en su lengua muerta. Para aquella mujer, las voces de los soldados eran tan malsanas como el siglo XX y los hombres llamados Frank. Los caballos seguían bebiendo. La mujer permaneció despierta mucho tiempo, aguardando a que los soldados se marcharan; no temía un ataque por parte de ellos: tenía la certeza de que estaban de paso y sólo se habían de tenido para descansar en un lugar que ya conocían. Pero mientras el agua corría, la mujer sintió que n debía alterar el silencio ni la oscuridad del castillo. Cuando se durmió, pensó que los hombres de Carlomagno seguían allí. Por la mañana, su marido le preguntó: «¿Tú también oíste correr el agua?». Sí, también ella la había oído, naturalmente. Pero la fuente estaba seca, por supuesto, y por la ventana vieron que las flores estaban intactas, y todo el mundo sabe que los caballos comen flores. «Mira», dijo la mujer a su marido. Él fue al patio con ella. «No hay huellas de cascos ni de botas. Debemos de haber "soñado" que oímos caballos.» Ella no sugirió que también había soldados ni que, a su entender, no era probable que dos personas soñaran lo mismo. No le recordó que era un fumador empedernido, incapaz de oler un caldo hirviente y que el aroma de los caballos en el aire fresco era demasiado sutil para él. La mujer vio a los soldados, o soñó con ellos otras dos veces mientras estuvieron en el castillo, pero su marido jamás volvió a despertarse al mismo tiempo que ella. Siempre ocurría repentinamente. En cierta ocasión despertó con sabor a metal en la lengua, como si se hubiera llevado un hierro viejo oxidado a la boca, una espada, una coraza, una cota de malla, un escudo. Otra vez estaban en el patio y hacía frío. La densa bruma que surgía del agua de la fuente los envolvía; sus caballos estaban cubiertos de escarcha. Y no había tantos la vez siguiente, como si el invierno o las escaramuzas fueran reduciendo su número. La última vez, los caballos parecieron flacos y los hombres una especie de armaduras desocupadas que se balanceaban delicadamente en sus sillas. Los caballos tenían largas máscaras de hielo en los hocicos. Su respiración (o la respiración de los jinetes) era congestionada. El marido -concluyó el hombre de los sueños- moriría de una enfermedad respiratoria. Pero la mujer lo ignoraba cuando tuvo este sueño.
Mi abuela se levantó y abofeteó el rostro con barba gris del hombre de los sueños. Robo se acomodó en el regazo de mi padre; mi madre cogió la mano de su madre. El cantante echó su silla atrás y de un salto se puso de pie, asustado o dispuesto a pelear con alguien, pero el hombre de los sueños se limitó a inclinarse ante la abuela y abandonó el sombrío salón de té. Daba la impresión de que había sellado un pacto con Johanna, pacto que no producía ningún placer a ninguno de los dos. Mi padre escribió algo en su gigantesco bloc.
-¿Qué les ha parecido «esa» historia? -preguntó Herr Theobald-. Ja, ja. -Revolvió el pelo de Robo, algo que siempre fastidiaba a mi hermano.
-Herr Theobald -dijo mi madre sin soltar la mano de Johanna-, mi padre murió de una enfermedad respiratoria.
-¡Caray! -exclamó Herr Theobald-. Lo siento, meine Frau -dijo a la abuela, pero la anciana no respondió.
Llevamos a la abuela a comer a un restaurante de clase A, pero apenas probó bocado.
-Ese hombre es un gitano, un ser satánico y un húngaro -nos dijo.
-Por favor, mamá, no podía saber lo de papá -dijo mi madre.
-Sabía más que «tú» -espetó la abuela.
-La Schnitzel es excelente -observó papá mientras escribía en el bloc-. el Gumpoldskirchner le va muy bien.
-Los kalbsnieren están muy buenos -opiné.
-Los huevos son fantásticos -agregó Robo.
La abuela no pronunció palabra hasta que volvimos a la pensión Grillparzer, donde notamos que la puerta del W.C. estaba a una distancia de unos treinta centímetros del suelo, de modo que parecía la mitad inferior de la puerta de un servicio público norteamericano, o de unsaloon de las películas del Oeste.
-Me alegro de haber usado el W.C. en el restaurante -comentó Johanna-. ¡Qué asco! Trataré de pasar la noche sin exponerme en un lugar en que todos los que pasan pueden espiarme los tobillos.
Una vez en nuestro dormitorio familiar, papá preguntó:
-¿No vivió en un castillo Johanna? Me parece que, en otros tiempos, ella y el abuelo alquilaron un castillo.
-Sí -confirmó mamá-, antes de que yo naciera. Arrendaron el Schloss Katzelsdorf. Vi las fotografías.
-Entonces por eso se puso tan furiosa con el sueño del húngaro -aventuró papá.
-Alguien anda en bicicleta por el vestíbulo -informó Robo-. He visto pasar una rueda bajo nuestra puerta.
-Duérmete, Robo -ordenó mamá.
-Chirriaba y chirriaba -insistió Robo.
-buenas noches, chicos -nos despidió papá.
-Si vosotros podéis hablar, nosotros también -afirmé.
-Entonces hablad entre vosotros -sugirió papá-. Yo estoy hablando con mamá.
-Yo quiero dormir y espero que nadie hable -dijo mamá.
Lo intentamos. Quizá dormimos. Más tarde, Robo me susurró que quería ir al W.C.
-Ya sabes dónde está -respondí.
Robo salió y dejó la puerta levemente entreabierta; le oí alejarse por el pasillo, rozando la pared con la mano. Volvió inmediatamente.
-Hay alguien en el W.C. -dijo.
-Espera a que salga -propuse.
-La luz estaba apagada -explicó Robo-, pero se veía bien por el hueco de la puerta. Alguien está dentro, en la oscuridad.
-Yo también prefiero usar el W.C. a oscuras -dije.
Pero Robo insistió en contarme exactamente lo que había visto. Afirmó que debajo de la puerta se veía un par de «manos».
-¿Manos?
-Sí, en el lugar donde tendrían que estar los pies. -Robo aseguró que había una mano a cada lado del inodoro, en lugar de un pie.
-¡Vete de aquí, Robo! -me harté.
-Por favor, ven a comprobarlo -me rogó.
Lo acompañé al vestíbulo pero no había nadie en el W.C.
-Se ha ido -afirmó Robo.
-Caminando con las manos, sin duda -me burlé-. Mea, te esperaré.
Robo entró en el W.C. y orinó tristemente, a oscuras. Cuando volvíamos a nuestra habitación, se nos adelantó un hombre menudo y moreno, con el mismo tipo de cutis y ropa que el hombre de los sueños que había hecho enojar a la abuela. Nos guiñó un ojo y sonrió. no pude dejar de notar que caminaba con las manos.
-¿Lo ves? -susurró Robo.
Entramos en nuestro cuarto y cerramos la puerta.
-¿Qué ocurre? -quiso saber mamá.
-Hemos tropezado con un hombre que caminaba con las manos -dije.
-Un hombre que «mea» patas arriba -aclaró Robo.
-Clase C -murmuró papá en sueños: a menudo soñaba que tomaba notas en su bloc.
-Hablaremos de ello por la mañana -agregó mamá.
-Probablemente era un acróbata que quiso exhibirse delante de ti porque eres un niño -expliqué a Robo.
-¿Cómo sabía que yo era un niño cuando estaba en el W.C.? -preguntó Robo.
-Dormid -decreto mamá.
Entonces oímos que la abuela gritaba en el vestíbulo.
Mamá se puso su bonito salto de cama verde; papá, su bata y las gafas; yo me abrigué con un par de pantalones encima del pijama. Robo fue el primero en llegar al vestíbulo. Por el hueco de la puerta vimos que había luz en el W.C. La abuela gritaba rítmicamente en el interior.
-¡Aquí estamos! -le dije.
-¿Qué ocurre, mamá? -preguntó mi madre.
Nos congregamos junto a la amplia hendidura de luz. Vimos las zapatillas color malva de la abuela y sus tobillos blancos como la porcelana debajo de la puerta. Dejó de gritar.
-Oí murmullos cuando estaba en la cama -dijo.
-Éramos Robo y yo -la tranquilicé.
-Después, cuando parecía que ya no había nadie, entré en el W.C. -nos contó Johanna-. Dejé la luz «apagada». No hice ruido. Luego vi y oí la rueda.
-¿La «rueda»? -preguntó papá.
-Pasó varias veces una rueda frente a la puerta. Iba y venía.
Papá giró un dedo como si fueran una rueda al costado de la cabeza y le hizo una mueca a mamá.
-Alguien necesita un nuevo juego de ruedas -susurró, pero mamá le miró con expresión malhumorada.
-Encendí la luz y la rueda se alejó -concluyó Johanna.
-Te dije que había una bicicleta en el vestíbulo -apuntó Robo.
-Cierra la boca, Robo -ordenó papá.
-No, no era una bicicleta -explicó la abuela-. Sólo había «una» rueda.
Papá se llevó un dedo a la frente y lo movió en señal de que alguien estaba desvariando:
-A ella le faltan una o dos ruedas -le dijo a mi madre al oído, pero ella le dio un manotazo y le torció las gafas.
-Entonces llegó alguien, espió «por debajo» de la puerta y en ese momento empecé a gritar.
-¿Alguien? -inquirió papá.
-Vi sus manos, manos de hombre, tenía los nudillos peludos. Apoyaba las manos en el felpudo, al otro lado de la puerta. Debió de «levantar» la vista para mirarme.
-No, abuela -intervine-. Creo que estaba aquí apoyado en las manos.
-No te hagas el gracioso -me reprendió mamá.
-Pero vimos a un hombre que caminaba con las manos -insistió Robo.
-No visteis nada de eso -declaró papá.
-Sí, lo vimos -confirmé.
-Despertaremos a todo el mundo -nos advirtió mamá.
La abuela tiró de la cadena y salió arrastrando los pies, con muy poca entereza. Llevaba una bata encima de una bata encima de otra bata; tenía el cuello muy largo y la cara cubierta de crema blanca. Parecía una oca que se encuentra en apuros.
-Era maligno e indigno -nos dijo-. Conocía una magia espantosa.
-¿El hombre que te vio? -le preguntó mamá.
-El hombre que contó «mi sueño» -aclaró la abuela y una lágrima atravesó los surcos de su crema facial-. Ese sueño era mío y él se lo contó a todos. Es horrible que lo conociera. Mi sueño de los caballos y los soldados de Carlomagno; yo soy la única que debe saberlo. Tuve ese sueño antes que nacieras -le dijo a mamá-. Y ese mago maligno e indigno contó mi sueño como si fuera una noticia. Yo ni siquiera le hablé a tu padre de todo lo que contenía ese sueño. Además, nunca estuve segura de que fuera un sueño. Y ahora aparecen hombres de nudillos velludos que caminan con las manos y hay ruedas mágicas. Quiero que los chicos duerman conmigo.
Por tanto, Robo y yo compartimos el enorme dormitorio familiar -alejado del W.C.- con la abuela, que se tendió sobre las almohadas de mi madre y de mi padre, con su rostro lleno de crema y brillante como la cara de un fantasma húmedo. Robo permaneció despierto, observándola. No creo que Johanna durmiera muy bien; imagino que tenía otra vez su sueño de muerte y revivía el último invierno de los soldados de Carlomagno con sus extraños ropajes de metal cubiertos de escarcha y sus celadas inmovilizadas por el hielo.
Cuando fue evidente que yo tenía que ir al W.C., los brillantes y redondos ojos de Robo me siguieron hasta la puerta.
Había alguien en el W.C. No asomaba luz bajo la puerta, pero vi una bicicleta de una sola rueda aparcada contra la pared exterior. Su usuario estaba sentado en el W.C. a oscuras; tiró varias veces de la cadena: al igual que un niño, aquel ciclista no esperaba a que el depósito se llenara.
Me acerqué a la abertura que separaba la puerta del suelo, pero el ocupante no estaba apoyado en las manos. Vi algo que eran claramente pies, casi en la posición esperada, pero esos pies no tocaban el suelo; las plantas estaban inclinadas en mi dirección y parecían almohadillas oscuras, de color morado. Se trataba de unos pies enormes, adheridos a espinillas cortas peludas. eran pies de oso, aunque no tenían garras. Las garras de los osos no son retráctiles como las de los gatos; si un oso tiene garras, son visibles. Allí había, entonces, un impostor disfrazado de oso, o un oso desgarrado. Un oso doméstico, quizás. Al menos -si tenemos en cuenta su presencia en el W.C.- un oso «domesticado». Por el olor supe que no se trataba de un hombre vestido de oso: era un oso. Un auténtico oso.
Retrocedí hasta la puerta de la ex habitación de la abuela, detrás de la cual aguardaba mi padre, en espera de nuevas perturbaciones. Abrió la puerta de golpe y caí en el interior. Ambos nos asustamos. Mamá se sentó en la cama y se tapó la cabeza con la colcha de plumas.
-¡Lo tengo! -gritó papá y cayó sobre mí.
El suelo tembló; el extraño vehículo del oso se deslizó contra la pared y cayó sobre la puerta del W.C., por la que repentinamente salió el oso arrastrando los pies. Tropezó con su bicicleta y se tambaleó hasta recuperar el equilibrio. Con mirada preocupada recorrió el vestíbulo y observó hacia más allá de la puerta abierta, para ver a papá sentado sobre mi pecho. Levantó el vehículo con sus patas delanteras.
-¿Grauf? -dijo el oso.
Papá cerró de un portazo. Oímos una voz de mujer que llegaba desde el otro lado del vestíbulo.
-¿Dónde estás, Duna?
-¡Harf! -respondió el oso.
Papá y yo oímos que la mujer se acercaba murmurando:
-Oh, Duna, ¿otra vez practicando? ¡Siempre estás practicando! Pero es mejor hacerlo durante el día. -El oso no respondió.
Papá abrió la puerta y mamá, todavía debajo del edredón, le dijo:
-No dejes entrar a nadie.
Una bonita mujer madura se encontraba en el vestíbulo, junto al oso, que ahora hacía equilibrios con su vehículo y apoyaba una enorme pata en el hombro de la mujer, que llevaba un turbante de color rojo intenso y un vestido largo en forma de túnica que parecía una cortina. Sobre su alto pecho lucía un collar de garras de oso; los pendientes tocaban el hombro de su vestido-cortina y el otro hombro desnudo, donde mi padre y yo fijamos la vista en un atractivo lunar.
-Buenas noches -dijo la mujer a papá-. Lamento si les hemos molestado. Duna tiene prohibido practicar por la noche, pero le encanta trabajar.
El oso musitó algo y se alejó de la mujer pedaleando. Sabía mantener muy bien el equilibrio, pero era descuidado; rozó las paredes del vestíbulo y tocó con las patas las fotografías de los equipos de patinaje. La mujer se separó de papá y corrió tras el oso gritando su nombre y enderezando las fotografías mientras lo seguía.
-En húngaro, «Duna» significa Danubio -me explicó papá-. Ese oso llevaba el nombre de nuestro amado Donau. -En ocasiones mi familia se sorprendía al descubrir que los húngaros también pudieran amar un río.
-¿Es auténtico ese oso? -quiso saber mamá, todavía bajo el edredón.
Renuncié a las explicaciones de papá. Sabía que por la mañana Herr Theobald tendría mucho que explicar y pensaba que en ese momento lo escucharía todo convenientemente reseñado.
Crucé el vestíbulo hasta el W.C. Cumplí mi función deprisa a causa del olor a oso y de mis sospechas que había pelos por todas partes; fui demasiado suspicaz, porque el oso lo había dejado todo pulcro, al menos todo lo pulcro que puede dejarlo un oso.
-Vi al oso -le comuniqué a Robo cuando entré en nuestro cuarto, pero mi hermano se había subido a la cama de la abuela y se había dormido a su lado.
Sin embargo Johanna estaba despierta.
-Vi cada vez menos soldados. La última vez sólo había nueve. Todos parecían hambrientos; sin duda ya se habían comido los caballos que faltaban. Hacía mucho frío. ¡Yo quería ayudarles! Pero no estábamos vivos al mismo tiempo. ¿Cómo podía ayudarles si todavía no había nacido? Naturalmente, sabía que morirían. ¡Pero llevó tanto tiempo! La última vez la fuente estaba congelada. Utilizaron las espadas y sus largas picas para romper el hielo a pedazos. Hicieron fuego y derritieron el hielo en un cazo. Sacaron huesos de sus alforjas, huesos de todo tipo, y los echaron al agua. Debió ser un caldo muy flojo porque los huesos ya habían sido roídos tiempo atrás. No sé que huesos eran. De conejo, supongo, y quizá de ciervo o de jabalí. Tal vez de los caballos que faltaban. Preferí no pensar -me confesó la abuela- que eran los huesos de los soldados que no habían regresado.
-Duerme, abuela -le dije.
-No te preocupes por el oso -se despidió la abuela.
En la sala del desayuno de la pensión Grillparzer encontramos a Herr Theobald con latroupe de huéspedes que habían perturbado nuestra noche. Yo sabía que (más que nunca) mi padre pensaba revelar su condición de espía del departamento de turismo.
-Aquí hay hombres que caminan con las manos -afirmó mi padre.
-Y hay hombres que espían por debajo de la puerta del W.C. -dijo la abuela.
-Ese hombre -dije, y señalé al tipo menudo y taciturno de la mesa del rincón, sentado con su cohorte: el hombre de los sueños y el cantante húngaro.
-Lo hace para ganarse la vida -explicó Herr Theobald.
Como si quisiera demostrar que era verdad, el hombre que caminaba con las manos empezó a ponerse patas arriba.
-Dígale que deje de hacer eso -ordenó papá-. Sabemos que puede hacerlo.
-Pero ¿sabían que no puede hacerlo de ninguna otra manera? -inquirió repentinamente el hombre de los sueños-. ¿Sabían que sus piernas son inútiles? No tiene espinillas. ¡Es «maravilloso» que pueda caminar con las manos! De lo contrario, no podría caminar.
El hombre, aunque era evidentemente difícil hacerlo patas arriba, movió la cabeza a modo de afirmación.
-Por favor, siéntese -rogó mamá.
-Es del todo correcto ser mutilado -apuntó enérgicamente la abuela-. Pero usted es un maligno -dijo al hombre de los sueños-. Sabe cosas que no tiene derecho a saber. Conocía mi sueño -comunicó a Herr Theobald, como si le estuviera informando de un robo ocurrido en su habitación.
-Es un «poco» maligno, lo sé -admitió Theobald-. ¡Pero no siempre! Además, cada vez se comporta mejor. No puede evitar saber lo que sabe.
-Sólo estaba tratando de que usted viera claro -dijo el hombre de los sueños a la abuela-. Creí que le haría bien. A fin de cuentas, su marido murió hace mucho tiempo y ya es hora de que deje de estar tan afectada por ese sueño. Usted no es la única persona que lo ha tenido.
-¡Basta! -exclamó la abuela.
-Bueno, tiene que saberlo -insistió el hombre de los sueños.
-No, cállate, por favor -le pidió Herr Theobald.
-Pertenezco al departamento de turismo -anunció papá, probablemente porque no se le ocurrió otra cosa.
-¡Caray! -exclamó Herr Theobald, impresionado.
-Theobald no tiene la culpa -intervino el cantante-. La culpa es nuestra. Es bondadoso con nosotros, aunque le cueste la reputación.
-Se casaron con mi hermana -dijo Theobald-. Son de la familia, ¿comprenden? ¿Qué puedo hacer?
-¿Se casaron con su hermana? -se extrañó mamá.
-Bueno, primero se casó conmigo -dijo el cantante.
-Nunca estuvo casada con el otro -explicó Theobald y todos miraron compasivamente el hombre que sólo podía caminar con las manos.
-En otros tiempos hacían un número de circo, pero la política les creó problemas.
-Éramos los mejores de Hungría -se jactó el cantante-. ¿Oyeron hablar del circo Szolnok?
-No, lo siento pero no lo hemos oído nombrar -respondió papá seriamente.
-Actuamos en Miskolc, en Szeged, en Debrecen -informó el hombre de los sueños.
-Dos veces en Szeged -aclaró el cantante.
-Habríamos llegado a Budapest de no haber sido por los rusos! - agregó el hombre que caminaba con las manos.
-¡Sí, fueron los rusos quienes le extirparon las espinillas! -dijo el hombre de los sueños.
-Di la verdad -sugirió el cantante-. Nació sin espinillas. Pero es cierto que no pudimos entendernos con los rusos.
-Intentaron meter preso al oso -dijo el hombre de los sueños.
-Di la verdad -insistió Theobald.
-Les quitamos a su hermana de las manos -dijo el hombre que caminaba con las manos.
-En consecuencia, tengo que alojarlos -explicó Herr Theobald-, y ellos trabajan todo cuanto pueden. Pero ¿quién se interesa por su espectáculo en este país? Es algo específicamente húngaro. Aquí no hay tradición de osos en bicicletas de una rueda. Además, los sueños no significan nada para nosotros, los vieneses.
-Di la verdad -le interrumpió el hombre de los sueños-. Eso se debe a que he contado los sueños que no debía. Trabajábamos en un club nocturno de la Kärntnerstrasse, pero nos despidieron.
-Nunca tendrías que haber contado aquel sueño -se lamentó el cantante.
-¡También fue responsabilidad de tu mujer! -le acusó el hombre de los sueños.
-Por aquel entonces era tu mujer -aclaró el cantante.
-Por favor, basta -imploró Theobald.
-Nos dedicamos a hacer funciones para niños enfermos -prosiguió el hombre de los sueños-. Visitamos algunos de los hospitales estatales, especialmente en Navidad.
-Si hicierais algo más con el oso... -sugirió Herr Theobald.
-De eso habla con tu hermana -intervino la abuela-. Para mí, todo eso es espantoso.
-Por favor, querida señora -dijo Herr Theobald-, sólo queríamos demostrarles que no teníamos intención de molestarles. Corren tiempos difíciles. Necesito la clasificación B para atraer a más turistas y no puedo, desde el fondo de mi alma, echar a los del circo Szolnok.
-Desde el fondo del alma, su culo -exclamó el hombre de los sueños-. Le tiene miedo a la hermana. Ni sueña con echarnos.
-¡Si lo soñara lo sabrías! -gritó el hombre que caminaba con las manos.
-Le tengo miedo al oso -se quejó Herr Theobald-. Esta bestia hace todo lo que ella dice.
-No le llames bestia, llámalo él -dijo el hombre que caminaba con las manos-. Es un oso muy fino y jamás ha hecho daño a nadie. Sabes perfectamente bien que no tiene garras..., ni muchos de los clientes.
-Al pobrecillo le cuesta comer -reconoció Herr Theobald-. Es bastante viejo y está cansado.
Miré por encima del hombro de papá y vi que escribía en su gigantesco bloc: «Un oso deprimido y un circo en paro. La familia se centra en la hermana».
En ese momento vi que la mujer atendía a su oso en la acera. Era por la mañana temprano, y la calle no estaba demasiado concurrida. En cumplimiento de la ley, tenía al oso sujeto con una correa, pero ése era un control simbólico. Con su deslumbrante turbante rojo, la mujer iba y venía por la acera, siguiendo los apáticos movimientos del oso en su vehículo. El animal pedaleaba de parquímetro en parquímetro y a aveces apoyaba una pata en uno de ellos para dar la vuelta. Evidentemente era muy hábil con aquél vehículo, pero también estaba claro que era un callejón sin salida para él. Obviamente, el oso sabía que no podía ir muy lejos pedaleando.
-Ahora tendría que hacerlo entrar -se impacientó Herr Theobald-. La gente de la pastelería de al laod de la queja -nos dijo-. Dicen que el oso espanta a sus clientes.
-¡Ese oso atrae a los clientes! -intervino el hombre que caminaba con las manos.
-Atrae a algunos y espanta a otros -aclaró el hombre de los sueños y se volvió repentinamente sombrío, como si su profundidad le hubiera deprimido.
Pero estábamos tan absorbidos por las bufonadas de los del circo Szolnok que habíamos descuidado a la vieja Johanna. Cuando mi madre descubrió que la abuela lloraba en silencio, me pidió que fuera a buscar el coche.
-Ha sido demasiado para ella -le susurró mi padre a Herr Theobald.
Los del circo Szolnok parecieron avergonzados de sí mismos.
En la acera, el oso pedaleó en mi dirección y me alcanzó las llaves; el coche estaba aparcado junto al bordillo.
-No a todos les gusta que les den las llaves de esa manera -recriminó Herr Theobald a su hermana.
-Pensé que a él le gustaría -dijo la mujer y me revolvió el pelo.
La hermana de Herr Theobald era atractiva como una camarera de club nocturno, lo que significa que era más atractiva por la noche; a la luz del día vi que era más vieja que su hermano y también que sus maridos, y con el tiempo, supuse, dejaría de ser amante y hermana y se convertiría en madre de todos. Ya lo era del oso.
-Ven aquí -ordenó al oso.
Duna pedaleó indolentemente sin moverse de su lugar, apoyado en un parquímetro. Lamió la superficie del cristal del contador. La mujer tiró de la correa. Él le clavó la mirada. Ella volvió a tirar. Con insolencia, el oso volvió a pedalear, primero hacia atrás y luego hacia delante. parecía interesado al ver que tenía público. Comenzó a exhibirse.
-No intentes nada -le ordenó la mujer.
Pero el oso pedaleó cada vez más rápido, avanzando y retrocediendo, serpenteando y virando entre los parquímetros; la hermana tuvo que soltar la correa.
-¡Duna, basta! -gritó, pero el oso ya estaba fuera de control.
Duna dejó que la rueda pasara demasiado cerca del bordillo y el vehículo le arrojó violentamente contra el parachoques de un auto aparcado. Se sentó en la acera con el vehículo a su lado; era evidente que no estaba herido, pero parecía anonadado y nadie rió.
-¡Oh Duna! -le regañó tiernamente su ama, que se arcercó al bordillo y se agachó junto a él-.Duna, Duna... -repitió su nombre cariñosamente.
El oso sacudió su enorme cabeza y no quiso mirarla. Tenía saliva sobre la piel cercana a la boca y la mujer se la limpió con la mano. Duna apartó la mano con una pata.
-¡Vuelvan! -nos gritó Herr Theobald con tono desdichado mientras subíamos al coche.
Mamá se sentó con los ojos cerrados y empezó a frotarse las cienes con los dedos; de esta forma no parecía oír nada de lo que decíamos. Afirmaba que era su única defensa durante los viajes con tan pendenciera familia.
No quise informar sobre la cuestión habitual respecto al cuentakilómetros del coche, pero vi que papá trataba de mantener el orden y la serenidad; tenía el gigantesco bloc extendido sobre el regazo, como si acabáramos de concluir una investigación de trámite.
-¿Qué nos dice el cuentakilómetros? -me apremió.
-Alguien ha recorrido treinta y cinco kilómetros -informé.
-Ese oso espantoso ha estado aquí -declaró la abuela-. Hay pelos de esa bestia en el asiento trasero, lo huelo.
-Yo no huelo nada -aseguró papá.
-¡Y el perfume de esa gitana del turbante! -insistió la abuela-. Flota cerca del techo del coche.
Papá y yo olfateamos. Mamá continuó frotándose las sienes. En el suelo, junto a los pedales del freno y del embrague, vi algunos mondadientes de color menta, de los que el cantante húngaro tenía la costumbre de llevar como una cicatriz en la comisura de los labios. No los mencioné. Era suficiente imaginarlos a todos... paseando por la ciudad en nuestro coche. El cantante conducía, el hombre que caminaba con las manos iba a su lado, saludando por la ventanilla con los pies. En el asiento de atrás, separando al hombre de los sueños de su ex esposa -frotando con la enorme cabeza el tapizado del techo y las magulladas patas apoyadas en su propio regazo-, iba el viejo oso, desgarbado como un borracho indefenso.
-Esa pobre gente... -comentó mamá, con los ojos todavía cerrados.
-Mentirosos y delincuentes -opinó la abuela-. Visionarios y refugiados con animales agotados.
-Se esforzaron, pero no lograron nada -se apenó papá.
-Estarían mejor en un zoológico -observó Johanna.
-Yo lo he pasado muy bien -dijo Robo.
-Es difícil salir de la clase C -reflexioné.
-Han caído más allá de la Z -dictaminó Johanna-. Han desaparecido del alfabeto humano.
-Opino que esto exige una carta -concluyó mamá.
Papá levantó la mano -como si fuera a impartirnos la bendición- y todos guardamos silencio. Estaba escribiendo en su bloc y no quería que le molestaran. Su expresión era grave. Yo sabía que la abuela confiaba en su veredicto. mamá sabía que era inútil discutir. Robo ya se había aburrido. Conduje a través de las callejuelas; cogí la Spiegelglasse en dirección a la Lobkowitgzplatz. La Spiegelglasse es tan estrecha que es posible ver el reflejo del coche en los escaparates de las tiendas y sentí que nuestros movimientos a través de Viena se superponían en un truco de cámara cinematográfica, como si estuviéramos haciendo un viaje de cuento de hadas por una ciudad de juguete.
Cuando la abuela se quedó dormida en el coche, mamá comentó:
-No creo que en este caso un cambio de categoría importe demasiado, en un sentido u otro.
-No -coincidió papá-, no demasiado.
Tenían razón, pero pasarían muchos años antes de que yo visitara la pensión Grillparzer otra vez.
Cuando la abuela murió -repentinamente, mientras dormía-. mamá anunció que estaba harta de viajar. La verdadera razón, sin embargo, era que había empezado a verse acosada por el sueño de Johanna.
-Los caballos están tan delgados -me dijo una vez-. Siempre supe que tenían que estar delgados, pero no tanto. Y los soldados..., sabía que eran desdichados, pero no tanto.
Papá renuncio a su puesto en el departamento de turismo y encontró un trabajo en una agencia de detectives local, especializada en hoteles y grandes tiendas. Para él era un trabajo satisfactorio, aunque se negaba a trabajar durante las Pascuas: opinaba que a la gente debía permitírsele robar un poco esas fechas.
Me pareció que mis padres se apaciguaban a medida que envejecían y sentí que eran realmente felices cerca del final. Sé que la fuerza del sueño de la abuela se atenuó gracias al mundo real y, concretamente, por lo que le ocurrió a Robo. Iba a una escuela privada, donde le querían mucho, pero le mató una bomba casera en su primera año de universidad. Ni siquiera era un «político». En su última carta a mis padres, escribió: «Se exagera la importancia de las facciones revolucionarias entre los estudiantes. Y la comida es execrable». Al terminar la carta, Robo fue a su clase de historia y el aula voló en pedazos.
Tras la muerte de mis padres, dejé de fumar y empecé a viajar otra vez. Llevé a mi segunda esposa a la pensión Grillparzer. Con la primera nunca llegué a Viena.
La Grillparzer no había mantenido demasiado tiempo la clasificación B de papá, y cuando regresé a ella, estaba fuera de toda categoría. La hermana de Herr Theobald regentaba la pensión. Había desaparecido su atractivo de mujer de bandera y, en su lugar, sólo quedaba el cinismo asexuado propio de algunas tías vírgenes. Tenía un cuerpo informe y se había teñido el pelo de una especie de color bronce, de modo que su cabeza parecía un estropajo de cobre de los que se usan para fregar cacerolas. No me recordaba, y mis preguntas despertaron sus sospechas. Como yo parecía saber tanto acerca de sus antiguos socios, probablemente temía que fuera policía.
El cantante húngaro no estaba allí: otra mujer se había estremecido al oír su voz. Al hombre de los sueños se lo habían llevado... a una institución. Sus propios sueños se habían convertido en pesadillas y todas las noches despertaba a los huéspedes de la pensión con sus horripilantes aullidos. Su retiro del sórdido alojamiento, dijo la hermana de Herr Theobald, fue casi simultáneo a la pérdida de la categoría B.
Herr Theobald había muerto. Tras llevarse las manos al corazón, había caído en el vestíbulo una noche en que se aventuró a investigar lo que creía era un ladrón. Sólo se trataba deDuna, el oso revoltoso, que iba vestido con el traje de rayas del hombre de los sueños. La hermana de Theobald no me explicó por qué había vestido así al oso, pero el impacto producido por el taciturno animal pedaleando en su vehículo con las ropas del lunático fue suficiente para que Herr Theobald muriera de miedo.
El hombre que sólo podía caminar con las manos también había sufrido graves contratiempos. Se había enganchado el reloj de pulsera en el rastrillo de una escalera mecánica y no logró saltar; la corbata- que rara vez usaba porque arrastraba por el suelo cuando andaba- se atascó bajo la parrilla del peldaño del extremo de la escalera y murió estrangulado. Detrás de él se formó una fila de personas que marchaban en su lugar dando un paso atrás, dejando que la escalera los llevara hacia delante y retrocediendo otro paso. Transcurrió un rato hasta que alguien tuvo el valor de pasar por encima de él. El mundo tiene muchos mecanismos crueles, sin propósito deliberado, que no han sido diseñados para personas que caminan con las manos.
Después, me contó la hermana de Theobald, la pensión Grillparzer pasó de la categoría C a otra mucho peor. Como el peso de la dirección cayó sobre ella, tuvo mucho menos tiempo para dedicar a Duna, y el oso se volvió senil e indecente. En una ocasión intimidó a un cartero y lo obligó a bajar una escalera de mármol a un ritmo tan veloz que el hombre cayó y se rompió la cadera; el cartero denunció la agresión y se puso en vigor una antigua ordenanza que prohibía la permanencia de animales sueltos en lugares abiertos al público.Duna fue desterrado de la pensión Grillparzer.
La hermana de Theobald mantuvo al oso durante un tiempo en una jaula del patio del edificio, pero se burlaban de él perros y niños, y desde los apartamentos que daban al patio le arrojaban comida (y cosas peores) a la jaula. Se volvió insoportable y taimado; mientras fingía dormir se comió más de un gato. Luego le envenenaron dos veces y empezó a tener miedo a comer en tan peligroso entorno. No hubo otra posibilidad que regalarlo al Schönbrunn Zoo, pero hubo incluso dudas en cuanto a su aceptación. Estaba desdentado y enfermo -tal vez era contagioso- y el haber sido tratado como un ser humano durante tanto tiempo no le había preparado para el ritmo más apacible de la vida en el zoológico.
El hecho de dormir al aire libre en el patio de la pensión Grillparzer había avivado su reumatismo e incluso su única habilidad, la de pedalear en aquel vehículo, fue irrecuperable. La primera vez que lo intentó en el zoológico se cayó. Alguien rió. Cuando alguien se reía de algo que hacía Duna, me explicó la hermana de Theobald, aquél jamás volvía a hacerlo. Finalmente se convirtió en una especie de caso de caridad en el Schönbrunn, donde murió apenas dos meses después de ingresar. La hermana de Theobald opinaba que Duna había muerto de humillación: como consecuencia de una erupción que se extendió por su pecho, tuvieron que afeitarle. Un oso afeitado, dijo un empleado del zoológico, es humillado a muerte.
en el frío patio del edificio observé la jaula vacía del oso. Los pájaros no habían dejado una sola semilla, pero en un rincón de la jaula asomaba un montículo informe de excrementos petrificados del oso, como un vacío de vida e incluso de olor, como los cadáveres capturados por el holocausto de Pompeya. no pude dejar de pensar en Robo: del oso quedaban más restos.
En el coche me sentí aún más deprimido al comprobar que no había un solo kilómetro de más: nadie lo había conducido en secreto. Ya no había nadie allí que se tomara libertades.
-Cuando estemos a buena distancia de tu preciosa pensión Grillparzer -me dijo mi segunda esposa-, me gustaría que me dijeras por qué me has llevado a un lugar tan sórdido.
-Es una larga historia -repliqué.
Estaba pensando que había notado una curiosa falta de entusiasmo o de amargura en el informe que del mundo hizo la hermana de Theobald. En su relato privava lo chato -que uno relaciona con un cuentista que acepta los finales desdichados-, como si su propia vida y la de sus compañeros nunca hubieran sido exóticas para ella, como si siempre hubieran estado representando una obra absurda y condenada de antemano, en un esfuerzo para la nueva clasificación.