La tarde clara y los niños tendidos sobre el asfalto, jugando a los héroes y las doncellas; sustraídos del aroma putrefacto del mundo. Ellos veían una rosa, yo veía un gesto más en el inexpresivo rostro de la tragedia humana.
Desde el cristal observaba las correrías de los niños; desde el cristal que callaba una historia de sodomía y caramelos. Desde hacía dos años - a partir de mis siete - Patricia -quién, para desgracia suya y mía, me concibió - me dejaba bajo la tutela de Leonel, un hombre de dos lenguas y cuatro brazos - homosexual y pederasta -. Con el tiempo, el dolor que me producían las penetraciones había disminuido, o quizás tan sólo mi interés en él; las sesiones en el sofá o en el "cuarto de juegos" eran ya un platillo repugnante pero común, al que no podía dar más que rodeos.
Los niños jugaban a las doncellas y a los héroes, yo, acercándome con cuidado al escritorio de Leonel, pedí permiso para jugar con ellos, un "sí, sí, no me molestes" fue mi escape de aquél mundo de santos y captores. Nunca antes había jugado con ellos, por lo que no supe hacer otra cosa que observarlos.
El más grande de ellos acababa de ser "mortalmente herido" por uno de los jugadores más bajos, el malvado de la historia. Rápidamente uno de ellos tomaba por las manos a una niña con un vaso de cristal entre las manos y la llevaba con el "muerto"; un breve gesto de rociarle con el "elíxir" en el vaso bastó para que éste regresase a la vida y continuase luchando. La escena se repetiría un par de veces más a lo largo del encuentro.
Yo, no sabiendo que hacer, me tendí en el suelo y esperé, y esperé, lánguido y ardiendo en deseos por ser "resucitado". La tarde avanzó con rapidez, yo me rehusaba a cansarme o a quedarme dormido, debía esperar, esperar y seguramente... en cualquier momento.. sí, sí en cualquier momento...
Mis manos y mis pies se entumecieron con el frío, la cabeza me daba vueltas y entre adormilado escuché a Leonel llamándome. No respondí. Nuevamente aquél llamado al dolor y a la vergüenza. No respondí. Un brazo me levantó en vilo y cargó conmigo hasta su casa. La tarde había desaparecido y con ella los niños en la calle.
Leonel cerró con llave y me condujo al "cuarto de juegos", se bajó los pantalones y, ante su miembro erecto, comprendí que los muertos no resucitan, que la esperanza era un juego de niños borrachos por las imágenes del cinescopio, comprendí, en fin, que yo estaba muerto en vida...
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