5/8/12

Ante la puerta de Matías




Con la barbilla apoyada en las rodillas solía sentarme ante la verja del castillo y miraba pelear a los gigantes, uno con un palo, el otro con una daga, tenía tiempo de sobra, esperaba el final de aquel combate. La guerra, por entonces, poco a poco retrocedía; me sonaban las tripas, y había hambre. Pero ¿qué le importa al cielo cuando llega la primavera?, en los tejados, los palomos rondaban a las palomas, arrullándose ridículamente, y suaves lloviznas rosas, azules, caían sobre Praga. Bajo el funicular, sobre la hierba, las violetas sonreían a los zapatos, y el vagón se caía entre las flores bajo el tejado, donde sonaba el timbre. Y en ese momento la fuente antigua me salpicó de agua, como con una gota de leche la mujer que amamanta, al darse cuenta de que no miro amorosamente sólo al rostro del niño. Por lo demás, la belleza de las mujeres abrió hasta los ojos ciegos de Homero, pero ya era viejo. Luego me limité a esperar pacientemente a que cayera el mazo y rugiera el cráneo, a que el viento arrebatara el sombrero cardenalicio del pórtico de palacio dónde se había posado una mariposa, a qué las gárgolas vomitaran delante de mí las vedijas de plata del cielo limpio, sobre el que no había ni una mancha, y alguna uniera a mis pasos los ojos de su sonrisa. Esta es toda la historia, no satisface, pero no hay asesinatos en ella, por lo menos no muchos, y aún espero, y es que ni siquiera la daga, que la mano sostiene en alto, se ha hundido en las costillas, que es lo que anhela.



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