31/10/09

Poema sexto (creacion)


Proposiciones de Prometeo


Y la tierra estaba desordenada y vacía,
y las tinieblas estaban sobre la haz
del abismo, y el espíritu de Dios empollaba
sobre la haz de las aguas.
El Génesis, 1-2




I


Altas proposiciones de lo estéril
por cuyo rastro voy sangrando a media altura
y buscándome,
palpándome,
por detrás de la rosa edificada,
sobre lo que no tiene orilla ni regreso
y es, como lo descubierto recobrado
que acaba el que siga y me revele.


Me apoyo en ti,
clima desenterrado de lo estéril
para fundar el aire de la gracia y el asombro;
y el metaloide aciago y desmentido,
primero en rama llega,
y luego en flor el metaloide oscuro,
y en fruto de sabor martirizado,
baja junto a la lengua enajenada,
pasa de mano en mano hasta la altura.


Porque no es lo posible lo seguro
sino lo que inseguro se doblega,
lo que hay que abrir y sojuzgar por dentro,
y es como polvo en cantidad de sombra.


Porque el fruto no es puerto
sin rumbo entre las aguas,
sino estación secreta de la carne;
íntima paz de cotidiana guerra
donde reposa el vientre silvestre y revestido
de accidentes geológicos y espesos.


Y la alegría purísima,
la honda grace presente y madurada,
que rebota hasta el fondo de la sangre,
que hace correr y madrugar en pájaros,
y equivocarse de pecho y ponerse,
como ciertas flores
un corazón de pana en la mañana.


La alegría de caer en inocencia de sí mismo
y disfrutarse junto a otras criaturas
en el descubrimiento de su nombre,
madrugando de pecho para arriba
donde los alimentos perseveran
hallados para el cielo.


II
Y será como el árbol plantado
junto a arroyos de aguas,
que da su fruto en su tiempo,
y su hoja no cae; y todo lo que
hace, prosperará.
Salmo 1-3


Al borde estoy de herirme y escucharme
ahora que le propongo al polvo una ecuación
para el deslizamiento de la garganta,


Ahora que inauguro mi regreso
junto a mi pequeñez iluminada,


Ahora que me busco revelada
y transida en otros nombres,


Cuando por mí descienden y se agrupan
anchas temperaturas matinales,


Y han gran fiesta cerval en los caminos.


III
Pasa mi corazón
con su pastosa identidad doliente.


Mi aliento transitivo que enarbolo
y el niño cuyos pasos me prolongan.


Pero la sangre está ya en marcha,
repercute,
hacia un país recóndito y anclado,
entre pasados hierros con nombre de muchacho,
y extensos materiales fuera del pulso mío.


La sangre está ya en marcha
hacia una parte mía donde llego de pronto,
y me conoce el pecho en que tropiezo,
y mis extensas, pálidas, boreales coronarias.


El cuerpo es ya contagio de azucena,
estación de la rama y su eficacia;
palacio solitario en cuya orilla
crece el suelo y afluye entre rebaños
y entre sueños secretos y pacíficos.


IV
Puede pasar mi pecho errante,
mi instantáneo cabello
y mi atroz rapidez que no me alcanza,


Pero se ha vuelto inaugural
mi peso de habitante recobrado.
Y aires de nacimiento me convocan,


¡Ah, feliz muchedumbre de huesos en reposo!


Refluyen a mi forma y se congregan
los elementos suaves y terrestres
y la pulpa negada y transcurrida.


Los pájaros me cambian
a traslados mayores del sonido,


Y la tierra a empujones de llanura.


Al borde estoy de herirme y escucharme
ahora que me lleno de retoños y párpados tranquilos,


Cuando tengo costumbre de nacer
donde bajan los huesos temporales,


Cuando me llamo para mí, callada,
y alguien que no soy yo ya recuerda,


Sollozante y sangrando a media altura,
sobre lo detenido
descubierto
y recobrado.

30/10/09

La insoportable levedad del ser (fragmento)







"Sintió en su boca el suave olor de la fiebre y lo aspiro como si quisiera llenarse de las intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó que ya llevaba muchos años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo la clara sensación que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se acostaría a su lado y querría morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió en ese momento la cara en la almohada junto a la cabeza de ella y permaneció así durante mucho tiempo...




Y le dio pena que en una situación como aquella, en la que un hombre de verdad sería capaz de tomar inmediatamente una decisión, él dudase, privando así de su significado al momento mas hermoso que había vivido jamás (estaba arrodillado junto a su cama y pensaba que no podría sobrevivir a su muerte). Se enfadó consigo mismo, pero luego se le ocurrió que en realidad era bastante natural que no supiera que quería: El hombre nunca puede saber que debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores.


No existe posibilidad alguna de comprobar cual de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero que valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro.




(...)Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz.
La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada. Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.




(...)La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes."

25/10/09

Los nueve monstruos



Y, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora, voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.

Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
Jamás tanta cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal

y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.


Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rosseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,

el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas

a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un gritos


El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás, de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente

a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar...


Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más).
Y también de resultas

del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardido¹!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombre humanos,
hay, hermanos, muchísimo qué hacer!

¿Donde?





¿Me extravié en la fiebre?
¿Detrás de las sonrisas?
¿Entre los alfileres?
¿En la duda?
¿En el rezo?
¿En medio de la herrumbre?
¿Asomado a la angustia, al engaño, a lo verde?...


No estaba junto al llanto,
junto a lo despiadado,
por encima del asco,
adherido a la ausencia,
mezclado a la ceniza,
al horror, al delirio.


No estaba con mi sombra,
no estaba con mis gestos,
más allá de las normas,
más allá del misterio,
en el fondo del sueño,
del eco, del olvido.
No estaba.

¡Estoy seguro! No estaba.







El amante (Fragmento)







" Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo. La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud. Su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado. (...)Entre los dieciocho y veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto, ese envejecimiento fue brutal. Ví como se apoderaba de mis rasgos uno a uno... He conservado aquel rostro nuevo. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más por supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho... ha conservado los mismos contornos pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido... "




Fotografia: A. Merzbach

Sub-umbra





Traedme una caja
De negro nogal,
Y en ella dejadm
Por fin reposar.


De un lado mis sueños
De amor colocad,
Del otro mis ansias
De gloria inmortal;


La lira en mis manos
Piadosos dejad,
Y bajo la almohada
Mi hermoso ideal…


Ahora la tapa
Traed y clavad,
Clavadla, clavadla
Con fuerza tenaz,
Que nadie lo mío
Me lo pueda robar…!


Después una fosa
Bien honda cavad,
Tan honda, tan honda,
Que hasta ella jamás
Alcance el ruido
Del mundo llegar;

Bajadme a su fondo,
La tierra juntad,
Cubridme…y marchaos
Dejándome en paz.

Ni flores, ni losa,
Ni cruz funeral;
Y luego…olvidadme
Por siempre jamás!


Alegria



"No poseo nombre:
pero nací hace dos días."
¿Cómo te llamaré?
"Soy feliz.
Me llamo alegría."
¡Que el dulce júbilo sea contigo!


¡Bonita alegría!
Dulce alegría, de apenas dos días,
te llamo dulce alegría:
así tú sonríes,
mientras yo canto.
¡Que el dulce júbilo sea contigo!







Puna - 30/10/09

Expo + ruido


Fosiles de Futuros Lejanos 2009

Centro Fundacion Telefonica


Puna, en vivo:

Gerardo Flores + J.R.O'Connor + José A. Rodríguez










Astrophobos[LT1]




En los cielos nocturnos brillando,
Sobre abismos lejanos y etéreos,
Anhelante un día acechaba
Una seductora, luminosa estrella;
Cada atardecer surgía en el cielo
Brillando en el Carro Artico.


Místicas bellezas se fundían
En sus brillantes, dorados rayos;
Gozosas quimeras descendían
Con mezclas y olores a mirra,
Y unos sones de liras extendían
Dulces y suaves melodías.


Allí, pensé, imperaba el placer,
La libertad y la armonía;
A cada momento nacía un tesoro
Envuelto en flores de loto,
Y un líquido sonido salía
Del laúd de Israfel.


Allí, me dije, existían
Mundos de increíble felicidad,
Donde la inocencia y la paz
Coronaban el trono de la virtud;
Hombres de luces, sus pensamientos
Más puros y limpios que los nuestros.


Y entonces sentí pavor, pues la visión
Se tornó delirante y roja;
La esperanza se enmascaró de burla,
La belleza se cambió en fealdad;
Una algarabía de músicas chocaron,
Signos espectrales se entremezclaron.


Con delirantes colores ardió la estrella
Que antaño vislumbré tan bella;
Todo era triste, ya no había felicidad,
y en mis ojos destelló la verdad;
Un pandemonio salvaje desfiló
Ante mi enfebrecida visión.


Ahora conocía la diabólica fábula
Que portaba aquel dorado esplendor,
Ahora evitaba la tétrica luz
Que antaño admiré con fervor;
Y un miedo espantoso y mortal
¡Ha apresado mi alma por siempre jamás!


Nov. 21, 1917.

7/10/09

Aire Frio

Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.


Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.


El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.


Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado.


El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!


La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.


Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.


Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.


La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.


A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.


Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.


Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.


Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.


Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.


Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.


Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.


Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total.


Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.


Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.


La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.


Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.


Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.


En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.


Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía.


Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío.


El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.