Le pregunté qué edad creía que yo tenía. Dijo que sesenta aunque sabía que yo no tenía esa edad. ¿Tan mal estoy?, le pregunté. Peor que mal, dijo. ¿Y tú te crees que estás mejor?, le dije. ¿Y si estás mejor por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿Te has vuelto loco? ¿Y por qué me hablas sin que venga a cuento del comisario Damián Valle? ¿Él todavía es comisario? ¿Él no ha cambiado? Dijo que algo había cambiado, pero que seguía siendo un hijo de puta de mucho cuidado. ¿Todavía es comisario? Como si lo fuera, dijo. Si te quiere hacer daño te hará daño, esté jubilado o muriéndose en el hospital. ¿Y por qué tiemblas?, le dije después de pensar unos minutos. Tengo frío, mintió, y además me duelen los dientes. No me hables más de don Damián, le dije. ¿Es que yo soy amigo de ese madero? ¿Es que me junto con esbirros? No, dijo. Pues no me hables más de él. Durante un rato estuvo meditando. No sé en qué meditaría. Luego me dio un mendrugo de pan. Estaba duro y le dije que si comía esos manjares no me extrañaba que le dolieran los dientes. En el manicomio comíamos mejor, le dije, y eso es mucho decir. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo. ¿Sabe alguien que estás aquí? ¡Pues entonces, albricias! Ahueca antes de que se enteren. No saludes a nadie. No despegues la vista del suelo y vete lo antes posible. Pero no me fui de inmediato. Me puse en cuclillas delante del viejo y traté de pensar en los buenos tiempos. Tenía la mente en blanco. Creí que algo se quemaba dentro de mi cabeza. El viejo, a mi lado, se arrebujó con una manta y movió las mandíbulas como si masticara, aunque no tenía nada en la boca. Recordé los años en el manicomio, las inyecciones, las sesiones de manguera, las cuerdas con que ataban a muchos por la noche. Vi otra vez aquellas camas tan curiosas que se ponían de pie mediante un ingenio de poleas. Sólo al cabo de cinco años me enteré para qué servían. Los internos las llamaban camas americanas. ¿Puede un ser humano acostumbrado a dormir en posición horizontal hacerlo en posición vertical? Puede. Al principio es difícil. Pero si lo atan bien, puede. Las camas americanas servían para eso, para que uno durmiera tanto en posición horizontal como en posición vertical. Y su función no era, como pensé cuando las vi por primera vez, castigar a los internos, sino evitar que estos murieran ahogados por sus propios vómitos. Por supuesto, había internos que hablaban con las camas americanas. Las trataban de usted. Les contaban cosas íntimas. También había internos que les temían. Algunos decían que tal cama le había guiñado un ojo. Otro que tal otra lo había violado. ¿Que una cama te dio por el culo? ¡Pues estás jodido, tío! Se decía que las camas americanas, de noche, recorrían muy erguidas los pasillos y se iban a conversar, todas juntas, al refectorio, y que hablaban en inglés, y que a estas reuniones iban todas, las vacías y las que no estaban vacías, y, por supuesto, quienes contaban estas historias eran los internos que por una u otra causa las noches de reunión permanecían atados a ellas. Por lo demás, la vida en el manicomio era muy silenciosa. En algunas zonas vedadas se oían gritos. Pero nadie se acercaba a esas zonas ni abría la puerta ni aplicaba el ojo a la cerradura. La casa era silenciosa, el parque, que cuidaban dos jardineros que también estaban locos y que no podían salir, aunque estaban menos locos que los demás, era silencioso, la carretera que se veía a través de los pinos y los álamos era silenciosa, incluso nuestros pensamientos discurrían en medio de un silencio que asustaba. La vida, según como se la mirara, era regalada. A veces nos mirábamos y nos sentíamos privilegiados. Somos locos, somos inocentes. Sólo la espera, cuando uno esperaba algo, enturbiaba esa sensación. La mayoría, sin embargo, mataba la espera enculando a los más débiles o dejándose encular. ¿Lo hice yo?, decíamos. ¿Verdaderamente lo hice yo? Y luego sonreíamos y pasábamos a otro asunto. Los doctores, los señores facultativos, no se enteraban de nada, y los enfermeros y auxiliares, mientras no les causáramos problemas a ellos, hacían la vista gorda. En más de una ocasión se nos fue la mano. ¡El hombre es un animal!. Eso pensaba a veces. En el centro de mi cerebro se materializaba eso. Sobre eso reflexionaba y reflexionaba hasta que la mente se quedaba en blanco. A veces, al principio, oía como cables entrelazados. Cables de electricidad o serpientes. Pero por lo general, más a medida que el tiempo me alejaba de aquellas escenas, la mente se quedaba en blanco: sin ruidos, sin imágenes, sin palabras, sin rompeolas de palabras. De todas maneras yo nunca me he creído más listo que nadie. Nunca he expuesto mi inteligencia con soberbia. Si hubiera ido a la escuela ahora sería abogado o juez. ¡O inventor de una cama americana mejor que las camas americanas del manicomio! Tengo palabras, eso lo admito humildemente. No hago alarde de ello. Y así como tengo palabras tengo silencio. Soy silencioso como un gato, me lo dijo el viejo cuando él ya era viejo pero yo todavía era un chaval. No nací aquí. Según el viejo nací en Zaragoza y mi madre, por necesidad, se vino a vivir a esta ciudad. A mí me da igual una ciudad que otra. Aquí, si no hubiera sido pobre, habría podido estudiar. ¡No importa! Aprendí a leer. ¡Suficiente! Más vale no hablar más del tema. También aquí hubiera podido casarme. Conocí a una chica que se llamaba, no me acuerdo, tenía un nombre como todas las mujeres y en algún momento hubiera podido casarme con ella. Luego conocí a otra chica, mayor que yo y, como yo, extranjera, del sur, de Andalucía o Murcia, una guarra que nunca estaba de buen humor. Con ella también hubiera podido formar una familia, tener un hogar, pero yo estaba destinado a otros fines y la guarra también. La ciudad, a veces, me ahogaba. Demasiado pequeña. Me sentía como si estuviera encerrado en un crucigrama. Por aquella época empecé, sin más dilaciones, a pedir en las puertas de las iglesias. Llegaba a las diez de la mañana y me instalaba en las escalinatas de la catedral o subía a la iglesia de San Jeremías, en la calle José Antonio, o a la iglesia de Santa Bárbara, que era mi iglesia favorita, en la calle Salamanca, y a veces, incluso, cuando me instalaba en las escalinatas de la iglesia de Santa Bárbara, antes de iniciar mi jornada de trabajo, entraba a misa de diez y oraba con todas mis fuerzas, que era como reírse en silencio, reír, reír, feliz de la vida, y a más oraba más me reía, que era la forma en que mi naturaleza se dejaba penetrar por lo divino, y esa risa no era una falta de respeto ni era la risa de un descreído, sino todo lo contrario, era la risa atronadora de una oveja trémula ante su Creador. Después me confesaba, contaba mis desdichas y mis vicisitudes, y luego comulgaba y finalmente, antes de volver a la escalinata, me detenía unos segundos ante la imagen de Santa Bárbara. ¿Por qué siempre estaba acompañada por un pavo real y por una torre? Un pavo real y una torre. ¿Qué significaba?. Una tarde se lo pregunté al cura. ¿Cómo es que te interesan estas cosas?, me preguntó a su vez. No lo sé padre, por curiosidad, le respondí. ¿Sabes que la curiosidad es una mala costumbre?, dijo. Lo sé, padre, pero mi curiosidad es sana, yo siempre le rezo a Santa Bárbara. Haces bien, hijo, dijo el cura, Santa Bárbara tiene buena mano con los pobres, tú sigue rezándole. Pero lo que yo quiero es saber lo del pavo real y la torre, dije yo. El pavo real, dijo el cura, es símbolo de inmortalidad. La torre tiene tres ventanas, ¿lo has notado? Pues las ventanas están puestas en la torre para representar las palabras de la santa, que dijo que la luz entró en ella o iluminó su casa por las ventanas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Lo entiendes?. No tengo estudios, padre, pero tengo juicio y sé discernir, le respondí. Después me iba a ocupar mi lugar, el lugar que me pertenecía, y pedía hasta que la iglesia cerraba las puertas. En la palma de la mano siempre me dejaba una moneda. Las otras, en el bolsillo. Y aguantaba el hambre aunque viera a otros comer pan o trozos de salchichón y queso. Yo pensaba. Pensaba y estudiaba sin moverme de las escalinatas. Así supe que el padre de Santa Bárbara, un señor poderoso llamado Dióscuro, la hizo encerrar en una torre, es decir la encarceló, debido a los pretendientes que la acosaban. Y supe que Santa Bárbara antes de entrar en la torre se bautizó a sí misma con las aguas de un estanque o de un regadío o de una pileta donde los campesinos almacenaban el agua de la lluvia. Y supe que escapó de la torre, la torre de las tres ventanas por donde entró la luz, pero fue detenida y llevada ante el juez. Y el juez la condenó a muerte. Todo lo que enseñan los curas está frío. Es sopa fría. Infusión fría. Mantas que no calientan durante el crudo invierno. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo sin dejar de mover los carrillos. Como si comiera pipas. Consíguete una ropa que te haga invisible y lárgate antes de que se entere el comisario. Metí la mano en el bolsillo y, sin sacarla, conté mis monedas. Había empezado a nevar. Le dije adiós al viejo y salí a la calle. Caminé sin rumbo. Sin un plan preconcebido. Desde la calle Corona observé la iglesia de Santa Bárbara. Recé un poco. Santa Bárbara, apiádate de mí, dije. Tenía el brazo izquierdo dormido. Tenía hambre. Tenía ganas de morirme. Pero no para siempre. Tal vez sólo tenía ganas de dormir. Me castañeteaban los dientes. Santa Bárbara, ten piedad de tu servidor. Cuando la decapitaron, quiero decir cuando le cortaron la cabeza a Santa Bárbara, cayó un rayo del cielo que fulminó a sus verdugos. ¿También al juez que la condenó? ¿También a su padre que la encerró? Cayó un rayo y antes se oyó el estampido de un trueno. O al revés. Auténtico. Dios mío, Dios mío, Dios mío. No me acerqué más. Me contenté con ver la iglesia desde lejos y luego eché a caminar hasta un bar donde en mis tiempos se comía barato. No lo encontré. Entré en una panadería y compré una barra de pan. Después salté una tapia y me lo comí a salvo de miradas indiscretas. Sé que está prohibido saltar tapias y comer en jardines abandonados o en casas derruidas, por la propia seguridad del infractor. Te puede caer una viga encima, me dijo el comisario Damián Valle. Además, es propiedad privada. Está hecho mierda, criadero de arañas y ratas, pero sigue siendo, hasta el fin de los días, propiedad privada. Y te puede caer una viga encima de la cabeza y destrozarte ese cráneo privilegiado, me dijo el comisario Damián Valle. Después de comer salté la tapia y estuve otra vez en la calle. De pronto, me sentí triste. No sé si era la nieve o qué. Comer, últimamente, me produce desconsuelo. Cuando como no estoy triste, pero después de comer, sentado sobre un ladrillo, mirando caer los copos de nieve sobre el jardín abandonado, no sé. Desconsuelo y congoja. Así que me palmeé las piernas y eché a andar. Las calles empezaron a vaciarse. Durante un rato estuve mirando aparadores. Pero era mentira. Lo que hacía era buscar mi imagen en las vitrinas, en los ventanales. Después se acabaron los ventanales y sólo había escaleras. Agaché la cabeza y subí. Luego una calle. Luego la parroquia de la Concepción. Luego la iglesia de San Bernardo. Luego las murallas y más allá la fortaleza. No se veía ni un alma. Estaba en el cerro del Moro. Recordé las palabras del viejo: vete, vete, que no te pillen otra vez, desgraciado. Todo el mal que hice. Santa Bárbara, apiádate de mí, apiádate de tu pobre hijo. Recordé que por aquellas callejuelas vivía una mujer. Decidí visitarla, pedirle un plato de sopa, un suéter viejo que ya no quisiera, algo de dinero para comprar un billete de tren. ¿Dónde vivía esta mujer? Me metí en callejas cada vez más estrechas. Vi un portalón y golpeé. No abrió nadie. Empujé el portalón y accedí a un patio. A alguien se le había olvidado recoger la colada y ahora la nieve caía sobre la ropa de colores amarillentos. Me abrí paso por entre camisas y calzoncillos y llegué a una puerta con una aldaba de bronce que parecía un puño. Acaricié la aldaba pero no llamé. Empujé la puerta. Afuera empezaba a oscurecer a toda prisa. Tenía la mente en blanco. Los copos de nieve chisporroteaban. Avancé. No recordaba ese pasillo, no recordaba el nombre de la mujer, era una guarra, buena persona, injusta aunque le dolía, no recordaba esa oscuridad, esa torre sin ventanas. Pero entonces vi una puerta y me colé sigilosamente. Era una especie de almacén de granos, con sacos apilados hasta el techo. En un rincón había una cama. Tendido en la cama vi a un niño. Estaba desnudo y tiritaba. Saqué mi navaja del bolsillo. Sentado a una mesa vi a un fraile. La capucha le velaba el rostro, que tenía inclinado, absorto en la lectura de un misal. ¿Por qué el niño estaba desnudo? ¿Es que no había en aquella habitación ni una manta? ¿Por qué el fraile leía su misal en vez de arrodillarse y pedir perdón? Todo se tuerce en algún momento. El fraile me miró, dijo algo, le respondí. No se me acerque, dije. Después le clavé la navaja. Los dos nos quejamos hasta que él se quedó quieto. Pero yo tenía que asegurarme y se la volví a clavar. Después maté al niño. ¡Rápido, por Dios! Después me senté en la cama y tirité durante un rato. Basta. Era necesario irse. Tenía la ropa manchada de sangre. Busqué en los bolsillos del fraile y encontré dinero. En la mesa había unos boniatos. Me comí uno. Bueno y dulce. Abrí, mientras me comía el boniato, un armario. Sacos de cebolla y patatas. Pero colgando en el perchero había un hábito limpio. Me desnudé. Qué frío hacía. Después de revisar cada bolsillo, para no dejar pruebas incriminatorias, puse mi ropa en un saco, incluidos los zapatos y me até el saco a la cintura. Jódete, Damián Valle. En ese momento me di cuenta de que estaba dejando marcadas mis pisadas por toda la habitación. Tenía las plantas llenas de sangre. Durante un rato, sin dejar de moverme, las observé con atención. Me entraron ganas de reír. Eran huellas bailadoras. Huellas de San Vito. Huellas que no iban a ninguna parte. Pero yo sabía adónde ir. Todo estaba oscuro, menos la nieve. Empecé a bajar del cerro del Moro. Iba descalzo y hacía frío. Mis pies se enterraban en la nieve y a cada paso que daba la sangre se iba despegando de mi piel. Al cabo de unos metros me di cuenta de que alguien me seguía. ¿Un policía? No me importó. Ellos gobernaban la tierra, pero yo sabía en ese momento, mientras caminaba por la nieve luminosa, que el jefe era yo. Dejé atrás el cerro del Moro, en el plan la nieve era aún más alta, crucé un puente, vi de reojo, con la cabeza gacha, la sombra de una estatua ecuestre. Mi perseguidor era un adolescente gordo y feo. ¿Quién era yo? Eso no importaba nada. Me despedí de todo lo que iba viendo. Era emocionante. Aceleré el paso para entrar en calor. Crucé el puente y fue como si cruzara el túnel del tiempo. Hubiera podido matar al chaval, obligarlo a seguirme hasta un callejón y allí pincharlo hasta que la palmara. ¿Pero para qué? Seguramente era el hijo de una puta del cerro del Moro y jamás diría nada. En los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos, les eché agua, borré las manchas de sangre. Tenía los pies dormidos. Despertad. Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarme su destino.
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