Me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna esperanza de que las cosas se arreglaran, ningún sentimiento de culpa por el desastre. La conocí como se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como a una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura.
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