A través de imágenes difusas, tanteando la frontera, un territorio gris y lánguido, un
hiato de miasmas de bostezos y pozos de sueño intermitente, Lee se enteró de que aquel
joven yonqui que estaba allí, en su habitación, a las diez de la mañana, volvía de pasar
dos meses en Córcega haciendo pesca submarina y descolgándose de la droga...
«Ha venido a exhibir su cuerpo nuevecito», decidió Lee con el escalofrío del
despertar sin droga. Sabía que estaba viendo — ah, sí, Miguel, gracias— los últimos tres
meses sentado en el Metropol completamente pasado ante un relámpago rancio,
amarillo ya, que envenenaría a un gato dos horas después, y decidió que el esfuerzo
necesario para ver a Miguel a las diez de la mañana era más que suficiente sin necesidad
de añadir la tarea intolerable de corregir un error («¿Qué es esto, una puta granja?»), lo
que fijaría la imagen presente de Miguel en territorios mucho más frecuentados, como
un objeto demasiado grande, incómodo, que no cabe en la maleta.
—Estás estupendamente —dijo Lee, borrando con una servilleta sobada e
indiferente los signos más evidentes de disgusto, mientras descubre en la cara de Miguel
el rezumo gris de la droga, los surcos de la miseria, como si hombre y vestido hubieran
deambulado años y años por los callejones del tiempo sin una sola estación espacial en
la que reposar...
«Además, cuando pudiera corregir el error... Lázaro vuelve a casa... Paga a tu
Hombre y vuélvete... ¿Para qué voy a querer ver tu vieja carne hipotecada?»
—Bueno, es estupendo que te hayas descolgado... Me alegro mucho por ti —Miguel
nadaba por la habitación arponeando peces con la mano...
—Cuando estás allí abajo no piensas nunca en el caballo.
—Estás mucho mejor así —dijo Lee, acariciando distraídamente una cicatriz de
aguja en el dorso de la mano de Miguel, siguiendo las arrugas y dibujos de la carne
blanda, púrpura, con un lento movimiento sinuoso.
Miguel se rascó el dorso de la mano... Miró por la ventana... Su cuerpo se
estremecía con pequeños movimientos, galvanizados a medida que se van encendiendo
los conductos de la droga... Lee seguía sentado, esperando.
—Nadie se vuelve a enganchar por una esnifada, chico.
—Sé lo que hago.
—Eso dicen todos.
Miguel cogió la lima de las uñas. Lee cerró los ojos.
—Es demasiado aburrido.
—Hum, gracias, fue fabuloso —los pantalones de Miguel cayeron hasta los tobillos.
Quedó allí de pie bajo su cobertura de carne informe que pasaba del marrón al verde, se
hacía incolora, a la luz de la mañana, se desprendía a goterones sobre el suelo.
Los ojos de Lee se movieron en la materia de su cara... Un leve destello frío, gris...
—Limpia eso —dijo—. Ya hay bastante porquería sin ello.
Lee quitó de en medio el paquete de heroína.
Lee vivía permanentemente en estado de tercer día de carencia con, naturalmente,
ciertos intervalos para alimentar los fuegos que ardían en su materia gelatinosa amarillorosa-
castaño y mantenían a distancia la carne que acecha. Al principio su carne era
simplemente blanda, pero tan blanda que las partículas de polvo, las corrientes de aire o
el roce de un abrigo la rajaban hasta el hueso, si bien el contacto directo con puertas o
sillas no parecía causarle molestia alguna. Una carne blanda, titubeante, en la que las
heridas no cicatrizaban... Largos tentáculos, blandos, fungosos, se enroscaban en torno a
los huesos desnudos. Un olor mohoso a testículos atrofiados envolvía su cuerpo en un
velo de pelusa gris...
La primera vez que tuvo una infección grave, el termómetro se puso a hervir y
disparó una bala de mercurio que se alojó en el cerebro de la enfermera, que cayó
muerta con un grito desgarrador. El médico echó una ojeada y cerró de un portazo las
puertas de acero de la esperanza. Luego ordenó que el lecho ardiente y su ocupante
fueran expulsados inmediatamente del recinto del hospital.
—¡Seguro que puede hacerse su propia penicilina! —rugió.
Pero la infección quemó el moho... Lee vivía ahora en grados de transparencia
variables... No era exactamente invisible, sino más bien, difícil de ver. Su presencia
apenas atraía la atención... La gente lo ocultaba con un proyecto o lo desechaba como
un reflejo, una sombra: «Algún juego de luces o un anuncio de neón. »
Lee sintió los primeros temblores sísmicos de una vieja amiga, la Quemadura Fría.
Empujó al Espíritu de Miguel hacia la puerta con un tentáculo amable pero firme.
—¡Dios mío! —dijo Miguel—, ¡tengo que irme! —Y salió corriendo.
Del resplandeciente núcleo de Lee brotaron llamaradas de histamina rosa que
cubrieron su periferia descarnada. (Era una habitación a prueba de incendios, con las
paredes de hierro salpicadas de ampollas y cráteres lunares.) Se saltó el régimen y se
metió un fije doble.
Decidió ir a visitar a un colega, Joe el Inútil, que se había quedado enganchado a
raíz de un ataque de bang-utot en Honolulú.
(Nota: Bang-utot, literalmente «gemir e intentar levantarse... ». La muerte se
produce en el transcurso de una pesadilla... La enfermedad se registra entre varones
originarios del sudeste de Asia... En Manila se cuentan unos doce casos mortales de
bang-utot al año.
Un individuo que sobrevivió declaró que «un hombrecito» sentado sobre su pecho
le asfixiaba.
Las víctimas saben casi siempre que van a morir, manifiestan el temor de que sus
penes les penetren en el cuerpo y les maten. En algunos casos se aferran al pene en un
estado de histeria aguda y chillan pidiendo ayuda por si el pene se escapa y les atraviesa
el cuerpo. Las erecciones involuntarias, como las que se producen durante el sueño con
toda normalidad, son consideradas especialmente peligrosas y susceptibles de originar
un ataque fatal... Un hombre se montó un invento del tebeo para evitar las erecciones
durante el sueño. Y se murió de bang-utot.
Una detenida autopsia de las víctimas del bang-utot no ha revelado ninguna razón
orgánica para sus muertes. Son frecuentes las señales de estrangulación [¿qué las
provoca?]; a veces ligeras hemorragias en páncreas y pulmones, insuficientes para
provocar la muerte y también de origen desconocido. El autor considera que la causa de
la muerte puede estar en un desplazamiento de la energía sexual que determinaría la
erección de los pulmones y la consiguiente estrangulación... [Véase el artículo del
doctor Nils Larsen, Los hombres del sueño mortal, en el Saturday Evening Post, del 3
de diciembre de 1955. También un texto de Erle Stanley Gardner en la revista True. ])
El Inútil vivía bajo un terror permanente a las erecciones, con lo cual su cuelgue
crecía y crecía. (Nota: es un hecho bien conocido y sabido, es un hecho notorio, manido
y repetido hasta el aburrimiento, que todos los que se enganchan a causa de una
enfermedad cualquiera, se verán obsequiados, durante los períodos de escasez o
privación [esa cosa tan divertida, ya sabes], con una cuenta que crece en progresión
geométrica, escandalosamente hinchada.)
El electrodo conectado a uno de sus testículos dio un leve chispazo y el Inútil se
despertó al olor de carne quemada y alargó el brazo hacia una jeringa cargada. Adoptó
una postura fetal y se introdujo la aguja en la columna vertebral. La sacó con una cuenta
que crece en progresión geométrica, escandalosamente hinchada.
Estoy delante de una farmacia esperando las nueve, hora de abrir. Dos chicos árabes
arrastran unos cubos de basura hasta la puerta de madera alta y robusta, en una pared
encalada. Polvo salpicado de orina ante la puerta. Uno de los chicos se inclina para
empujar los pesados cubos, los pantalones marcan un culo joven, esbelto. Me mira con
la mirada neutra y apacible de un animal. Me despierto sobresaltado, como si el
muchacho fuera real y me hubiera perdido la cita que tenía con él esta tarde.
—Esperamos compensaciones adicionales —dice el Inspector en una entrevista con
este Reportero—. De lo contrario —el Inspector eleva una pierna con un típico gesto
nórdico—, el descompresor, ¿verdad? Aunque quizá podamos suministrar la cámara de
descompresión adecuada.
El Inspector se desabrocha la bragueta y empieza a buscarse ladillas, y se pone un
ungüento que lleva en un tarrito de cerámica. Está claro que la entrevista ha terminado.
—¿No se irá usted, verdad? —exclama—. Bien, como dijo un juez a otro juez: «Sé
justo, y si no puedes ser justo, sé arbitrario. »
»Lamento no poder observar las obscenidades acostumbradas. —Levanta la mano
derecha, cubierta de un apestoso ungüento amarillo.
Nuestro Reportero se abalanza para estrechar la mano pringosa entre las suyas.
—Ha sido un placer, Inspector, un placer inimaginable —dice quitándose los
guantes y haciéndolos una pelota que arroja a la papelera—. A cuenta de la empresa —
sonríe.
hiato de miasmas de bostezos y pozos de sueño intermitente, Lee se enteró de que aquel
joven yonqui que estaba allí, en su habitación, a las diez de la mañana, volvía de pasar
dos meses en Córcega haciendo pesca submarina y descolgándose de la droga...
«Ha venido a exhibir su cuerpo nuevecito», decidió Lee con el escalofrío del
despertar sin droga. Sabía que estaba viendo — ah, sí, Miguel, gracias— los últimos tres
meses sentado en el Metropol completamente pasado ante un relámpago rancio,
amarillo ya, que envenenaría a un gato dos horas después, y decidió que el esfuerzo
necesario para ver a Miguel a las diez de la mañana era más que suficiente sin necesidad
de añadir la tarea intolerable de corregir un error («¿Qué es esto, una puta granja?»), lo
que fijaría la imagen presente de Miguel en territorios mucho más frecuentados, como
un objeto demasiado grande, incómodo, que no cabe en la maleta.
—Estás estupendamente —dijo Lee, borrando con una servilleta sobada e
indiferente los signos más evidentes de disgusto, mientras descubre en la cara de Miguel
el rezumo gris de la droga, los surcos de la miseria, como si hombre y vestido hubieran
deambulado años y años por los callejones del tiempo sin una sola estación espacial en
la que reposar...
«Además, cuando pudiera corregir el error... Lázaro vuelve a casa... Paga a tu
Hombre y vuélvete... ¿Para qué voy a querer ver tu vieja carne hipotecada?»
—Bueno, es estupendo que te hayas descolgado... Me alegro mucho por ti —Miguel
nadaba por la habitación arponeando peces con la mano...
—Cuando estás allí abajo no piensas nunca en el caballo.
—Estás mucho mejor así —dijo Lee, acariciando distraídamente una cicatriz de
aguja en el dorso de la mano de Miguel, siguiendo las arrugas y dibujos de la carne
blanda, púrpura, con un lento movimiento sinuoso.
Miguel se rascó el dorso de la mano... Miró por la ventana... Su cuerpo se
estremecía con pequeños movimientos, galvanizados a medida que se van encendiendo
los conductos de la droga... Lee seguía sentado, esperando.
—Nadie se vuelve a enganchar por una esnifada, chico.
—Sé lo que hago.
—Eso dicen todos.
Miguel cogió la lima de las uñas. Lee cerró los ojos.
—Es demasiado aburrido.
—Hum, gracias, fue fabuloso —los pantalones de Miguel cayeron hasta los tobillos.
Quedó allí de pie bajo su cobertura de carne informe que pasaba del marrón al verde, se
hacía incolora, a la luz de la mañana, se desprendía a goterones sobre el suelo.
Los ojos de Lee se movieron en la materia de su cara... Un leve destello frío, gris...
—Limpia eso —dijo—. Ya hay bastante porquería sin ello.
Lee quitó de en medio el paquete de heroína.
Lee vivía permanentemente en estado de tercer día de carencia con, naturalmente,
ciertos intervalos para alimentar los fuegos que ardían en su materia gelatinosa amarillorosa-
castaño y mantenían a distancia la carne que acecha. Al principio su carne era
simplemente blanda, pero tan blanda que las partículas de polvo, las corrientes de aire o
el roce de un abrigo la rajaban hasta el hueso, si bien el contacto directo con puertas o
sillas no parecía causarle molestia alguna. Una carne blanda, titubeante, en la que las
heridas no cicatrizaban... Largos tentáculos, blandos, fungosos, se enroscaban en torno a
los huesos desnudos. Un olor mohoso a testículos atrofiados envolvía su cuerpo en un
velo de pelusa gris...
La primera vez que tuvo una infección grave, el termómetro se puso a hervir y
disparó una bala de mercurio que se alojó en el cerebro de la enfermera, que cayó
muerta con un grito desgarrador. El médico echó una ojeada y cerró de un portazo las
puertas de acero de la esperanza. Luego ordenó que el lecho ardiente y su ocupante
fueran expulsados inmediatamente del recinto del hospital.
—¡Seguro que puede hacerse su propia penicilina! —rugió.
Pero la infección quemó el moho... Lee vivía ahora en grados de transparencia
variables... No era exactamente invisible, sino más bien, difícil de ver. Su presencia
apenas atraía la atención... La gente lo ocultaba con un proyecto o lo desechaba como
un reflejo, una sombra: «Algún juego de luces o un anuncio de neón. »
Lee sintió los primeros temblores sísmicos de una vieja amiga, la Quemadura Fría.
Empujó al Espíritu de Miguel hacia la puerta con un tentáculo amable pero firme.
—¡Dios mío! —dijo Miguel—, ¡tengo que irme! —Y salió corriendo.
Del resplandeciente núcleo de Lee brotaron llamaradas de histamina rosa que
cubrieron su periferia descarnada. (Era una habitación a prueba de incendios, con las
paredes de hierro salpicadas de ampollas y cráteres lunares.) Se saltó el régimen y se
metió un fije doble.
Decidió ir a visitar a un colega, Joe el Inútil, que se había quedado enganchado a
raíz de un ataque de bang-utot en Honolulú.
(Nota: Bang-utot, literalmente «gemir e intentar levantarse... ». La muerte se
produce en el transcurso de una pesadilla... La enfermedad se registra entre varones
originarios del sudeste de Asia... En Manila se cuentan unos doce casos mortales de
bang-utot al año.
Un individuo que sobrevivió declaró que «un hombrecito» sentado sobre su pecho
le asfixiaba.
Las víctimas saben casi siempre que van a morir, manifiestan el temor de que sus
penes les penetren en el cuerpo y les maten. En algunos casos se aferran al pene en un
estado de histeria aguda y chillan pidiendo ayuda por si el pene se escapa y les atraviesa
el cuerpo. Las erecciones involuntarias, como las que se producen durante el sueño con
toda normalidad, son consideradas especialmente peligrosas y susceptibles de originar
un ataque fatal... Un hombre se montó un invento del tebeo para evitar las erecciones
durante el sueño. Y se murió de bang-utot.
Una detenida autopsia de las víctimas del bang-utot no ha revelado ninguna razón
orgánica para sus muertes. Son frecuentes las señales de estrangulación [¿qué las
provoca?]; a veces ligeras hemorragias en páncreas y pulmones, insuficientes para
provocar la muerte y también de origen desconocido. El autor considera que la causa de
la muerte puede estar en un desplazamiento de la energía sexual que determinaría la
erección de los pulmones y la consiguiente estrangulación... [Véase el artículo del
doctor Nils Larsen, Los hombres del sueño mortal, en el Saturday Evening Post, del 3
de diciembre de 1955. También un texto de Erle Stanley Gardner en la revista True. ])
El Inútil vivía bajo un terror permanente a las erecciones, con lo cual su cuelgue
crecía y crecía. (Nota: es un hecho bien conocido y sabido, es un hecho notorio, manido
y repetido hasta el aburrimiento, que todos los que se enganchan a causa de una
enfermedad cualquiera, se verán obsequiados, durante los períodos de escasez o
privación [esa cosa tan divertida, ya sabes], con una cuenta que crece en progresión
geométrica, escandalosamente hinchada.)
El electrodo conectado a uno de sus testículos dio un leve chispazo y el Inútil se
despertó al olor de carne quemada y alargó el brazo hacia una jeringa cargada. Adoptó
una postura fetal y se introdujo la aguja en la columna vertebral. La sacó con una cuenta
que crece en progresión geométrica, escandalosamente hinchada.
Estoy delante de una farmacia esperando las nueve, hora de abrir. Dos chicos árabes
arrastran unos cubos de basura hasta la puerta de madera alta y robusta, en una pared
encalada. Polvo salpicado de orina ante la puerta. Uno de los chicos se inclina para
empujar los pesados cubos, los pantalones marcan un culo joven, esbelto. Me mira con
la mirada neutra y apacible de un animal. Me despierto sobresaltado, como si el
muchacho fuera real y me hubiera perdido la cita que tenía con él esta tarde.
—Esperamos compensaciones adicionales —dice el Inspector en una entrevista con
este Reportero—. De lo contrario —el Inspector eleva una pierna con un típico gesto
nórdico—, el descompresor, ¿verdad? Aunque quizá podamos suministrar la cámara de
descompresión adecuada.
El Inspector se desabrocha la bragueta y empieza a buscarse ladillas, y se pone un
ungüento que lleva en un tarrito de cerámica. Está claro que la entrevista ha terminado.
—¿No se irá usted, verdad? —exclama—. Bien, como dijo un juez a otro juez: «Sé
justo, y si no puedes ser justo, sé arbitrario. »
»Lamento no poder observar las obscenidades acostumbradas. —Levanta la mano
derecha, cubierta de un apestoso ungüento amarillo.
Nuestro Reportero se abalanza para estrechar la mano pringosa entre las suyas.
—Ha sido un placer, Inspector, un placer inimaginable —dice quitándose los
guantes y haciéndolos una pelota que arroja a la papelera—. A cuenta de la empresa —
sonríe.