28/5/12

Lord Byron







.


"Hay placer en los bosques sin senderos, hay éxtasis en una costa solitaria. Está la sociedad donde nadie se inmiscuye, por el océano profundo y la música con su rugido: No amo menos al hombre pero si más a la naturaleza."

22/5/12

La Muerte se escribe sola



La muerte se escribe sola
una raya negra es una raya blanca
el sol es un agujero en el cielo
la plenitud del ojo
fatigado cabrío
aprender a ver en el doblez

entresaca espulga trilla
estrella casa alga
madre madera mar
se escriben solos
en el hollín de la almohada

trozo de pan en el zaguán
abre la puerta
baja la escalera
el corazón se deshoja

la pobre niña sigue encerrada
en la torre de granizo
el oro el violeta el azul
enrejados

no se borran
no se borran
no se borran




19/5/12

de: Piedra Negra sobre Piedra Blanca



























Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

(...)
la soledad, la lluvia, los caminos...

Insomne





Hay algunas noches cuando
 El sueño juega tímido, Distante y desdeñoso.
Y todos los engaños que empleo para ganar
Sus servicios a mi lado
Son inútiles como orgullo herido
 Y mucho más doloroso.


Ancias de juventud





Play!




Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me - the smiths






Last night I dreamt
That somebody loved me
No hope, no harm
Just another false alarm

Last night I felt
Real arms around me
No hope, no harm
Just another false alarm

So, tell me how long
Before the last one ?
And tell me how long
Before the right one ?

The story is old - I KNOW
But it goes on


Oh, goes on
And on 




16/5/12

Der Himmel über Berlin (1987) /Download










































Der 
Himmel 

über Berlin
 (Wings of Desire)


















AÑO :
1987
DURACIÓN: 128 min.
PAÍS 
DIRECTOR: Wim Wenders
MÚSICA: Jürgen Knieper
FOTOGRAFÍA: Henri Alekan (B&W)
REPARTO: Bruno Ganz, Peter Falk, Solveig Dommartin, Otto Sander, Curt Bois, Hans Martin Stier,Elmar Wilms, Lajos Kovacs, Bruno Rosaz
GÉNERO: Drama. Fantástico




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Olivier Valsecchi
















15/5/12

El anillo




Es costumbre entre los indios del Perú intercambiar anillos al prometerse en matrimonio, anillos que hayan sido de su propiedad durante mucho tiempo y que, a veces, tienen forma de cadena. Un indio muy apuesto se enamoró de una peruana de ascendencia española, pero chocó con la violenta oposición de la familia de la muchacha. Los indios tenían fama de perezosos y degenerados, y se decía que producían hijos débiles e inestables, sobre todo si se casaban con personas de sangre española. A pesar de la oposición, los jóvenes celebraron con sus amigos la ceremonia de compromiso. El padre de la chica se presentó durante la fiesta y amenazó con que si alguna vez encontraba al indio llevando el anillo en forma de cadena que la muchacha le había dado, se lo arrancaría del dedo de la manera más sangrienta, y que si era necesario le cortaría el dedo. Este incidente estropeó la fiesta. Todo el mundo se fue a casa, y la joven pareja se separó prometiéndose encontrarse en secreto. Se encontraron una noche después de muchas dificultades, y se besaron con fervor, largamente. La mujer, exaltada por los besos, estaba dispuesta a entregarse, sintiendo que aquél podría ser su último momento de intimidad, ya que la ira de su padre iba día a día en aumento. Pero el indio estaba decidido a casarse y no quería poseerla en secreto. Entonces ella se dio cuenta de que no llevaba el anillo en el dedo. Le interrogó con los ojos. El le dijo al oído: –Lo llevo donde no puede ser visto, en un lugar en que me impedirá tomarte a ti o a cualquier otra mujer antes de que nos casemos. –No comprendo. ¿Dónde está el anillo? El indio tomó su mano y la condujo a cierto lugar entre sus piernas. Los dedos de la mujer dieron primero con el pene, y luego los guió hasta encontrar el anillo, en la base del miembro. Pero al sentir la mano de la muchacha, el pene se endureció y él lanzó un grito, pues el anillo le presionaba y le producía un dolor muy agudo. La mujer estuvo a punto de desmayarse de horror. Era como si quisiera matar y mutilar el deseo en sí mismo. Al propio tiempo, pensar en ese pene sujeto y rodeado por su anillo la excitaba sexualmente, y su cuerpo se tornó cálido y sensible a toda clase de fantasías eróticas. Continuó besándole, mas le rogó que se detuviera, pues le causaba un daño cada vez mayor. Pocos días más tarde, el indio sufría de nuevo terriblemente, pero no podía quitarse el anillo. Tuvo que venir el médico y extraérselo. La mujer fue a verlo y se declaró dispuesta a huir con él. Aceptó. Montaron a caballo y viajaron toda una noche, hasta llegar a un pueblo suficientemente lejano. Allí ocultó a su amada en una habitación y salió a buscar trabajo en una hacienda. La joven no debía abandonar su encierro hasta que su padre se cansara de buscarla. El único que sabía de su presencia era el vigilante nocturno del pueblo, un joven que había ayudado a esconderla. Desde la ventana, ella lo veía caminar arriba y abajo con un manojo de llaves, gritando: –¡La noche es clara y no hay novedad en el pueblo! http://www.librodot.com 3 Cuando alguien regresaba tarde a casa, batía palmas para llamar al vigilante. Este le abría la puerta. Mientras el indio estaba fuera, trabajando, el vigilante y la mujer charlaban inocentemente. Cierta vez le habló del crimen cometido en el pueblo poco tiempo antes. Los indios que abandonaban la montaña y, dejando su trabajo en las haciendas, se iban a la selva se volvían salvajes, como bestias. Sus rostros cambiaban, y sus figuras gentiles y nobles degeneraban en una tosquedad bestial. Semejante transformación se produjo precisamente en un indio que había sido el hombre más apuesto del pueblo: gracioso, discreto, con un extraño sentido del humor y una sensualidad reservada. Se fue a la selva y ganó dinero cazando. Pero sentía nostalgia. Volvió pobre y erraba sin domicilio. Nadie le reconoció ni se acordaba de él. Un día agarró a una muchachita en el camino y rasgó sus partes sexuales con el cuchillo de desollar animales. No la violó, pero tomó el cuchillo, se lo introdujo en el sexo y apretó. El pueblo entero andaba revuelto. No decidían cómo castigarle. Finalmente, se optó por exhumar una antigua práctica india. Le abrieron heridas en todo el cuerpo y luego se las cerraron con cera, mezclada con un ácido que los indios conocían y que, en contacto con heridas, duplicaba el dolor. Después fue apaleado hasta la muerte. Mientras el vigilante narraba esta historia a la mujer, su amante regresó del trabajo. La vio asomada a la ventana y mirando a aquel hombre. Subió precipitadamente a la habitación, y se presentó a la joven con el negro cabello sobre el rostro y los ojos relampagueantes de ira y celos. Empezó a vituperarla y a torturarla con preguntas y dudas. Desde el accidente con el anillo, su pene había quedado resentido. El acto sexual le producía dolor, por lo que no podía entregarse a la mujer con la frecuencia con que hubiera deseado. El miembro se le hinchaba y le dolía durante días. Tenía miedo de no dejar satisfecha a su amante, y de que ésta pudiera preferir a otro. Cuando vio al fornido vigilante hablar con la muchacha estuvo seguro de que tramaban algo a su espalda. Quiso lastimarla, pues deseaba hacerla sufrir de alguna forma, ya que él había sufrido por ella. La obligó a bajar a la bodega, donde bajo un techo de vigas los vinos se almacenaban en tinajas. Ató una soga a una de las vigas. La mujer creyó que iba a flagelarla. No entendía para qué preparaba una polea. Le ató las manos con la soga y empezó a tirar de ella hasta que el cuerpo de la mujer se izó en el aire y todo su peso colgó de sus muñecas, con gran dolor para la joven. Juró entre lágrimas que le había sido fiel, pero él estaba fuera de sí. Tiró de nuevo de la soga, y la muchacha se desmayó. Su amante recuperó el sentido. La cogió y comenzó a abrazarla y a acariciarla. Ella abrió los ojos y le sonrió. Había sido vencido por el deseo y se lanzó a satisfacerlo. Pensó que se resistiría, que después del dolor soportado estaría airada, pero no opuso resistencia. Continuó sonriéndole, y cuando él tocó su sexo lo encontró húmedo. La tomó con furia, y ella respondió con la misma exaltación. Fue la mejor noche que pasaron juntos, tendidos en el frío pavimento de la bodega, a obscuras.



13/5/12

El extranjero







‎-¿Qué amas más, di, hombre enigmático? ¿Tu padre, tu madre, tu hermana, tu hermano? 
     -No tengo ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. 
 -¿Tus amigos? -
      Usted emplea una palabra cuyo sentido me ha sido hasta ahora desconocido. 
 -¿Tu patria? 
    -Ignoro en que latitud se encuentre. 
 -¿La belleza? 
    -La amaría de buena gana, diosa e inmortal. 
 -¿El oro? 
     -Lo aborrezco tanto como usted execra a Dios. 
 -¿Entonces qué amas, extraordinario extranjero? 
    -Amo las nubes... las nubes que pasan... allá... ¡las maravillosas nubes! 









10/5/12

de: Tropico de Cancer




"Hacía pocos días que se había tomado de mí desesperadamente, y después ocurrió algo que ni siquiera está claro para mí ahora, y por su propia voluntad subió al tren y me volvió a mirar con esa sonrisa triste y enigmática que me desconcierta, que es injusta, forzada, de la que desconfío con toda mi alma. Y ahora soy yo, parado en la sombra del viaducto, quien tiendo los brazos hacia ella desesperadamente y en mis labios aparece esa misma sonrisa inexplicable, esa máscara que he colocado sobre mi pena. Puedo quedarme aquí parado y sonreír inexpresivamente, y por fervorosas que sean mis plegarias, por desesperado que sea mi anhelo, hay un océano entre nosotros..." 


8/5/12

Fall



Los Lanzallamas (Fragmento)

                                    

                                 
                                                                       TARDE Y NOCHE DEL DÍA
                                                                                                     VIERNES

EL HOMBRE NEUTRO



El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta murmurando:
—Sí… pero Lenin sabía adónde iba. Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remolino de insectos negros se combaba junto a la enredadera de la glorieta.
Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.
Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:
—El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…
Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se encaminó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto.
Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo examinó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el candado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:
—Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?
“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir
escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:
—Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… —efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero—. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…
El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere
hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.
Hipólita continuó:
—Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?
El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:
—¡Qué notable! ¿Quién le ha torcido la cola al gallo de la veleta? El viento no puede
ser… —bajó inmediatamente el tono de voz y preguntó—. ¿Erdosain?
“No me equivoqué”, pensó el Astrólogo. “Es la Coja”.
—¿Así que usted es amiga de Erdosain? ¿La esposa de Ergueta? Erdosain no está. Hará
diez minutos que salió. Es realmente un milagro que no se hayan encontrado.
—También usted a qué barrios viene a mudarse. La quinta me gusta. No puedo decir que no me guste. ¿Tiene mujeres, aquí?
El Astrólogo no quitó las manos de los bolsillos de su blusón. Engallada la cabeza, escuchaba a Hipólita, escrutándola con un guiño que le entrecerraba los párpados, como si filtrara a través de sus ojos las posibles intenciones de su visitante.
—¿Así que usted es amiga de Erdosain?
—Va la tercera vez que me lo pregunta. Sí, soy amiga de Erdosain… pero, ¡Dios mío!,
qué hombre desatento es usted. Hace tres horas que estoy parada, hablando, y todavía no me ha dicho: “Pase, ésta es su casa, tome asiento, sírvase una copita de coñac, quítese el sombrero”.
El Astrólogo cerró un párpado. En su rostro romboidal quedó abierto un ojo burlón. No le irritaba la extraña volubilidad de Hipólita. Comprendía que ella pretendía dominarlo. Además, hubiera jurado que en el bolsillo del tapado de la mujer ese relieve cilíndrico, como el de un carretel de hilo, era el tambor de un revólver. Replicó agriamente.
—¿Y por qué diablos yo la voy a hacer pasar a mi casa? ¿Quién es usted? Además, mi
coñac lo reservo para los amigos, no para los desconocidos.
Hipólita se llevó la mano al bolsillo de su tapado. “Allí tiene el revólver”, pensó el
Astrólogo. E insistió:
—Si usted fuera amiga mía… o una persona que me interesara…
—Por ejemplo, como Barsut, ¿no?
—Exactamente; si usted fuera una persona conocida como Barsut, la hacía pasar, y no sólo le ofrecía coñac, sino también algo más… Además, es ridículo que usted me esté hablando con la mano sobre el cabo de un revólver. Aquí no hay operadores cinematográficos, y ni usted ni yo representamos ningún drama.
—¿Sabe que es un cínico usted?
—Y usted una, charlatana. ¿Se puede saber lo que quiere?
Bajo la visera del sombrero verde, el rostro de Hipólita, bañado por el resplandor solar,
apareció más fino y enérgico que una mascarilla de cobre. Sus ojos examinaban irónicamente el rostro romboidal del Astrólogo, aunque se sentía dominada por él. Aquel hombre no “era tan fácil” como supusiera en un principio. Y la mirada de él fija, burlona, duramente inmóvil sobre sus ojos, le revisaba las intenciones, “pero con indiferencia”. El Astrólogo, sentándose a la orilla de un cantero, dijo:
—Si quiere acompañarme…
Apartando de las hierbas una rama seca, Hipólita se sentó. El Astrólogo continuó:
—Iba a decir que posiblemente, lo cual es un error… usted viene a extorsionarme, ¿no es así? Usted es la esposa de Ergueta. Necesita dinero y pensó en mí, como antes pensó en Erdosain y después pensará en el diablo. Muy bien.
Hipólita se sintió sobrecogida por una pequeña vergüenza. La sorprendían con las manos en la masa. El Astrólogo cortó una margarita silvestre y, despaciosamente, comenzó a desprender los pétalos, al tiempo que decía:
—Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… ya ve, hasta la margarita dice que no… —y
sin apartar los ojos del pistilo amarillo, continuó—. Pensó en mí porque necesitaba dinero.
¡Eh! ¿no es así? —la miró a hurtadillas, y arrancando otra margarita, continuó—. Todo en lavida es así.
Hipólita miraba encuriosada aquel rostro romboidal y cetrino, pensando al mismo tiempo:
“Sin duda alguna mis piernas están bien formadas”. En efecto, era curioso el contraste que ofrecían sus pantorrillas modeladas por medias grises, con la tierra negra y el verde borde del pasto. Una súbita simpatía le aproximó a Hipólita al alma, a la vida de ese hombre. Se dijo:
“Este no es un ‘gil1’, a pesar de sus ideas”, y con las uñas arrancó una escama negruzca del tronco de un árbol, cuya corteza parecía un blindaje de corcho agrietado.
—En realidad —continuó el Astrólogo—, nosotros somos camaradas. ¿No se ha fijado
qué notable? Antes hablaba usted sola, ahora yo. Nos turnamos como en un coro de tragedia griega; pero como le iba diciendo… somos camaradas. Si no me equivoco, usted antes de casarse ejerció voluntariamente la prostitución, y yo creo que voluntariamente soy un hombre antisocial. A mí me agradan mucho estas realidades… y el contacto con ladrones, macrós2, asesinos, locos y prostitutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida, no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanzó a la aventura.
Hipólita, con las cejas enarcadas, lo escuchaba sin contestar. Atraía su atención el
Desacostumbrado espectáculo del tumulto vegetal de la quinta. Innumerables troncos bajos aparecían envueltos en una lluvia verde, que el sol chapaba de oro en sus flancos vueltos al poniente.
Vastas nubes inmovilizaban ensenadas de mármol. Un macizo de pinos curvados, con
puntas dentadas como puñales javaneses, perforaba el quieto mar cerúleo. Más allá, algunos troncos sobrellevaban en su masa de pizarra gris, un oscuro planeta de ramajes emboscados.
El Astrólogo continuó:
—Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman “dreadnaughts”3, millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean al planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en este mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hospital, millones de criaturas que escriben sobre un cuaderno su lección. Y no le parece curioso este fenómeno. Tales trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilusión, ningún fin superior. ¿Qué le parece, amiga Hipólita? Piense que hay cientos de hombres que se mueven en este mismo minuto que le hablo, en derredor de las cadenas, que soportan un cañón candente… lo hacen con tanta indiferencia como si en vez de ser un cañón fuera un trozo de coraza para una fortaleza subterránea… —arrancó otra margarita, y desparramando los pétalos blancos continuó—. Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos; haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?
—¿Por qué dice usted esto? ¿Qué tiene que ver con mi visita? —y los ojos de Hipólita
chispearon maliciosamente.
El Astrólogo arrancó un puñado de hierba del lugar donde apoyaba la mano, se lo mostró a Hipólita, y dijo:
—Lo que estoy diciendo tiene un símil con este pasto. Lo otro son los hierbajos del alma.
Los llevamos adentro… hay que arrancarlos para dárselos de correr a las bestias que se nos acercan y envenenarles la vida. La gente indirectamente busca verdades. ¿Por qué no dárselas? Dígame, Hipólita, ¿usted ha viajado?
—He vivido en el campo un tiempo… con un amante.
—No… yo me refiero a si ha estado en Europa.
—No.
—Pues yo sí. He viajado, y de lujo. En vagones construidos con chapas de acero
esmaltadas de azul. En transatlánticos como palacios… —miró rápidamente de reojo a la mujer—. Y los construirán más lujosos aún. Barcos más fantásticos aún. Aviones más veloces. Vea, apretarán con un dedo un botón, y escucharán simultáneamente las músicas de las tierras distantes y verán bajo el agua, y adentro de la tierra, y no por eso serán un ápice más felices de lo que son hoy… ¿Se da cuenta usted?
Hipólita asintió, presa de malestar. Todo aquello era innegable, pero, ¿con qué objeto le comunicaban tales verdades? No se entra con placer a un arenal ardiente. El Astrólogo se encogió de hombros:
—¡Hum!… ya sé que esto no es agradable. Da frío en las espaldas, ¿no?… ¡Oh! hace años que me lo digo. Cierro los ojos y dejo caer mi alma desde cualquier ángulo. A veces como los periódicos. Mire el diario de hoy… —sacó una página de telegramas del bolsillo y leyó―. “En el Támesis se hundieron dos barcas. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los partidarios de Sacha Bakao. La ejecución se llevó a cabo atando a los reos a la boca de los cañones de una fortaleza en Kabul. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebú, Chile, se hundió un ballenero. En Franckfort, Kentucky, se entablarán demandas contra los perros que dañen al ganado. En Dakota se desplomó un puente. Hubo treinta víctimas. Al Capone y George Moran, bandidos de Chicago, han efectuado una alianza”. ¿Qué me dice usted? Todos los días así. Nuestro corazón no se emociona ya ante nada. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón. ¿Qué me dice usted? Estamos en el año 1929.
Hipólita cerró los ojos pensando: “En verdad ¿qué puedo decirle a este hombre? Tiene
razón, pero ¿acaso yo tengo la culpa?”. Además, sentía frío en los pies.
—¿Qué le pasa que se ha quedado tan callada? ¿Entiende lo que le digo?
—Sí, lo entiendo, y pienso que cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta de la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener. Usted me habla de catástrofes presentes, y yo me acuerdo de sufrimientos pasados; tengo la sensación de que me arrancaron el alma con una tenaza, la pusieron sobre un yunque y descargaron tantos martillazos, hasta dejármela aplastada por completo.
El Astrólogo sonrió imperceptiblemente y repuso:
—Y el alma se queda a ras de tierra, como si tratara de escapar de un bombardeo invisible.
Hipólita apretó los párpados. Sin poder explicarse el porqué, recuerda la época vivida con su amante en un pueblo de campo. El pueblo consistía en una calle recta. No tiene que hacer el más mínimo esfuerzo para distinguir la fachada del almacén, el hotel y la fonda; el almacén era de ramos generales. La tienda del turco, la carpintería, más allá un taller mecánico, cercos de corrales, vista al campo obstaculizada por unas tapias de ladrillos, galpones inmensos, gallinas picoteando restos de caseína frente a un tambo, un automóvil se detenía junto a la usina de gas pobre, una mujer con la cabeza cubierta con una toalla desaparecía detrás de un cerco. Ese era el campo. Las mujeres se valoraban allí por la hijuela heredada. Los hombres apeándose del Ford entraban al hotel. Hablaban de trigo y jugaban un partido al billar. Los criollos hambrientos no iban al hotel; ataban los caballos escuálidos en los postes torcidos quehabía frente a la fonda, como a la orilla del mar.
El Astrólogo la examinaba en silencio. Comprende que Hipólita se ha desplomado en el
pasado, atrapada por antiguas ligaduras de sufrimiento. Hipólita corre velozmente hacia una visión renovada: en el interior de ella se desenvuelve vertiginosamente la estación del ferrocarril, el desvío con un paragolpes en un terromontero verde; líneas de galpones de cinc resucitan ante sus ojos, se abandona a esta evocación y una voz dulcísima murmura en ella, como si estuviera narrando su recuerdo: “El viento movía el letrero de una peluquería, y el sol reverberaba en los techos inclinados y reventaba las tablas de todas las puertas. Cada rojiza puerta cerrada cubría un zaguán pintado imitación piedra, con mosaicos de tres colores. En cada una de esas casas, pintadas también imitación papel, había una sala con un piano y muebles cuidadosamente enfundados”.
—¿Piensa todavía usted?
Hipólita lo envolvió en una de sus miradas rápidas, luego:
—No sé por qué. Cuando usted habló de aquellas ciudades distantes, me acordé del campo donde había vivido un tiempo, triste y sola. ¿Por qué motivo no puede uno sustraerse a ciertos recuerdos? Reveía todo como en una fotografía…
—¿Sufrió mucho usted allí?
—Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.
—¿Por qué?
—Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las
primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terribles momentos de ese
campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bombachas
parados frente a un almacén de ladrillos colorados y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.
El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja
evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.
—Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de Buenos Aires, pero… ¡qué importa!, allí esos hombres y esas mujeres, hijos de italianos, de alemanes, de españoles, de rusos o de turcos, hablaban de dinero. Parecía que desde criaturas estaban acostumbrados a oír hablar del dinero. Al juzgar los hombres y sus pasiones, todos sus sentimientos los controlaba una sed de dinero. Jamás hablaban de la pasión sin asociarla al dinero. Juzgaban los casamientos y los noviazgos por el número de hectáreas que sumaban tales casamientos, por los quintales de trigo que duplicaban esos matrimonios, y yo, perdida entre ellos, sentía que mi vida agonizaba precozmente, peor que cuando vivía en el más incierto de los presentes de la ciudad. ¡Oh!, y era inútil querer
escaparse de la fatalidad del dinero.
Crepita el uik-uik de un pájaro invisible en lo verde. Una hormiga negra asciende por el
zapato de Hipólita. El Astrólogo sonríe sin apartar los ojos del semblante de Hipólita y
reflexiona.
—El dinero y la política es la única verdad para la gente de nuestro campo.
—Pero aquello ya era increíble. En la mesa, a la hora del té, cenando y después de cenar, hasta antes de acostarse, la palabra dinero venía a separar a las almas. Se hablaba del dinero a toda hora, en todo minuto; el dinero estaba ligado a los actos más insignificantes de la vida cotidiana; en el dinero pensaban las madres cuyos hijos deseaban que ellas se murieran de una vez para heredarlas, las muchachas antes de aceptar un novio pensaban en el dinero, los hombres, antes de escoger una mujer investigaban su hijuela, y en este pueblo horroroso, con su calle larga, yo me moví un tiempo como hipnotizada por la angustia.
—Siga… es interesante.
—Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con
piedad en mi supuesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?
El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama
del fósforo brillaba entre sus dedos.
—Es notable… ¿Nunca, nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?
—No, ¿por qué?
—He tenido la sensación de que usted estaba vaciando una angustia vieja frente a mí. —El Astrólogo se puso de pie—. Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.
—Sí… tengo los pies escarchados.
Caminaba ahora entre tumultuosos macizos ennegrecidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ramas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el nordeste, el cielo color de aceituna estaba rayado por inmensas sábanas de cobre.
Hipólita apoyó una mano en el brazo del Astrólogo y dijo:
—¿Quiere creerme? Hace mucho tiempo que no miro el cielo del crepúsculo.
El Astrólogo dirigió una despreocupada mirada al horizonte y repuso:
—Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso, si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: Unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplastando la verdad. El primer grupo está compuesto por artistas, intelectuales. El grupo de los que aplastan la verdad lo forman los comerciantes, industriales, militares y políticos. ¿Qué es la verdad?, me dirá usted. La Verdad es el Hombre.
El Hombre con su cuerpo. Los intelectuales, despreciando el cuerpo, han dicho: busquemos la verdad, y verdad la llaman a especular sobre abstracciones. Se han escrito libros sobre todas las cosas. Incluso sobre la psicología del que mira volar un mosquito. No se ría, que es así.
Hipólita miraba con curiosidad los troncos de los eucaliptos moteados como la piel de un leopardo, y otros de los que se desprendían tiras cárdenas como pelambre de león. Pequeñas palmeras solitarias entreabrían palmípedos conos verdes. Ramajes color de tabaco ponían en el aire sus brazos, de una tersa soltura, semejantes a la boa erecta en salto de ataque.
Proyectaban en el suelo encrucijadas de sombra, que ella pisaba cuidadosamente.
Cuando se movía el aire, las hojas voltejeaban oblicuamente en su caída. El Astrólogo
continuó:
—A su vez, comerciantes, militares, industriales y políticos aplastan la Verdad, es decir, el Cuerpo. En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas.
Para respirar necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pudrirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispensables tantos metros cuadrados de sol, y con ese criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo sufre. No sé si usted se da cuenta de lo que es el cuerpo. Usted tiene un diente en la boca, pero ese diente no existe en realidad para usted.
Usted sabe que tiene un diente, no por mirarlo; mirar no es comprender la existencia. Usted comprende que en su boca existe un diente porque el diente le proporciona dolor. Bueno, los intelectuales esquivan este dolor del nervio del cuerpo, que la civilización ha puesto al descubierto. Los artistas dicen: este nervio no es la vida; la vida es un hermoso rostro, un bello crepúsculo, una ingeniosa frase. Pero de ningún modo se acercan al dolor.
A su vez, los ingenieros y los políticos dicen: para que el nervio no duela son necesarios tantos estrictos metros cuadrados de sol, y tantos gramos de mentiras poéticas, de mentiras sociales, de narcóticos psicológicos, de mentiras noveladas, de esperanzas para dentro de un siglo… y el Cuerpo, el Hombre, la Verdad, sufren…, sufren, porque mediante el aburrimiento tienen la sensación de que existen como el diente podrido existe para nuestra sensibilidad cuando el aire toca el nervio.
»Para no sufrir habría que olvidarse del cuerpo; y el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive intensamente; cuando su sensibilidad, trabajando fuertemente, hace que vea en su cuerpo la verdad inferior que puede servir a la verdad superior. Aparentemente estaría en contradicción con lo que decía antes, pero no es así. Nuestra civilización se ha particularizado en hacer del cuerpo el fin, en vez del medio, y tanto lo han hecho fin, que el hombre siente su cuerpo y el dolor de su cuerpo, que es el aburrimiento.
»El remedio que ofrecen los intelectuales, el Conocimiento, es estúpido. Si usted conociera ahora todos los secretos de la mecánica o de la ingeniería y de la química, no sería un adarme más feliz de lo que es ahora. Porque esas ciencias no son las verdades de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo tiene otras verdades. Es en sí una verdad. Y la verdad, la verdad es el río que corre, la piedra que cae. El postulado de Newton… es la mentira. Aunque fuera verdad; ponga que el postulado de Newton es verdad. El postulado no es la piedra. Esa diferencia entre el objeto y la definición es la que hace inútil para nuestra vida las verdades o las mentiras de la ciencia. ¿Me comprende usted?
—Sí… lo comprendo perfectamente. Usted lo que quiere es ir hacia la revolución. Usted indirectamente me está diciendo: ¿quiere ayudarme a hacer la revolución? Y para evitar de entrar de lleno en materia, subdivide su tema…
El Astrólogo se echó a reír.
—Tiene usted razón. Es una gran mujer.
Hipólita levantó la mano hasta la mejilla del hombre y dijo:
—Quisiera ser suya. Súbitamente lo deseo mucho. ―El Astrólogo retrocedió―. Sería
muy feliz de serle infiel a mi esposo.
Él la midió de una mirada y sonriendo fríamente le contestó:
—Es notable lo que le sugieren mis reflexiones.
—El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido perfectamente todo lo que ha dicho usted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?
Una arruga terrible rayó la frente del Astrólogo. Durante un minuto Hipólita tuvo la sensación de que él la iba a estrangular; luego movió la cabeza, miró, a lo lejos, a una distancia que en la abombada claridad de sus pupilas debía ser infinita, y dijo secamente:
—Sí… su cuerpo en este momento es su verdad. Pero yo no la deseo a usted. Además, que no puedo poseer a ninguna mujer. Estoy castrado.
Entonces las palabras que ella le dijo a Erdosain esa noche nuevamente estallaron en su boca:
«Cómo, ¿vos también?… un gran dolor… Entonces somos iguales… Yo tampoco he sentido nada, nunca, junto a ningún hombre… y sos… el único hombre. ¡Qué vida!».
Calló, contemplando pensativa los elevadísimos abanicos de los eucaliptos. Abrían conos diamantinos, chapados de sol, sobre la combada cresta de la vegetación menos alta, oscurecida por la sombra y más triste que una caverna marítima.
El Astrólogo inclinó la frente como toro que va a embestir una valla. Luego, mirando a la altura de los árboles, se rascó la cabeza, y dijo:
—En realidad yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prostitutas. Todos somos iguales. Yo, Erdosain, el Buscador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley: los hombres que sufren llegan a conocer idénticas verdades. Hasta pueden decirlas casi con las mismas palabras, como los que tienen una misma enfermedad física, pueden, sepan leer y escribir o no, describirla con las mismas palabras cuando ésta se manifiesta en determinado grado.
—Pero usted cree en algo… tiene algún dios.
—No sé… Hace un momento sentí que la dulzura de Cristo estaba en mí. Cuando usted se ofreció a mí tuve deseos de decirle: Y vendrá Jesús… —se echó a reír. Hipólita tuvo miedo, pero él la tranquilizó poniéndole la mano en el hombro, al tiempo que decía—. Erdosain tiene razón cuando dice que los hombres se martirizan entre sí hasta el cansancio, si Jesús no viene otra vez a nosotros.
—¡Cómo!… ¿Y usted, tan inteligente, cree en Erdosain?…
—Y además lo respeto mucho. Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain
vive por muchos hombres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a quererlo usted?
Hipólita se echó a reír.
—No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se
quiere…
El Astrólogo movió la cabeza.
—Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…
—Usted sabe lo de la criatura en una plaza… —y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.
Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el Astrólogo, girando sobre los talones y rascándose la oreja, murmuró:
—Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pecados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?
—Sí…
—¿Usted venía a extorsionarme, no?
—Sí…
—¿Y ahora qué piensa hacer?
—Nada, irme.
Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un aeroplano que se desploma en un poco de aire.
El celeste del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes rojas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad submarina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misteriosa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminando en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y en el simple gesto de una mano hubiera consistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.
El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a modo de reflexión:
—Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de
una escalera…
Hipólita se tapó los oídos horrorizada.
—… y los testículos me estallaron como granadas…
Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un cigarro, y dijo:
—Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Venezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De manera que usted no debe avergonzarse de haberme ofrecido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bueno, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?
—¡Cómo! ¿No lo mataron?
—No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?
—No, le creo… le juro que le creo…
—Lo sé. También sé que el amor salvará a los hombres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debemos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contemplará nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos.
Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades angélicas.
—¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?
—No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras conversaba con usted se me ocurrió este proyecto: ofrecerle cinco mil pesos por su silencio, hacerle firmar un recibo en el cual usted,
Hipólita, reconocía haber recibido esa suma para no denunciar mi crimen, presentarle luego a Barsut, con ese documento inofensivo para mí, pero peligrosísimo para usted, ya que con él yo podía hacerla a usted encarcelar, convertirla en mi esclava; mas usted me ha dado la sensación de que es mi amiga… Dígame, ¿quiere ayudarme?
Ella, que caminaba mirando el pasto, levantó la cabeza:
—¿Y usted creerá en mí?
—En los únicos que creo es en los que no tienen nada que perder ―habían llegado ahora frente a la gradinata guarnecida de palmeras. El Astrólogo dijo—. ¿Quiere entrar?
Hipólita subió la escalera. Cuando el Astrólogo en el cuarto oscuro encendió la luz, ella se quedó observando encurioseada el armario antiguo, el mapa de Estados Unidos con las banderas clavadas en los territorios donde dominaba el Ku Klux Klan, el sillón forrado de terciopelo verde, el escritorio cubierto de compases, las telarañas colgando del altísimo techo.
El enmaderado del piso hacía mucho tiempo que no había sido encerado. El Astrólogo abrió el armario antiguo, extrajo de un estante una botella de ron y dos vasos, sirvió la bebida y dijo:
—Beba… es ron… ¿No le gusta el ron?… Yo lo bebo siempre. Me recuerda una canción que no sé de quién será, y que dice así:
Son trece los que quieren el cofre de aquel muerto.
Son trece, oh, viva el ron…
El diablo y la bebida hicieron todo el resto…
El diablo, oh, oh, viva el ron…

Hipólita lo observó recelosa. El rostro del Astrólogo se puso grave.
—A usted le parecerá extemporánea esta canción, ¿no es cierto? —preguntó—. Yo la
aprendí escuchándola de un chico que la cantaba todo el día. Vivía en el altillo de una casa cuya medianera daba frente a mi cuarto. El chico cantaba todas las tardes, yo estaba convaleciente de la terrible desgracia… Una tarde no la cantó más el chico…; supe por un hombre que me traía la comida que la criatura se había suicidado por salir mal en los exámenes. Era un hijo de alemanes, y su padre un hombre severo. No he visto nunca el semblante de ese niño, pero no sé por qué me acuerdo casi todos los días de aquella pobre alma.
Impaciente, estalló Hipólita:
—Sí, nada más que recuerdos es la vida…
—Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos
los hombres tengan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un Dios creador del cielo y de la tierra… —cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca—. Vea.
Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hipólita, retrayendo el cuello entre los
hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja. Él se cubrió con delicadeza y dijo:
—Pensé matarme; muchos monstruos trabajaron en mi cerebro días y noches; luego las
tinieblas pasaron y entré en el camino que no tiene fin.
—Es inhumano —murmuró Hipólita.
—Sí, ya sé. Usted tiene la sensación de que ha entrado en el infierno… Piense en la calle durante un minuto. Mire, aquí es campo; piense en las ciudades, kilómetros de fachadas de casas; la desafío a que usted se vaya de aquí sin prometerme que me ayudará. Cuando un hombre o una mujer comprenden que deben destinar su vida al cumplimiento de una nueva verdad, es inútil que traten de resistirse a ellos mismos. Solo hay que tener fuerzas para sacrificarse. ¿O usted cree que los santos pertenecen al pasado? No… no. Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá más grandes, más espirituales que los terribles santos antiguos. Aquellos esperaban un premio divino… y estos, ni en el cielo de Dios pueden creer.
—¿Y usted?
—Yo creo en un único deber: luchar para destruir esta sociedad implacable. El régimen
capitalista en complicidad con los ateos ha convertido al hombre en un monstruo escéptico, verdugo de sus semejantes por el placer de un cigarro, de una comida o de un vaso de vino.
Cobarde, astuto, mezquino, lascivo, escéptico, avaro y glotón, del hombre actual debemos esperar nada. Hay que dirigirse a las mujeres; crear células de mujeres con espíritu revolucionario; introducirse en los hogares, en los normales, en los liceos, en las oficinas, en las academias y los talleres. Solo las mujeres pueden impulsarlos a estos cobardes a rebelarse.
—¿Y usted cree en la mujer?
—Creo.
—¿Firmemente?
—Creo.
—¿Y por qué?
—Porque ella es principio y fin de la verdad. Los intelectuales la desprecian porque no se interesa por las divagaciones que ellos construyen para esquivar la Verdad… y es lógico… La verdad es el Cuerpo, y lo que ellos tratan no tiene nada que ver con el cuerpo que su vientre fabrica.
—Sí, pero hasta ahora no han hecho nada más que tener hijos.
—¿Y le parece poco? Mañana harán la revolución. Deje que empiecen a despertar. A ser individualidades.
Hipólita se levantó:
—Usted es el hombre más interesante que he conocido. No sé si volveré a verlo…
—Creo que usted volverá a verme. Y será entonces para decirme: “Sí, quiero ayudarlo…”
—Puede ser… no sé… Voy a pensar esta noche…
—¿Va a volver a la casa de Erdosain?
—No. Quiero estar sola y pensar. Necesito pensar… ―de pronto, Hipólita se echó a reír.
—¿De qué se ríe usted?
—Me río porque he tocado el revólver que traje para defenderme de usted.
—Realmente, hace bien en reírse. Bueno, ahora váyase y piense… ¡Ah! ¿No necesita
dinero?
—¿Puede darme cien pesos?
—Cómo no.
—Bueno, entonces vamos saliendo. Acompáñeme hasta la puerta de esta quinta endiablada.
—Sí.
Al salir, el Astrólogo apagó la luz. Hipólita iba ligeramente encorvada. Murmuró:
—Estoy cansada.