Cuéntase que en los montes Tai-Pei
había una vez un monje
Que se mantenía en el aire,
flotando como un perfume
A trescientos pies
bajo el cielo.
Cierta vez, se ocultó
con sus escrituras
en la cima central
Y rara vez fue visto por los que oían
el tañer de su campanilla.
Con su bastón metálico una vez
separó a dos tigres
que se peleaban a muerte;
El bastón descansa ahora
junto a la ventana.
Bajo su lecho hay un cántaro
que encierra un dragón.
Su vestidura era de hojas y hierbas;
sus orejas caían sobre los hombros [1];
Y el pelo de las cejas
le cubría los ojos.
Nadie conocía su edad. Pero los verdes
pinos por él plantados
No lo podían ceñir diez brazos.
Su mente era tan clara
como el fluir de un río.
Su persona, cual las nubes,
no conocía el bien ni el mal.
Cierta vez un anciano de Shang Shan
se encontró con él;
Pero yo no he podido hallar
la senda que conduce
a tan inaccesibles alturas.
Este monje desconocido
vive aún en los montes Tai-Pei.
Los paisanos no lo conocen:
en vano escudriñan
el fundente cielo azul.
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