El lobo llegó a la cumbre. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y apagado que le venía de la herida.
Allí se sentó y dirigió una mirada turbia a la terrible noche nevada, entonces cayó sobre la nieve una luz de un rojo tenue, suave, extraña.
El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el Sureste y se alzaba lentamente en el cielo turbio. Los ojos del animal agonizante se clavaban tristemente en el opaco disco lunar, y nuevamente un débil aullido resonó con un estertor, sordo y doloroso, en la noche.
Se aproximaron pasos y luces. Los campesinos habían descubierto el lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros y cayeron sobre él con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.
Lo bajaron arrastrándole hasta St. Immer. Reían, se prometían unos buenos vasos de aguardiente, cantaban.
Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna roja que flotaba sobre el Chasseral y cuya luz tenue se reflejaba en los ojos quebrados del lobo muerto.