Stella estaba en una sala pequeña, oscura, contemplando su propia imagen en la pantalla. Miraba a su «doble» que se movía en la luz, y no la reconocía. Casi la odiaba. Su primera reacción fue de rebelión, derechazo. Aquella imagen no era ella. La repudiaba. Era una obra de artificio, de iluminación, de decorados.
La emoción que sentía no podía explicarse por la lógica diferencia que existía entre su personalidad cotidiana, a la que deliberadamente no daba ella ningún realce, y la iluminada imagen de la pantalla. No era sólo que los ojos apareciesen más grandes y profundos, que las largas pes tañas los velasen como una celosía oriental, intensificando su luz interior. La emoción de Stella venía de algún violento contraste entre la imagen que tenía de sí misma y aquella personalidad proyectada que era incapaz de reconocer. Por una parte, ella siempre se había visto a sí misma, en su espejo interior, como una mujer niña, demasiado pequeña. Y, además, siempre había creído que aquella bolita de veneno que llevaba en su interior, el veneno de la melancolía y la insatisfacción, tenía que hacerse visible en los colores de su imagen, tenía que producir en aquella imagen un tono gris, o pardo (los colores que vestía con preferencia a los demás, la estameña del castigo). Y los miedos paralizantes, el miedo al amor, el miedo a la excesiva proximidad de las personas (la proximidad causa heridas), a ser invadida por ellas; sus tensiones y pánico frente al amor... El primer beso, por ejemplo, aquel primer beso que había de transportarla, deshacerla, que había de encumbrarla al único paraíso de la tierra... aquel primer beso le había inspirado tanto temor que, en el momento del milagro, debido al pánico, a los nervios, su vientre de forma delicada emitió un oscuro estruendo, como el de un volcán largo tiempo dormido que entra en actividad.
En cambio, la imagen de la pantalla estaba del todo exenta de los colores y tonos de la tristeza. Era una imagen imponderablemente ligera, y se movía siempre con tal floración de gestos que era como el esplendor y la floración de la naturaleza. Aquella figura se movía con facilidad, sin límites frente a los demás, en una entrega del sentimiento. Los ojos se abrían y derramaban, como para una fiesta, todas las maravillas del amor, todas sus tonalidades, matices y multiplicidades. El cuerpo bailaba una danza de receptividad, de respuestas. El cabello ondulaba y se movía como si tuviese poros por los que respirar, corrientes propias de vida y de electricidad, y las manos precedían el gesto del cuerpo como la fina batuta del director de orquesta que desencadena una sinfonía. Aquélla no era la muchacha pálida que había escapado de su casa para ser actriz, que había conocido el hambre, las privaciones y las dificultades, que no se había entregado aún como se entregaba ahora en la pantalla...
Y la segunda sorpresa fue la reacción del público. Ellos la amaban.
Sentados junto a ella, no la veían, absortos como estaban en amar a la mujer de la pantalla.
Porque ella daba a muchos lo que la mayoría sólo daba a la persona amada. Una voz alterada por el amor, por el deseo, los labios formando una sonrisa de franca ternura. Se les permitía contemplar la revelación de un ser en un momento de sentimiento intenso, de ternura, indulgencia, sueños, abandono, adormecimiento, malicia, una revelación que sólo se producía en momentos de amor e intimidad.
Ellos recibían estos tesoros, una mirada acariciadora, una tonalidad y una voz únicas, el gesto íntimo que nos encanta y nos atrae hacia la persona amada. Esta franqueza que compartían era la milagrosa franqueza, la revelación, que sólo se producía en el amor, y que hacía fluir una corriente de amor entre el público y la mujer de la pantalla, una corriente de gratitud... Después, esta reacción del público se movió como un foco y la encontró a ella, más pequeña, menos luminosa, menos franca, más pobre, como una imagen disminuida de la otra, pero aquella reacción la envolvía, la identificaba. La gente se acercaba a ella,
la tocaba, le pedía un autógrafo. Y ella agachaba la cabeza, se encogía, no podía aceptar aquella adoración. Para ella, la mujer de la pantalla era una extraña. No veía analogía alguna entre las dos; veía sólo el violento contraste que reforzaba su convencimiento de que la imagen de la pantalla era ilusoria, artificial, engañosa. Era una mentirosa, una impostora. La mujer de la pantalla salía siempre adelante, llevada por su historia, guiada por el argumento que se le había prestado. Pero Stella, la Stella real, se veía impedida una y otra vez por obstáculos interiores. Lo que Stella había visto en la pantalla, la imagen a la que tan instantáneamente había envidiado, era la Stella libre. Lo que no aparecía en la pantalla era la sombra de Stella, sus demonios, la duda y el temor. Y sentía envidia. No envidiaba sólo a una mujer más hermosa que ella, sino a una mujer libre. Se maravillaba ante sus propios movimientos, fluídos y desenvueltos. Se maravillaba ante la apasionada entrega que brotaba de sus ojos como un torrente, envolviéndoles a todos, en un acto de ósmosis. Y era a esta mujer a quien los hombres escribían cartas, de quien se enamoraban, a quien cortejaban. Cortejaban el rostro de la pantalla, el rostro translúcido, el rostro de cera en el que los hombres creían posible grabar la imagen de su fantasía.
No eran los ojos metálicos o los ojos de cristal de otras mujeres, sino unos ojos líquidos, que emitían el vapor y la neblina del rocío. No era una sonrisa definida, sino una sonrisa flotante, evanescente, inaprehensible, que provocaba todas las búsquedas. Un aire de lo no formado que espera ser formado, un aire de lo elusivo que espera cristalizar, un aire de evasión que espera ser catalizada. Contornos indefinidos, una voz trémula capaz de todas las tonalidades, que se reducía hasta el susurro, un aire de huida que espera ser capturada, un aire de volver esquinas eternamente y de desaparecer, una cierta cualidad de la materia que pide ser grabada, tallada, esa esencia de lo femenino a la que los hombres podían imponer cualquier deseo, esa esencia que esperaba la fecundación, que invitaba, tentaba, atraía, seducía y embrujaba por su aparente condición incompleta, por sus nebulosos misterios, sus bordes redondeados. La Stella de la pantalla, con su transparente rostro de cera, cambiante y cambiable, que prometía satisfacer cualquier deseo, amoldarse, responder, inventar si fuese necesario... para que el sueño del hombre, como un afilado instrumento, supiese que había llegado el momento de grabar su más secreta imagen... La imagen de Stella móvil, recibiendo el anhelo, el deseo, la imagen que le ha sido impuesta. Se compró una cama muy grande y espaciosa, de satén blanco, una cama de estrella de cine.
No era la cama de su infancia, especialmente pequeña porque su padre había dicho que era un duendecillo y que ya no crecería más. No era la cama de estudiante en la que había dormido durante los años de pobreza, antes de convertirse en una actriz famosa. Era la cama con la que había soñado y que había colocado en un marco de esplendor; era la cama en la que a menudo se había encontrado su personalidad cinematográfica, una cama muy amplia y suntuosa y que no iba con ella en absoluto. Y, junto con la cama, había soñado con una habitación llena de espejos. Con grandes frascos de perfume y un armario lleno de sombreros, de hileras de zapatos, y con la alfombra y la decoración blancas de una famosa actriz de la pantalla, todo tal como lo habían soñado tantas mujeres. Y por fin tenía todas esas cosas, y vivía entre ellas sin sentir que le perteneciesen, sin creer tener la estatura y la seguridad que requerían. La amplia cama... dormía en ella como hubiese dormido durante la filmación de una película. Incómoda. Y no durmió bien hasta que encontró una manera de hurtar su pequeño cuerpo al esplendor, al satén, a la amplitud: cubrirse la cabeza.
Y, cuando se cubría la cabeza, volvía a encontrarse en la camita de su infancia, en el reducido espacio de la niña atemorizada. Los sombreros, debidamente colocados en estantes, como sueñan todas las mujeres que colocan los sombreros en el guardarropa de una actriz, no eran nunca utilizados. Se necesitaba audacia para llevarlos. Exigían que se interpretase un papel con la máxima perfección. Por ello, cada vez que extendía la mano hacia la alegre exhibición de sombreros, cada vez que miraba los preciosos sombreros, volvía a elegir aquel gorrito, el discreto gorro de paje, de monaguillo. En el momento en que su pequeña mano dudaba, regalando incluso una caricia a la pluma arrogante, las desafiantes alas levantadas, los regios terciopelos, los velos laberínticos, las enfáticas y gallardas cintas, el plumaje y los ornamentos del triunfo, ¿ era la duda la que elegía aquel gorro de sacerdote, de monaguillo, de colegial? ¿Era la duda la que echaba una mirada suspicaz a los zapatos que había acumulado por el coraje que poseían, zapatos hechos para recorrer los más fascinantes y peligrosos caminos? Zapatos seguros de sí mismos, exploradores audaces, zapatos para situaciones nuevas, para pasos nuevos, para nuevos lugares. Pulidos y relucientes para la variedad, el cambio y la aventura, y después rechazados cada día, abandonados como piezas de museo en sus estantes, mientras ella elegía el par de siempre, los zapatos conocidos y ligeramente gastados, que no impondrían a sus pies un papel muy destacado, una empresa demasiado ambiciosa, zapatos para el conocido camino hacia los estudios, hacia las personas que conocía bien, hacia los lugares que no reservaban sorpresas...
Una vez, cuando Stella estaba rodando una escena de amor, que tenía lugar después de una escena con una tormenta de nieve, quedó adherido a la aleta de su delicada nariz un copo de nieve artificial. Y entonces, durante la exaltada escena, la mujer de cálida nieve cuya voz y cuyo cuerpo parecían fundirse entre las manos, el sueño de la ósmosis, el sueño de todo amante, hallar una sustancia que se confunda con la suya, que se disuelva, que ceda, se incorpore y se haga indisoluble, durante toda esta escena permaneció allí el copo de nieve atrapando la luz y emitiendo centelleos, señales suavemente humorísticas de inadecuación, de fuera de lugar. El copo de nieve dio a la escena una imperfección que llegaba al alma de los que lo veían y hacía que todos sus sentimientos convergiesen y permaneciesen en aquel absurdo infinitamente conmovedor del copo de nieve extraviado.
Si Stella lo hubiese sabido, se habría desmoronado. El más leve de sus defectos, no más pesado que un copo de nieve, que conmovía el corazón humano como sólo puede conmoverlo la falibilidad, despertaba su autocondena y oprimía su alma con el peso angustioso de todo perfeccionismo. En ocasiones, la mujer de la pantalla y la mujer que era todos los días se encontraban y se fundían. Y aquellos eran los momentos en que el ímpetu emprendía el vuelo en toda su opulencia y alcanzaba su plenitud. Eran momentos tan raros que ella los consideraba cumbres inaccesibles en la vida cotidiana, imposibles de alcanzar continuadamente. Pero lo que destruía aquellos momento no era su altitud, su enrarecida intensidad. Lo que los destruía para ella era el hecho de que quedasen sin respuesta. Era un momento que los seres humanos no experimentaban juntos ni en armonía. Era un momento que había que experimentar en soledad. Era la soledad lo que resultaba insoportable.
Cada vez que avanzaba, caía en un abismo.
Recordaba un día pasado junto al mar con Bruno, en completa libertad. Él se quedó dormido, y ella se alejó de él en silencio para ir a nadar un rato. Mientras nadaba, tuvo la impresión de nadar en un océano de sentimiento; gracias a Bruno, ya no se movería nunca más separadamente de aquel gran cuerpo móvil de sentimiento que ondulaba con ella y que convertía sus emociones en una ilimitada alegría sinfónica. Tenía la sensación maravillosa de formar parte de un mundo más vasto y de moverse con él, por el hecho de moverse en armonía con otro ser.
Esta alegría fue tan intensa que, cuando le vio acercarse, corrió hacia él con loco entusiasmo. Acercándose a él como una bailarina, saltó hacia él, y Bruno, asustado por su vehemencia y temiendo que se golpease contra él, se quedó absolutamente rígido, instintivamente, y ella se encontró abrazando a una estatua. Sin daño para su cuerpo, pero con un daño inconmensurable para sus sentimientos.
Bruno no la había visto nunca en la pantalla. La había visto por primera vez en una pomposa recepción en la que ella se movía entre las demás mujeres como una bailarina entre peatones, y se distinguía por su movilidad, por su voz que temblaba y oscilaba, por su pequeña nariz que fruncía al sonreír, sus labios que vibraban, el acento extranjero que confería a su hablar un titubeo, como si estuviese a punto de hacer una portentosa revelación, y por sus manos que se estremecían en el aire.
Él la conoció en la realidad, pero no vio a Stella sino al sueño de Stella. Amó en el acto a una mujer sin temores, sin dudas, y su personalidad, que nunca había emprendido el vuelo, podía ahora hacerlo con ella. La vio volando. No adivinó que una personalidad como la de ella podía quedar paralizada, inmovilizada
por el miedo, podía retroceder, podía abandonar, negar, y, llevada por un miedo extremo, revolverse y destruir.
Para Stella, aquel amor había nacido bajo el signo zodiacal de la duda. Para Bruno, bajo el signo de la fe. En un ambiente de opulencia, en un ambiente de una elegancia tal que se había hecho necesario llevar uno de los sombreros del museo, el de la regia pluma, llegaban ellos de dos mundos opuestos: Stella consumida por un hambre de amor, y Bruno por la vaciedad de su vida.
Cuando Stella apareció entre las demás mujeres, lo que le llamó la atención a Bruno fue el ver por primera vez a una mujer viva. Se sintió llevado por su corriente. Su ritmo era contagioso. Bruno sintió inmediata obediencia a su movimiento.
Al mismo tiempo, se sintió herido. Los ojos de Stella habían penetrado hasta alguna región de su ser que ninguna mirada había tocado antes. El vulnerable Bruno fue capturado; sus humores y sentimientos quedaron en adelante determinados, entretejidos con los de ella. Desde el momento en que se miraron por primera vez, quedó determinado que todo lo que ella dijese le haría daño, pero que podría curarle instantáneamente acercándose a él unos centímetros. Así, la herida era súbitamente curada por el perfume de su cabello o por una leve caricia de su mano.
Se estableció inmediatamente un agudo sentido de la distancia, una distancia tal que Bruno nunca había pensado que existiera entre hombres y mujeres. Una ligera contradicción (y a ella le encantaban las contradicciones) le separaba de ella, y le hacía sufrir. Y este sufrimiento sólo podía mitigarse con la presencia de Stella, y se reproducía en cuanto se separaban.
Bruno empezó a descubrir que no era completo, ni autónomo. Pero Stella no le prometía la plenitud, ni la proximidad. Ella tenía la cualidad cambiante de los sueños. Obedecía a sus propias oscilaciones. Lo que nació entre ellos no fue un matrimonio, sino una interacción en la que nada estaba fijado. Sin tensiones planetarias registradas, especificadas, medidas. Los movimientos de Stella eran de total abandono, de entrega, y, a la menor señal de letargo o descuido, de total apartamiento, y él tenía que volver a empezar a cortejarla. Stella podía ser cada día ganada y perdida otra vez. Y la razón de sus huidas y retiradas, de sus rupturas, eran para él oscuras y misteriosas.
Una noche, cuando llevaban muchos días separados, Stella recibió un telegrama en el que él le anunciaba que iba a visitarla durante toda una noche. Para ella, aquella noche entera iba a ser tan larga, tan portentosa y profunda como toda una existencia. Se detuvo en cada uno de sus detalles, improvisó sobre ella, la construyó, la imaginó, y vivió totalmente en ella durante muchos días. Aquélla iba a ser su noche nupcial.
Al verle, sus ojos rebosaban ansiedad. Después advirtió que él había venido sin ningún equipaje. No le preguntó la razón, pero aquello la hirió como una traición al amor. Toda ella se cerró con una angustia inexplicable para él (la angustia por la posibilidad de una ruptura, de una separación, hacía que Stella considerase cualquier pequeña ruptura, cualquier pequeña separación, como una premonición del final definitivo). El pasaba el tiempo luchando por tranquilizarla, por reconquistarla, por renovar su fe; y ella pasaba el tiempo resistiéndose. Stella consideraba las exigencias de la realidad como algo a aplastar completamente en favor del amor; creía, estaba segura, que la obediencia a la realidad suponía una debilidad en el amor. La realidad era el dragón que el amante debía matar una y otra vez. Y ella estaba ciega ante su propio delito contra el amor: corroerlo con el ácido de sus dudas. Pero Stella debía enfrentarse aún a un obstáculo mayor. En su primer encuentro, el sueño de estar juntos eclipsó las regiones vecinas de sus vidas, y les aisló a los dos como en un capullo de seda y de sensaciones. Esto les dio la ilusión de ser cada uno el centro de la existencia del otro. Por grandes que fuesen las exigencias que le imponía a Stella su trabajo cinematográfico, ella superaba siempre todos los obstáculos en favor del amor. No dudaba en romper contratos, emprendía viajes inesperados, y ningún deseo de fama podía interferir en el curso del amor. Esta disposición a sacrificar al amor los logros externos o el éxito era típicamente femenina, pero ella esperaba que Bruno actuase de la misma manera.
Pero él era una persona que sólo podía nadar en el océano del amor si no soltaba sus amarras, las largas y firmes amarras del matrimonio y los hijos. La imponente casa de permanencia y continuidad que era su hogar, construido en torno a su papel en el mundo, construido sobre la paz y la fe, con la sonrisa de su esposa que se había convertido a sus ojos en la sonrisa de su madre, aquel edificio levantado con los demás componentes de su personalidad, su necesidad de un puerto, de unos niños que eran como habían sido sus hermanos, de una esposa que era lo que había sido su madre. No podía tirar por la borda todas aquellas creaciones y posesiones diurnas por el sueño de una noche, y Stella era aquel sueño, la no permanencia, que desaparecía y volvía sólo con la noche.
Pero ella, que carecía de hogar, no podía respetar lo que él respetaba. Él, al respetar lo establecido, se sentía libre de culpa. Pagaba su deuda de honor y por ello era libre, libre para adorarla, libre para soñarla. Pero eso no tranquilizaba a Stella. Ni la sencillez con que él le explicaba que no podía arrancar de cuajo el hogar humano, con los hijos y la esposa a los que protegía. Sólo podía amar y vivir en paz si cumplía sus promesas a lo que había creado.
No es que Stella deseara el papel de la esposa, ni su lugar. Sabía perfectamente cuán incapacitada estaba para aquel papel y para adaptarse a aquel aspecto de la personalidad de Bruno. Era sólo que no podía compartir un amor sin sentir que no podía entrar en aquella región del ser de Bruno, que había en aquella región un peligro mortal para sus relaciones. Para ella, cualquier rendija, cualquier región por conquistar, ocultaba al enemigo, la semilla de la muerte, el posible destructor. Sólo la posesión absoluta calmaba su temor.
El estaba en paz con su conciencia, y por ello no temía castigo alguno por las alegrías que Stella le proporcionaba. Era algo que formaba parte de su personalidad: como él no había destruido ni desterrado, creía que no sería destruido ni desterrado, y que podía entregar su fe y su alegría a aquel sueño. Las angustias y temores de Stella le resultaban inexplicables. Para él, en la calma de su hogar no había ningún enemigo dispuesto a saltar sobre Stella.
Si una llamada telefónica o una urgencia doméstica le alejaban de ella, Stella veía en ella el abandono, el fin del amor. Si pasaban menos tiempo juntos, ello significaba que había disminuido el amor. Creía que, si Bruno hubiese tenido que elegir, habría elegido a su esposa e hijos, renunciando a ella. Pero Bruno no era consciente de aquel fatalismo.
Esta habitación de hotel era para él el símbolo de la libertad de su amor, símbolo del viaje, de la exploración, lo desconocido, la inquietud que podía ser compartida; símbolo de las sorpresas, de la maravillosa libertad sin forma, sin cuerpo y sin casa de aquel mundo que creaban dos personas en una habitación de hotel. Era algo que quedaba fuera de lo conocido, de lo familiar, algo formado únicamente de intensidad, del presente, con la grande y exaltada belleza de lo cambiante, lo fluido, lo peligroso, lo que va a la deriva. ¿Destruiría ella aquel mundo creado sólo por la fragancia de una voz, intensificado por las desapariciones intermitentes? ¿Destruiría el privilegio de viajar más allá por el espacio, por lo maravilloso, libres de todo lastre? ¿Destruiría aquel mundo mágico que respondía sólo a las irregularidades de un sueño, con sus oscuros abismos, sus vueltas y cambios caprichosos?
Bruno se aferraba desesperadamente a la belleza de aquella preciosa esencia, pura por ser una esencia. Y, para él, aún menos amenazada por la muerte de lo que lo había sido su primer amor por el avance de la vida cotidiana. (Pues, en un momento dado, el rostro de su mujer dejó de ser el rostro de un sueño para convertirse en el rostro de su madre. En el mismo momento en que murió ese sueño, su hogar se convirtió en el hogar humano y sin sueños de su infancia, sus hijos se convirtieron en los compañeros de su adolescencia.) Y Stella, cuando él le explicaba esto, sabía que era cierto, pero aun así era víctima de un demonio más fuerte, un demonio de duda que buscaba ciegamente pruebas visibles, las pruebas del amor en la realidad, las que más eficazmente destruirían el sueño. Porque la pasión suele poseer la instintiva sensatez de rehuir la prueba de la convivencia humana, prueba que sólo puede resistir el amor. Para Stella, debido a sus dudas, tan desesperadamente necesitada de seguridad, el hecho de que él lo abandonase todo por ella habría significado que entregaba todo su amor a su sueño común, mientras que, para él, aquella renuncia total sólo habría significado entregarle a Stella una personalidad disminuida (pues la pasión era el amor a la personalidad soñada, no a la personalidad real). En aquella habitación de hotel había pruebas más grandes de la fuerza del sueño, y Stella exigía pruebas de su realidad humana. Al hacer esto, ponía al descubierto su condición de incompleto y aceleraba su final (la caja de Pandora). ¡Stella! , exclamaba él siempre al entrar, envolviéndola en el fervor de su voz. ¡Stella! , repetía, para expresar cómo llenaba ella su ser y cómo le colmaba, para llenar la estancia con aquel nombre que a él le llenaba.
Tenía una manera de pronunciar su nombre que era como si la coronase, como si la proclamase favorita. Convertía cada uno de sus encuentros en una experiencia plena, completa, cargada con la violencia de un gran anhelo. Al no haberla visto en el momento de su despertar, al no haberla ayudado a liberarse de los velos de la noche, al no haber compartido su primer contacto con la luz del día, su primera comida, el principio de sus estados de ánimo ante la jornada, sus primeros propósitos y planes, Bruno se sentía tanto más deseoso de unirse a ella en los momentos de culminación. Los momentos perdidos de su vida conjunta, los gestos perdidos, eran desesperadamente desechados para alimentar una hoguera conocida sólo por las vidas cortas y apasionadas.
En virtud de todo aquello que se perdía alrededor de su amor, la habitación de hotel se convirtió en la isla, el poema y el paraíso, en virtud de todo aquello que les era arrancado. El milagro de la intensificación. Pero Stella pedía, silenciosamente, con cada suspiro de duda y de angustia: Vivamos juntos (¡como si la vida humana pudiese dar certidumbre!). Y él respondía, silenciosamente, con cada acto de fe: ¡ Soñemos juntos!
Él llegaba cada día con ojos nuevos. Nunca empañados por la familiaridad. Ojos nuevos para la mujer a la que no había visto bastante. Ojos nuevos, de mirada intensa, profunda, que la veían en su totalidad cada vez como una persona nueva.
Como él no veía el proceso de Stella caminando hacia la isla, vistiéndose para ella, descansando para ella, rechazando la invasión y las exigencias de otras personas a fin de llegar a él, su presencia le parecía a Bruno una aparición, y tenía que volver a poseerla, pues las apariciones suelen desvanecerse tal como han llegado, por caminos ignorados, hacia países desconocidos. Había entre ellos esta consciencia de una dimensión perdida y de la necesidad de recuperar el terreno perdido, de realizar una investigación emocional para hallar los fragmentos perdidos de las personas que habían vivido solas, como piezas separadas, en un gran esfuerzo por reunirlas otra vez en una misma. En las muñecas de Bruno, el vello relucía como oro. Él cabello de Stella era oscuro y lacio, y el de Bruno rizado, de modo que a veces parecía que era su pelo el que la envolvía, que era su deseo el que tenía las sinuosidades femeninas de enroscar y abrazar, mientras que el de ella era rígido.
Era él quien la rodeaba y envolvía, cuando su cabello rizado se enroscaba en torno al de Stella, y qué dulce le había parecido esto a ella en su dolor y su caos. Le acariciaba las muñecas, siempre maravillada, como para asegurarse de su presencia, porque le encantaba la alegría de aquel color dorado, porque la suavidad de sus movimientos era un preliminar al acuerdo y los ritmos que había entre los dos. Sus movimientos el uno hacia el otro eran sinfónicos y preordenados. La mutua adivinación del estado de ánimo del otro sincronizaba sus movimientos como los de una danza. Había días en que ella se sentía pequeña y débil, y entonces él aumentaba su estatura para recibirla y cobijarla, y sus brazos y su cuerpo semejaban una fortaleza, y había días en que era él quien necesitaba de la fuerza de Stella, y días en que sus bocas trasmitían todas las fiebres y hambres, días en que el frenesí exigía un abandono de todo el cuerpo. Días en que las caricias eran una droga, o una sinfonía, ó pequeños y secretos dúos y duelos, o grandes y complicados velos que ninguno de los dos podía rasgar del todo, y había secretos, y resistencias, y frenesíes, y otra vez fusiones de las que parecía que ninguno de los dos volvería nunca a la posesión de su independencia.
Había siempre aquel entrelazar de cabellos que después, en el baño, ella separaba tiernamente de los suyos, colocando los zarcillos ante ella como los signos del calendario de su amor, las flores inmarcesibles de sus caricias. Mientras él estaba allí, Stella, fundida por sus ojos, su mirada, abrigada en su altura, envuelta en su atención, estaba alegre. Pero, cuando él se había marchado (y se marchaba de una manera tan total que le prohibía escribirle o telefonearle, que no tenía modo alguno de ponerse en comunicación con él, de pedirle que volviese), la poseía otra vez aquella furia contra las barreras, las limitaciones, las regiones vedadas. El haber alcanzado en él el fuego no le bastaba. No le bastaba ser su sueño secreto, su pasión secreta. Tenía que asolar y conquistar lo absoluto, en aras del amor. Sin saber que era en aquel momento la enemiga del amor, su verdugo.
Una vez, él estaba a punto de marcharse y ella le preguntó: ¿No puedes quedarte toda la noche? Y él negó tristemente con la cabeza, sus ojos azules empañados, perdida la alegría. Esta firmeza con la que ella creyó que Bruno defendía los derechos de su mujer, y con la cual sólo defendía en realidad el equilibrio de su escrupuloso espíritu, le pareció una mácula en su amor. Si Stella sentía un obstáculo ante uno de sus deseos, como el de que Bruno se quedase toda la noche con ella cuando a él le era del todo imposible hacerlo, aquel obstáculo, fuese de la clase que fuese, se convertía en símbolo de una batalla que debía ganar si no quería considerarse destruida. No se detuvo a considerar las razones de aquella negativa, ni a considerar su validez, ni los derechos que tal vez otras personas pudiesen tener. La negativa representó para ella el fracaso en la obtención de una prueba de amor. La eliminación de aquel obstáculo se convirtió en una cuestión de vida o muerte, porque, para ella, era el fiel del éxito o el fracaso, de la entrega o la traición, del triunfo o el poder. Aquella insignificante negativa, basada en una razón que nada tenía que ver con Stella, que en nada la afectaba, se convirtió en el símbolo mismo de su sentimiento interior de frustración, y el esfuerzo por superarla se convirtió en el símbolo mismo de su salvación.
Si era capaz de doblegar la voluntad y la decisión de Bruno, ello significaría que Bruno la amaba. Si no, ello significaría que no la amaba. Aquella prueba estaba tan desprovista de sentido real como la de los amantes supersticiosos que deshojan una margarita y ponen así su destino en la matemática de la casualidad. Y Stella, sin atender a las causas, se volvió de pronto ciega a los sentimientos de los demás, con una ceguera propia únicamente de algunos enfermos. Quedó totalmente aislada en aquel drama personal de una negativa que no podía aceptar y que no podía ver bajo otra luz que la de la ofensa personal hacia ella. Un amor que no podía superar todos los obstáculos (como en los mitos y leyendas de la época romántica) no era digno de tal nombre. (Aquel pequeño favor que solicitaba adquirió las proporciones de los antiguos holocaustos que exigían los místicos como pruebas de devoción.) Stella había llegado a la exageración, frecuente en los emocionalmente desequilibrados, de considerar cualquier nimiedad como una prueba absoluta de amor u odio, y de exigir a sus leales una entrega absoluta. Con cada pequeño acto de sumisión, Stella acumulaba defensas contra la marea ascendente de sus dudas. Pero la duda la devoraba con mayor rapidez de la que ella podía desplegar al reunir seguridades externas, y por ello el amor que se le brindaba no era un amor libre sino un amor que debía amontonar ofrendas votivas como las de los primitivos a sus celosos dioses. Había que renovar cada día las velas, los manjares y los dones preciosos, el incienso y el sacrificio, y, de ser necesario (y para el neurótico siempre lo es), el sacrificio de la vida humana. Todo ser humano que caía bajo su hechizo se convertía no en el amante sino en el enfermero de día y de noche para aquella enfermedad, para aquel anhelo insaciable, aquel hambre devoradora de felicidad humana. ¿No te quedarás toda la noche?, insistía porfiadamente.
Qué desesperanza silenciosa, inexpresada, contenían aquellas pocas palabras. Qué lamento de soledad profieren los humanos, lamento que nadie oye, que nadie conoce, que nadie recuerda. Y no era aquélla una soledad que pudiese mitigarse con una noche, con mil noches, con una vida, con un matrimonio. Era una soledad que los seres humanos no podían llenar. Pues la soledad de Stella nacía de su separación de los seres humanos. Ella sentía su separación de los demás seres humanos, y creía que sólo el amante podía romperla. La duda y el temor que acompañaban a esta cuestión la hacían mantenerse aparte como un inflexible dios de antiguos rituales presenciando esa acumulación de pruebas, observando a sus fieles que le ofrecían manjares, sangre, sus propias vidas. Y a pesar de todo la duda seguía en pie, pues aquéllas no eran sino pruebas externas que nada demostraban. Que no podían devolverle la fe.
La palabra penetró en el ser de Stella como si alguien hubiese pronunciado por primera vez el nombre de su enemigo, hasta entonces desconocido para ella.
Duda. Examinó esta palabra en la palma de sus manos soñadoras, como si fuese un diminuto jeroglífico con sentido en sus cuatro caras. Desde algún pequeño túnel de oscuras sensaciones, le llegaron señales de agitación casi imperceptibles.
Hizo la maleta a toda prisa, aplastando el sombrero de la pluma, rompiendo los regalos de Bruno. Mientras corría en su auto de estrella de cine, en su auto demasiado grande, mientras corría demasiado de prisa huyendo del dolor, el agua le oscureció la visión de la carretera y puso en marcha los limpiaparabrisas. Pero no era lluvia lo que empañaba el cristal.
En su apartamento de estrella de cine había una pequeña escalera de caracol, como la de un faro, que llevaba a su dormitorio. Dominaba esta habitación una ventana alta formada por paneles cuadrados de vidrio. Por la noche, aquellos paneles brillaban como una gruta de cuarzo. Éste fue el prisma que volvió a recluir su visión entre las paredes del yo. Aquélla era la ventana de la celda solitaria del neurótico. Una noche que Bruno le había escrito que iba a telefonearla (había sido desterrado una vez más, y Una vez más intentaba reconquistarla), porque intuía que su voz podía lograr lo que no lograse su mensaje escrito, en el momento en que Stella supo que iba a telefonear, puso un largo concierto en el fonógrafo, subió la pequeña escalera y se sentó en un peldaño
No bien hubo empezado el concierto, sonó imperiosamente el teléfono.
Stella dejó que la música produjese su contra-brujería. Contra la exigencia mecánica del teléfono, la música ascendía en espiral como un místico rascacielos, y triunfó. El teléfono fue silenciado. Pero éste fue sólo el primer asalto. Stella subió otro peldaño y fue a sentarse bajo la ventana de cuarzo, preguntándose si la música la ayudaría a ascender, a alejarse del calor de la voz de Bruno. En la música veía una paralelismo con el conflicto que la perturbaba. En el concierto se daba también una interacción entre los elementos femeninos y los masculinos. El trombón, con sus afirmaciones, y la flauta, con sus sinuosidades. En aquella transparente batalla, el trombón, en los oídos de Stella y quizá debido a su estado de ánimo, tenía un tono de desafío que resultaba casi grotesco. ¡ En su actual estado de ánimo, el instrumento masculino tenía que parecerle una caricatura!
En cuanto a la flauta, se dejaba someter, ahogar, con demasiada facilidad. Pero acababa triunfando, porque dejaba un eco. Mucho después de que el trombón hubiese callado, la flauta continuaba sus trémolos maliciosos, insistentes.
El teléfono volvió a sonar. Stella subió otro peldaño. Necesitaba la escalera, la ventana, el concierto, para que la ayudasen a llegar a una región inaccesible en la que el teléfono sonase como cualquier instrumento mecánico, sin reverberar en todo su ser. Si los timbrazos del teléfono causaban la menor zozobra en sus nervios (como sucedía con la voz de Bruno), estaba perdida. Afortunadamente para ella, el trombón era una caricatura de la masculinidad, era un trombón infatuado, que ahogaba el ruido del teléfono.
Por ello respondió con una de sus misteriosas sonrisas, una sonrisa de duendecillo, de bruja, a las pretensiones masculinas. Fue una suerte para ella que la flauta persistiese en sus delicada ondulaciones y que, ni una sola vez en todo el concierto, los dos instrumentos se uniesen, sino que fueron tocando en constante oposición el uno al otro.
El teléfono volvió a sonar, con una insistencia mecánica, muerta, sin el menor atractivo, mientras la música parecía implorar una sutileza y fuerza emotiva que Bruno era incapaz de igualar. Sólo la música era capaz de subir por aquella escalera del apartamento, de romper a sus pies como las olas del agitado océano, rompiendo y espumeando allí pero incapaces de arrastrarla otra vez a la vida con Bruno y a la resaca del sufrimiento.
Estaba echada en la oscuridad del dormitorio de satén blanco; los espejos proyectaban aureolas de falsa luz lunar; las hileras de frascos de perfume creaban falsos jardines colgantes.
El colchón, las mantas, las sábanas, tenían una ligereza como la de ella. Estaban hechos del material invisible que antaño se había entregado a un rey crédulo. Estaban hechos de aire, o quizás ella los había elegido entre los tejidos corrientes y los había tocado después con sus manos etéreas. (Había tantos momentos en los que la realidad de Stella era cuestionable: como la vez que había bajado, de un salto, de su inmenso automóvil, y allí, en el amplio asiento de piel, había una libretita tan pequeña que no parecía hecha para ser utilizada realmente, la libreta de una enanita. O la vez que había girado el volante con dos dedos.
Existe una ligereza que pertenece a otras razas, a la raza de los bailarines.)
Todo aquel que tocaba a Stella conservaba la memoria táctil de algo mullido, sin huesos, como después de tocar el más delicado de los gatos persas.
Ahora, echada en la oscuridad, ni la suavidad de la habitación ni su blancura podían exorcizar el dolor que sentía.
Una palabra intentaba salir a la superficie de su ser. Una palabra había intentado, durante todo el día, hender como una flecha la masa informe, rudimentaria, de los incidentes de su vida. Las capas geológicas de su experiencia, la acumulación de rostros, escenas, palabras y sueños. Una palabra pugnaba por salir a la superficie de todo aquel tormento. Era como si fuese a nombrar a su mayor enemigo. Pero luchaba con el miedo que tenemos de nombrar a ese enemigo. ¡ Pues lo que cristalizaba simultáneamente con el nombre del enemigo era la sensación de impotencia ante él! ¿De qué servía nombrarle si no se le podía destruir, y
liberarse? Esta sensación, más fuerte que el deseo de ver la cara del enemigo, estuvo a punto de hundir otra vez en el olvido aquella palabra que quería brotar.
Lo que Stella susurró en la oscuridad, con su acento extranjero realzando fuertemente, claramente, la crueldad del sonido, fue: ma so quis mo ¡Soq! ¡Oq! Era el oq lo que destacaba; no el ma ni el ismo, sino el oq, que era como una primitiva exclamación de dolor. ¿Soy, soy, soy, soy, murmuró Stella, soy una masoquista?
No sabía nada acerca de la palabra aparte de su significado corriente: «búsqueda voluntaria del dolor». No podía avanzar más en la exploración de la confusa historia de su vida y detectar el origen del sufrimiento. Sola, no podía captar el origen de aquella actitud, y adquirir así poder sobre aquel enemigo. La noche no podía acercarla un paso más a la libertad... Unas horas después, contempló en la pantalla la historia de los Atlantes, con música de Stravinski. Había primero una escena que parecía un Klee, temblorosa y húmeda, delicada y llena de vibraciones. El azul, el verde, el violeta se fundían en tonalidades que eran como sus sentimientos, todas ellas fundidas y difíciles de deslindar. Su respuesta fue la del latido de su sangre, la de aquella sensación que siempre tenía de sí misma como poseedora de un pequeño mar, algo que recibía y respondía, moviéndose armónicamente.
Como si cada diminuta célula no estuviese separada de las demás por membranas, como si ella no estuviese hecha de nervios, tendones y venas separadas, sino de un único elemento fluido capaz de fluir en los demás, adivinar sus sentimientos y volver a fluir hacia ella, un elemento que pudiese ser fácilmente movido y penetrado por los demás, como el agua, como el mar. Cuando vio en la pantalla la escena de Klee, Stella se disolvió instantáneamente. Ya no existía Stella, sino un elemento fluido que participaba en el nacimiento del mundo. Un paraíso de agua y suavidad.
Pero, después de esta escena, se produjo la más inesperada y terrorífica explosión, la explosión de la tierra formándose, rompiéndose, volviéndose a formar y volviéndose a romper, hasta alcanzar su forma conocida.
Stella conocía ya esta explosión, y la esperaba. Reverberó en ella con inesperada violencia. Como si ya la hubiese vivido. ¿Dónde había experimentado antes aquella aniquilación total de un paraíso azul, verde y violeta, un paraíso de celdas soldadas que fluía y se movía constantemente? ¿Dónde lo había experimentado que ahora
le parecía vivirla por segunda vez, y le traía un recuerdo físico de destrucción, tan doloroso?
A medida que se producían las explosiones, una, dos, tres, la paz se resquebrajaba y se oscurecía, los colores desaparecían, la tierra enlodaba el agua, la aniquilación parecía total.
La tierra volvió a formarse. El agua se aclaró. Volvieron los colores. Nació un continente.
En Stella, el eco llegó a una región muy antigua, olvidada. A través de capas y más capas de tiempo contempló una imagen empequeñecida por la distancia: una persona diminuta. Es su infancia, con su pequeño decorado, su pequeño clima, su pequeña atmósfera. Stella había nacido durante la guerra. Pero, para la diminuta persona de la niña, la guerra entre los padres -división y separación total- tenía la misma magnitud que la guerra mundial. Aquel ser pequeño e indefenso era desgarrado por las gigantescas figuras de los míticos padres riñendo y distanciándose. Después fueron las naciones las que reñían y se distanciaban.
El dolor fue transferido, aumentado. Pero era el mismo dolor: era el descubrimiento del odio, la violencia, la hostilidad. Era la cara oscura del mundo, que ningún niño ha estado nunca preparado para afrontar. En el vaso diminuto y frágil de la infancia está el paraíso que debe ser destruido por las explosiones, para que la tierra pueda ser creada de nuevo. Pero el primer impacto de odio y destrucción en el niño constituye a veces una carga demasiado grande para su inocencia. Entonces, el ser se ve sacudido como la tierra por los
terremotos, y el alma se quiebra bajo la violencia y el odio. El paraíso (la escena semejante a un Klee) estaba destinado, desde un principio, a ser engullido por las tinieblas.
Al percibir las explosiones, a través del microscopio de sus emociones proyectadas hacia el pasado, Stella vio los fragmentos del alma sacudida y resquebrajada. Cada fragmento tenía ahora vida propia. Aveces, los fragmentos se unían, como en el mercurio, pero seguían siendo huidizos e inestables. Se corroían en el aislamiento. Cuando era niña, la fe y el amor la unían a los seres humanos. A los seis años, solía pasear por las calles invitando a los transeúntes a una fiesta en su casa. Detenía a los coches y le pedía al conductor que la llevase «a donde hubiese mucha gente».
La primera explosión. El principio del mundo. El principio de un modelo, de una forma, un destino, un carácter. Algo que siempre escapa a científicos, controladores y detectives. Lo vemos un instante, así, a través del torbellino de la sangre que recuerda las sacudidas sismográficas. Stella no recordaba lo que veía en el espejo cuando era niña. Tal vez una niña nunca se mira en los espejos. Tal vez una niña, como un gato, está tan metida en sí misma que no se ve en los espejos. Stella ve una niña, pero la niña no recuerda su propio aspecto.
Más adelante empezó a recordar cómo era. Pero, al mirar fotografías suyas de cuando tenía uno, dos, tres, cuatro, cinco años, no se reconocía. El niño es uno. Y uno consigo mismo. Nunca fuera de sí mismo. Podía recordar lo que hacía, pero no el reflejo de lo que hacía. Ningún reflejo. Seis años. Siete. Ocho. Once. Ninguna imagen. Ningún reflejo. Sólo sentimiento. En el espejo no aparecía nunca una niña. El primer espejo tenía un marco de madera blanca. En él no había ninguna Stella. Había una muchacha de catorce años interpretando a Juana de Arco, la Dama de las Camelias, a Peri Banu, a Carlota, a Electra.
No era Stella sino una actriz disfrazada, multiplicada en muchos personajes. ¿Era en aquellos juegos donde había perdido la visión de su verdadera personalidad? ¿Quizá sólo podía recuperarla actuando? ¿Era aquélla la razón por la que ahora rechazaba todos los papeles, todos los que no contuviesen al menos un aspecto de ella misma? Pero, al contener sólo un aspecto, lo único que hacían era resaltar su desmembramiento. Ella hubiese podido asirse a un aspecto, pero no a los demás. Los demás no eran vividos.
El primer espejo en el que aparece la personalidad es muy grande, y está empotrado en una pared de madera oscura. A su lado, una ventana deja entrar una luz tan intensa que el resto de la estancia queda en una total oscuridad, y la imagen de la muchacha que se acerca al espejo adquiere un realce luminoso. este es su primer foco, por cierto, la primera aureola de luces que le da realce, pero en un estado de humillación.
Está mirando el vestido que lleva, un vestido de sarga azul oscuro, gastado y reluciente, que le han arreglado aprovechando uno viejo de una prima. No le sienta bien. Está deslucido, parece pobre y encogido. La muchacha mira avergonzada su vestido azul.
Es el día que en la escuela le han dicho que tiene talento dramático. Han entrado ex profeso en clase para decírselo. Ella, que siempre estaba callada y quería pasar desapercibida, recibió delante de todos la orden de ir a hablar con el profesor de arte dramático, y de recibir sus felicitaciones por su primera interpretación. Y la alegría, la cegadora alegría que la invadió en un primer momento fue destruida inmediatamente por la conciencia de su vestido. No quería levantarse; no quería que la mirasen. Le avergonzaba aquel vestido pobretón, viejo, de orfelinato. Y sólo puede dejar atrás esta imagen, este vestido, esta humillación, convirtiéndose en otra persona. Se convierte en Melisande, Sarah Bernhardt, la Margarita de Fausto, la Dama de las Camelias, Thais. Se descompone ante el espejo en cien personajes distintos, y se recompone en la palidez, la inmovilidad y el silencio.
Jamás volverá a ponerse el viejo y encogido vestido de sarga desechado por otra niña, pero a menudo volverá a ponerse, como un vestido, ese estado de ánimo, esa sensación de ser incomprendida, de dar una imagen falsa, de llevar un feo disfraz. La habían llamado y la habían situado a la vista de todos, sacándola de su timidez y retraimiento, y lo que apareció a la vista de todos era una muchacha vestida como una huérfana, y no con el atavío maravilloso que le habría correspondido. Stella rechaza todas las piezas. Porque no pueden darle cabida. Quiere entrar en su propia personalidad, presentada con veracidad, revelada. Sólo quiere interpretarse a sí misma. Ya no es una actriz dispuesta a disfrazarse. Es una mujer que ha perdido su identidad y que cree poder recuperarla si la interpreta. Pero, ¿quién la conoce? ¿Qué dramaturgo la conoce? No son los hombres que la han amado. A ellos no puede decírselo. Ella misma está perdida. Todo lo que dice sobre sí misma es falso. Engaña y se engaña. Nadie quiere admitir la propia ceguera.
Nadie que no lleve un bastón blanco, o un perro lazarillo, quiere admitir la propia ceguera. Y, sin embargo, no hay ceguera ni sordera tan profundas como las que en multitud de ocasiones se producen en el ser emocional. La visión se relaciona con la conciencia, la agudeza de los sentidos está ligada a la visión espiritual, a la comprensión. Se puede mirar una determinada escena de la vida pasada y ver sólo una parte de la verdad.
Los caracteres de las personas con las que vivimos aparecen mutilados, como las estatuas a las que les faltan brazos o piernas. Más adelante, una visión más profunda, una experiencia más profunda, añadirá los detalles que faltan a la escena del pasado, al carácter perdido que sólo habíamos visto y sentido parcialmente. Más adelante, aparecerá completo otro carácter. De modo que, sólo con el tiempo y con el desarrollo de la conciencia, la escena y la persona llegan a ser completas, plenamente oídas y plenamente vistas.
Hay, dentro del ser, un espejo imperfecto, un espejo deformado por la niebla de la soledad, de la timidez, por el ambiente que existe dentro de ese ser concreto. Es un espejo personal, que se encuentra en toda forma de vida subjetiva, interiorizada. Stella recibió una carta de Laura, la segunda esposa de su padre. «Ven inmediatamente. Voy a divorciarme de tu padre.» Su padre era actor. En Varsovia había alcanzado fama y adulación. Se mantenía joven y era el amante de todas las mujeres. La madre de Stella, cuyo amor por él abarcaba algo más que amor por el hombre, le había concedido una gran libertad. No fue el excesivo uso que hizo él de esta libertad lo que destruyó aquel sentimiento, sino su incapacidad de hacer que ella se sintiese centro de su vida, de hacerle sentir que, al margen de cualquier periferia, ella seguía ocupando el centro. A cambio de la abnegación de su esposa, él no había sabido darle nada; no había hecho más que tomar. Había explotado su bondad, su generosidad, su voluntaria ceguera. Había recurrido a la inmensa reserva de su amor sin corresponder a él con la misma entrega de ternura, y la reserva se había agotado. Para él, la infinitud de aquel amor había sido una incitación a la irresponsabilidad. Pensaba que podría utilizarlo indefinidamente; no sabía que incluso un amor infinito necesita alimento y fecundación, que no existe un amor autosuficiente, autopropulsor, auto-renovador,
Y así, un día, aquel amor murió. Durante veinte años, ella lo había alimentado con su propia substancia, hasta que murió. El egoísmo de él lo marchitó. Y él se mostró sorprendido, inmensamente sorprendido, como si ella le hubiese traicionado.
Ella se había marchado, con Stella. Y había aparecido otra mujer, más joven, discípula de él, que había asumido la carga de ser sólo su amante. Stella conocía la generosidad de la segunda esposa, su devoción. Sabía cuán profundamente debía de haber utilizado su padre aquella otra reserva para vaciarla, cuán acostumbrado estaba a tomar sin dar nada a cambio. De nuevo el amor de la mujer estaba agotado, apagado.
«Me amenaza con suicidarse, escribía Laura, pero no le creo.» Stella tampoco lo creía. Se amaba demasiado a sí mismo.
Su padre fue a recibirla a la estación. Su aspecto físico denotaba claramente que no era un hombre que se relacionase con los demás, sino una isla. Los contornos de su traje impecable tenían algo de finitud. Sus ropas eran de un material aislante. Fuera cual fuese el tejido de que estaban hechas, sus ropas daban la impresión de ser diferentes de las de los demás, de que los impecables pliegues no estuviesen hechos para que manos humanas los tocasen. Era una elegancia aséptica que expresaba su singularidad, y su perfeccionismo. Si sus ropas no hubiesen tenido aquella cualidad de perfección que repelía el agua, que repelía los sentimientos, sus ojos habrían cumplido esta función con aquella expresión de isla. La persona que se acercaba a él era, a todas luces, un intruso; el barco que entraba en aquel puerto era un enemigo; el ser humano que le abordaba violaba el deseo que tienen las islas de seguir siendo islas. Sus ojos estaban aislados. No creaban cálidos puentes con otros ojos. No emitían señales de bienvenida, no respondían con un destello, y sobre todo estaban tan cerrados como una puerta de vidrio.
Quería que Stella fuese a suplicar a Laura.
-Laura sospecha que tengo una aventura con una cantante. Antes no le importaban estas cosas. Además, esta vez resulta que no es verdad. No me gusta que se me... exilie injustamente. No soporto las acusaciones falsas. ¿Por qué me lo echa en cara ahora? No lo entiendo. Por favor, ve a verla y dile que dedicaré el resto de mi vida a hacerla feliz. Dile que estoy desconsolado -mientras decía esto, sacó la pitillera de plata y, advirtiendo en ella una mancha diminuta, la frotó cuidadosamente con el pañuelo-. No sabía lo que hacía. No sabía que a Laura le molestaban estas cosas. Dile que no he tenido nada que ver con esa mujer. Está demasiado gorda.
-Pero, si hubieses tenido algo que ver con ella -dijo Stella-, ¿no sería mejor que esta vez dijeses la verdad? Laura está enojada, y lo que más la irritará ahora es una mentira. ¿Por qué no eres sincero con ella?
Es posible que tenga pruebas.
Cuando oyó la palabra pruebas, alzó el rostro bien parecido, despierto, y dijo tranquilamente:
-¿Qué pruebas? No puede tener ninguna. He tenido cuidado...
Otra vez ha mentido, pensó Stella. No tiene remedio.
Visitó a Laura, que era pequeñita e infantil. Era como una niña que hubiese adoptado un papel maternal en un juego, y lo hubiese encontrado después superior a sus fuerzas. Pero había desempeñado aquel papel durante diez años. Casi como una santa, había cerrado los ojos a todas sus aventuras, había procurado salvar su vida común. Sus ojos creían siempre, quitaban importancia a sus escapadas, desdeñaban las murmuraciones, echaban la culpa a las mujeres más que a él. Hoy, al recibir a Stella, por quien ha sentido siempre un gran afecto, aquellos ojos crédulos habían cambiado. Nada es más evidente que la señal de una herida en unos ojos crédulos. Es una señal clara y rotunda, y los ojos están lacerados, parecen a punto de deshacerse por el dolor. La dulce confianza había desaparecido. Stella supo inmediatamente que sus ruegos serían inútiles.
-Las infidelidades de mi padre no significaban nada. Él siempre te ha querido más que a las otras.
Actuaba con ligereza, pero su amor verdadero era para ti. Ha sido un irresponsable, y tú eras demasiado buena con él, nunca te rebelabas.
Pero Laura defendió su posición:
-Es mi manera de ser. Tengo una gran fe, una gran indulgencia, siento un gran amor. Por eso, si alguien se aprovecha de mí, me siento traicionada y no puedo perdonarle. Se lo advertí cariñosamente. Lo que me sacó de quicio no fue su infidelidad, sino su falta de delicadeza. Deseaba morir. Le pedía que no fuese tan descarado, tan insolente. Pero ahora la situación es irrevocable. Cuando hice la suma de todos sus comentarios egoístas, de todos sus gestos descuidados, la expresión de fastidio en su rostro cuando estaba enferma, su indiferencia constante a mi tristeza, no pude creer que me hubiese amado nunca. Me contaba
unas historias tan inverosímiles que debía de tener una idea muy pobre de mi inteligencia. Hasta ahora, mi amor era lo bastante fuerte para cegarme... pero ahora, compréndelo, Stella, lo veo todo. Hasta recuerdo unas palabras suyas del primer día. La clase de infidelidad que puede perdonar una mujer no es la de tu padre. Él no me era infiel por su interés hacia otras mujeres, sino por su traición a lo que había entre nosotros: me abandonó espiritualmente y emocionalmente. No me quería. Otra cosa que no puedo perdonarle es que no era una persona natural, sino que adoptaba la pose de un ser ideal. Bajo una capa de
altruismo, encubría actos completamente egoístas. Se recreaba tanto en este papel de ser ideal que, en el fondo, yo intuí siempre que se me engañaba, que vivía con un hombre que representaba un papel. Eso no
puedo perdonárselo. Incluso ahora sigue mintiendo. Tengo pruebas irrefutables. Cayeron en mis manos por casualidad; yo no las busqué. Y no le bastaba con que su amante viviese cerca de nosotros; quería además
que yo la invitase a mi casa, y hasta me acusaba de no simpatizar con ella, de no entablar amistad con ella.
No me importa que ahora llore. Yo he llorado durante diez años. Y estoy segura de que no se suicidará. Es una comedia. Se quiere demasiado. Que se dé cuenta ahora de la fuerza del amor que ha destruido. Yo no siento nada. Nada. Ha matado mi amor tan completamente que ni siquiera sufro. Nunca he conocido a un hombre capaz de matar un amor de un modo tan total. ¡Qué digo, un hombre! Muchas veces creo que era un niño; era tan irresponsable como un niño. Él era un niño y yo me convertí en madre; por eso se lo perdonaba todo. Sólo una madre es capaz de perdonarlo todo. Pero el niño, naturalmente, hiere a su madre sin darse cuenta. No sabe si está cansada, o enferma; no hace nada por ella. Da por sentado que está dispuesta a morir por él.
El niño es pasivo, dócil, y lo acepta todo, sin dar a cambio nada más que afecto. Si la madre llora, le echa los brazos al cuello, y después se va y repite exactamente lo que la había hecho llorar. El niño sólo piensa en la madre como en la persona que se lo da todo, que se lo perdona todo, que le ama infatigablemente. Y yo permití que mi esposo se convirtiese en un niño... Pero él, Stella, ni siquiera era tierno como un niño, no me dio siquiera el amor que un niño tiene a su madre. ¡Era incapaz de ternura!
Y se echó a llorar. (Él no había llorado.)
Mirándola, Stella se dio cuenta de que el sufrimiento de Laura había sido demasiado grande, de que su amor estaba definitiva y absolutamente destrozado.
Cuando volvió junto a su padre con la palabra «irrevocable», él exclamó:
-Pero, ¿qué le ha pasado a Laura? Una mujer tan sumisa, resignada, paciente y angelical. Una muchachita llena de inocencia, de indulgencia. Y ahora esta locura...
No se preguntó, como no lo hacía nunca, qué podía haber hecho para destruir aquella resignación, aquella inocencia, aquella indulgencia. Dijo:
-Vamos a ver nuestra casa por última vez.
Hasta entonces, la casa había sido de los dos. Pero, en realidad, la casa pertenecía a Laura, y ella le había pedido que no volviese a entrar allí, que hiciese una lista de sus pertenencias y ella se las mandaría.
Ante la casa, juntos, miraron la ventana de la habitación de él:
-Nunca volveré a ver mi habitación. Es increíble. Mis libros todavía están ahí, y mis fotografías, mi ropa, mi álbum de recuerdos y...
En el mismo momento en que ellos dos estaban allí, se registró en Varsovia un leve temblor de tierra. En el mismo momento en que la vida de su padre era sacudida por el seísmo de la rebelión de una mujer, cuando perdía amor, protección, fidelidad, lujo, confianza. Toda su vida dislocada en un momento de rebelión femenina. La tierra y la mujer, y aquella súbita rebelión. El insensible instrumento de su egoísmo no había registrado señal alguna de aquella dislocación que se avecinaba.
Mientras estaba allí mirando su casa por última vez, temblaron las entrañas de la tierra. Laura lloraba quedamente mientras la vida de él se resquebrajaba, mientras caían en un abismo las posesiones amorosamente reunidas. Se abrió la tierra bajo los pies del hombre, bajo los pies que danzaban constantemente, bajo sus valses de galanteo, bajo el contrapunto de sus escenas amorosas. En un instante, la tierra se tragó el variopinto ballet de sus mentiras, sus evasiones de puntillas, sus caprichosas escapadas, las candilejas y focos con los que había rodeado y disfrazado sus conquistas y apetitos.
Todo fue destruido en el tumulto. La cólera de la tierra ante su ligereza, sus osadías, sus saltos y escapadas de la realidad. Su casa se resquebrajó, y por las fisuras cayeron sus libros raros, su colección de cuadros, sus recortes de prensa, los regalos de sus admiradores.
Pero, antes de que ocurriese esto, la tierra le había advertido muchas veces. Cuántas veces había dejado de ver las miradas de dolor en los ojos de Laura, cuántas veces había desestimado su soledad, cuántas veces había fingido no oír los sollozos apagados que salían de su habitación, cuántas veces había faltado a la ternura cotidiana... antes de la rebelión.
-Y, si caigo enfermo -dijo mientras empezaba a alejarse de la casa-, ¿quién me cuidará? Si al menos pudiese quedarme con Lucille, la sirvienta. Era perfecta. Nunca he visto nada igual. Es la única que me ha sabido planchar los trajes de verano. Con ella tendría todos los problemas resueltos. Lucille era callada, nunca me molestaba, y siempre estaba en casa. Pero ahora no sé si podría pagarle. Porque, si la tengo a ella, necesitaré a otra mujer. Sí, dos, porque Lucille no es demasiado buena cocinera. Caminaba tristemente calle abajo, con Stella cogida del brazo. Al cabo de unos momentos, añadió:
-Ahora que ya no tendré el coche, me perderé la Fiesta de los Narcisos de Montreux, y estoy seguro de que este año me habría llevado el premio.
Mientras caminase por la cuerda floja de sus ilusiones, Stella no temía por él. Él no veía relación alguna entre su conducta y la rebelión de Laura. No veía cómo los comentarios e incidentes más triviales podían acumularse y llegar a formar una red que le atrapase. No recordaba el comentario trivial que había hecho en presencia de la sirvienta, que estaba bordando devotamente una bata para Laura durante una de las enfermedades de ésta. Se había quedado en el umbral mirándola, y después le dijo con una de sus características piruetas: «Sé de alguien a quien esta bata le sentaría mucho mejor...». Esto había soliviantado l a lealtad de la doncella, y la había inducido posteriormente a concretar las pruebas contra él. Todos los que le rodeaban se habían puesto de parte de aquel ser al que él desdeñaba, porque veían claramente la enorme desproporción entre el comportamiento de Laura hacia él y el de él hacia ella. Casi podía decirse que, cuanto mayor había sido el amor de ella, mayor se había hecho su irresponsabilidad y el desprecio hacia aquel amor. Lo que Stella temía era que un momento de lucidez le hiciese ver que no era el aspecto superficial de su vida el que había destruido sus cimientos, sino su desprecio hacia aquellos cimientos, su modo de ir minándolos.
Por el momento, se mantenía en equilibrio en su cuerda floja. Incluso, estaba muy ocupado subiéndose otra vez a un pedestal. Ahora era la víctima de una mujer poco razonable. Una mujer que soporta a un hombre durante diez años, y después, cuando él empieza a envejecer, cuando está a punto de volverse sensato y sedentario, a punto de retirarse de su carrera de amante, se vuelve contra él y le deja solo. Qué absoluta falta de lógica!
-Ahora -le confesó a Stella- empiezo a sentirme un poco cansado de mis aventuras amorosas. Ya no tengo el entusiasmo de antes.
Después de caminar un momento en silencio, añadió:
-Pero te tengo a ti, Stella.
Los tres amores de su vida. Y Stella no pudo decir lo que pensaba: «También has destruido mi amor».
Y en aquel mismo instante recordó cuándo había sucedido. Ella era una niña de doce años. Sus padres estaban separados y vivían en barrios muy alejados de la misma ciudad. Una vez a la semana, se le permitía visitar a su padre. Una vez a la semana Stella pasaba de un ambiente de pobreza y dificultades a un ambiente de lujo e indolencia. Un contraste tan violento que le producía una impresión dolorosa.
En una ocasión, al ir a visitar a su padre, vio a Laura por primera vez. La oyó reír. Vio su figura pequeña sumergida en pieles, y olió su perfume. No pudo verla como una mujer. Le parecía que era otra niña. Una niña vestida y peinada como una mujer, pero sonriente, crédula y natural. Sintió afecto hacia ella, sin recordar que ocupaba el lugar de su madre, y que ésta hubiese esperado de ella odio hacia la intrusa. Pero hasta para aquella niña de doce años estaba claro que era Laura quien necesitaba protección, que no era ella la conquistadora. Que en los modales suaves, amables y encantadores de su padre, el actor, acechaban múltiples peligros para los seres humanos, sobre todo para los más vulnerables. El mismo peligro que se había hecho realidad para su madre y para ella: el peligro del abandono, de la soledad.
Laura también había mirado a Stella con cariño. Después, le murmuró algo a su padre, y Stella, cuyo oído era de una agudeza anormal, oyó las últimas palabras, «comprarle unas medias».
(A partir de entonces, Laura asumió todas las obligaciones sentimentales de su padre, y era Laura quien enviaba regalos a su madre, y después a ella.)
Padre e hija fueron a pasear juntos por las más hermosas calles comerciales de Varsovia. Ella se sentía avergonzada de sus medias zurcidas, ahora que Laura se había fijado en ellas. Su padre se avergonzaría de pasear con ella. Pero él no parecía preocupado. Caminaba a su lado con aquella gracia que se había hecho famosa, a la que la escena había ciado tanto realce, una gracia por la cual, cuando hacía una inclinación, besaba una mano o pronunciaba un cumplido, el gesto parecía salido de lo más hondo de su alma. Aquello daba a sus galanteos una tal plenitud romántica que una simple inclinación suya hacia la mano de una mujer era como una ceremonia en la que ponía su vida a sus pies, era una entrega total.
Entraron en una lujosa tienda de bastones. Su padre hizo que le mostrasen los más hermosos. Eligió la madera más preciosa, y la más delicadamente tallada. Le preguntó a Stella si aprobaba su elección. Después, vació el billetero y dijo: «Todavía puedo llevarte a casa en taxi». Y la llevó a casa en un taxi. Con el bastón nuevo y bruñido, le indicó al taxista la triste casa de Stella. Con un gesto de romántica devoción, como extendiendo bajo sus pies una alfombra roja, la devolvió a su pobreza, a los asaltos de los acreedores, a las ansiedades y humillaciones, al dolor corrosivo de la necesidad cotidiana.
Hoy no paseaba junto a su padre con las medias zurcidas. Pero tomaba taxis, como un embajador, entre Laura y su padre. Laura enviaba a su padre un complicado jarrón veneciano sobre un tallo increíblemente
fino que no se podía confiar al camión de las mudanzas. Stella lo sostenía en una mano, con el manguito en la otra, y a sus pies yacían fajos de antiguas cartas de amor. Y su padre la volvió a enviar a Laura en el mismo taxi llevando un relicario, un anillo, fotografías, cartas.
Stella asistió a la representación número mil de una obra titulada El huérfano, en la que su padre era el protagonista.
-El huérfano -comentó él- es un título que me sienta bien; desde que Laura me ha abandonado, me siento huérfano.
Y hablando del huérfano, él, el huérfano, el abandonado, la víctima por primera vez en su vida, seechó a llorar. (Pero no por el dolor de Laura, por su confianza rota.)
En el curso de la representación, cuando estaba sentado en un sillón, recitando su papel, dejó caer los brazos inesperadamente y cayó, rígido, contra el respaldo. Fue algo tan rápido, tan brusco, que pareció una marioneta rota. Ningún ser humano habría podido romperse de aquella manera tan súbita y total. Varias personas corrieron al escenario. «Es un ataque cardíaco», dijo el médico.
Stella le acompañó a casa. Yacía rígido como en la muerte.
Stella no podía llorar. Por él sí, por su tristeza. Pero no por su padre. Todos los lazos estaban rotos. Pero por un hombre sí, por cualquier hombre que sufriese. El favorito de las mujeres. Cabello blanco y elegancia. Soledad. Todas las mujeres rodeándole y ninguna lo bastante cerca. Stella incapaz de acercarse más, porque nadie podía acercársele más. Había obstruido el camino con su egoísmo. Su egoísmo le había aislado. El egoísmo era el guardián que impedía toda entrada, toda comunicación. No había modo de consolarle. Se estaba muriendo porque, con el final del lujo, de la protección, su vida había terminado.
Tomaba todo su alimento de las mujeres, pero nunca lo supo.
No fue Stella quien le mató. No había sido ella quien le dijo: has matado mi amor.
Sentía la zozobra de la piedad, pero no podía hacer nada. Se estaba cumpliendo el destino de su padre. Él había buscado sólo su placer. Y moría solo en el escenario de la autocompasión.
Pero cuando le vio tendido en un banco del camerino, con el cuello de la camisa por primera vez descuidadamente abierto, con el obeso doctor escuchando su corazón (roto por la autocompasión), tan esbelto, tan estilizado, tan meticulosamente cincelado, como una efigie, la compasión le abrasó la garganta.
Un hombre de quien ella había odiado todas las palabras, de quien había condenado todos los actos y pensamientos, cuyas maneras eran todas ellas falsas, cuyos gestos eran teatrales, estaba ahora tendido en un diván muriéndose de autocompasión, con los ojos cerrados en un supremo esfuerzo teatral, Stella podía amarle y compadecerle otra vez. ¿Acaso el amor al padre no muere jamás, aunque haya quedado sepultado un millón de veces bajo amores más intensos, aunque ella le había mirado sin ilusión?
Aquella figura, la esbeltez de aquel cuerpo, la belleza de sus formas, escapaban aún a la oscura tumba del amor sepultado y estaban vivas, porque él había sabido caer hábilmente fulminado como si fuese la víctima, porque se había desvanecido delante de mil personas, porque había sido un actor hasta el final; a Laura y a la madre de Stella nadie las había visto ni oído llorar. Una Stella frágil, recostada en su cama de satén marfileño, entre espejos.
Su cuerpo elocuente puede expresar todos los sentimientos con el lenguaje de la danza. Ahora descansa las manos en las rodillas, sus manos cansadas y vencidas. Su danza es constantemente interrumpida por las heridas del amor. Con su bata blanca, no parece una hechicera, sino una huérfana. Con su bata blanca sale de su habitación y baja corriendo la escalera, para ahorrar una molestia a los sirvientes, ella que está agotada. Su cuerpo y su rostro tan vivos que no parecen de carne; parecen antenas, aliento, nervio. Delicada, yace como una niña cansada, pero tan inteligente. Lista, dice lo que siente, siempre. Irreal, su voz se desvanece hasta convertirse en un susurro, como si ella misma fuera a desvanecerse y hubiese que contener la respiración para oírla. Oriental, adopta la pose de las danzarinas balinesas. La cabeza siempre independiente del cuerpo, como la cabeza del pájaro es independiente de su frágil tallo.
El lenguaje de sus manos. Cuando se curvan, saltan, ondean, trepidan, uno teme que siempre acaben entrelazadas, suplicando que nadie le haga daño.
Ningún papel podía abarcar su intensidad.
En su actuación, emitía un brillo que resultaba insoportable. Una exaltación demasiado grande para el papel, que se rompe como una vasija demasiado pequeña. Demasiado fuego. El papel quedaba empequeñecido, deformado, olvidado. Cuando suplicaba que le diesen papeles capaces de contener aquella intensidad, se los negaban.
Fuera del escenario continuaba frunciendo maliciosamente su naricita, su mirada tenía la misma expresión de embeleso, mostraba la naturalidad, gracia y espontaneidad de los niños (una vez, en el restaurante más elegante de la ciudad, alargó la mano hacia la bandeja de plata que llevaba un pomposo camarero y robó una patata frita).
La intensidad hacía que los incidentes que representaba pareciesen mezquinos y fuera de lugar. Tenía un resplandor nacido de una fuente de sentimientos tan profunda que eclipsaba a los mediocres personajes de la galería de Hollywood.
Comía como un niño, con avidez, como temiendo que le fuesen a quitar la comida, por alguna prohibición de sus padres. Como los niños, carecía de coquetería. No se daba cuenta de cuándo iba despeinada, y le gustaba ir sin maquillaje. Si alguien le hacía el amor mientras aún llevaba en las pestañas el peso del rímel, si alguien hacía el amor a sus pestañas artificialmente exageradas, se ofendía, como si la hubiesen traicionado.
Era una niña cargada con un alma muy antigua, que la abrumaba, y quería depositarla en algún papel grandioso y apasionado. En Juana de Arco, o Marie Beshkirtseff... o Rejane, o Eleonora Duse. Hay personas que se disfrazan, como el padre de Stella, que se disfrazaba y representaba lo que no era. Pero Stella sólo deseaba transformarse, crecer; sólo quería representar lo que creía que era, o lo que podía ser. Y Hollywood no se lo permitía. Hollywood tenía sus normas y medidas para los personajes. No se podía
transgredir ciertos límites constantes.
Philip. La primera vez que Stella le vio, se rió de él. Era demasiado guapo. «Qué bello plumaje de Don Juan», comentó, riendo, y le dio la espalda. El plumaje donjuanesco nunca la había atraído.
Pero a la mañana siguiente le vio caminando delante de ella, con una actitud como de euforia. Volvió a burlarse de su magnificencia. Pero, cuando pasó junto a ella, con un andar libre, amplio, lírico, le vio dirigir a su acompañante una sonrisa tan deslumbrante, tan fogosa, tan sensual, Stella quedó impresionada. Era la sonrisa de la alegría, de una alegría desconocida para ella.
Al mismo tiempo, Stella inspiró profundamente, llenándose los pulmones, como si el aire hubiese cambiado, como si se hubiese limpiado de nieblas asfixiantes, de malignos venenos.
Al principio, él le resultó impenetrable, porque el ambiente de ligereza era nuevo para ella.
Planeaba en las alas de su sonrisa y de su humor.
Cuando le dejaba, oía el viento entre las hojas como el aliento mismo de la vida, y volvía a respirar en las grandes altitudes libres donde no llega la angustia sofocante.
Seguía junto a él los caminos caprichosos del deseo puro, confiando en su sonrisa.
En pos de la alegría. Stella poseía su sonrisa, sus ojos, su seguridad. Hay seres que se nos acercan al son de una música. Ella esperaba siempre verle aparecer en un trineo, al son de los cascabeles. Siendo niña, oía el cascabeleo de los trineos y pensaba: suenan a alegría. Cuando abría la pitillera de Philip, esperaba oír la melodía ligera, metálica, alegre, de las cajitas de música.
La ausencia de dolor tenía que significar que no se trataba de amor, sino de un encantamiento. Él llegaba trayendo alegría y cuando se marchaba le parecía a Stella que iba a su misteriosa fuente a buscar más.
Le esperaba sin impaciencia y sin temor. Había ido a reponer su provisión de alegría. Y todos los objetos que tocaba se cargaban con la música que hace florecer el goce.
Cuando le esperaba, experimentaba una placentera tensión, la tensión de un alto y peligroso salto de trapecista. Los largos intervalos entre sus encuentros, la ausencia de amor, hacían que fuese una especie de brillante salto mortal, ornado de lentejuelas, acompañado por la música. Stella admiraba la habilidad y cuidado que mostraban en mantenerse fuera del círculo del dolor. La pequeña semilla de la angustia a la que ella era tan susceptible no podía germinar en aquella atmósfera.
Se reía cuando él le confesaba sus apuros de Don Juan, las exigencias del papel que le imponían las mujeres. «¡ Las mujeres toman nota de todo, y después lo comentan entre ellas para ver si uno está siempre a la misma altura! » Un Don Juan fatigado descansando la cabeza en sus rodillas. Como si supiese que para ella, despierto o dormido, él era siempre el mago de la alegría.
No se parecía a ninguna otra persona o momento de su vida. A Stella le parecía haber escapado a una rutina fatal, repetitiva. Una noche, Stella acudió sola a un restaurante y le dieron una mesa al lado de la de Bruno. Había pasado mucho tiempo y ella se sentía en otro mundo, pero ver a Bruno le causó dolor. Él estaba muy trastornado.
Se sentaros juntos y cenaron sin apresurarse.
Stella estaba citada con Philip a medianoche. A las once y media, cuando se levantó y pidió el abrigo,
Bruno le dijo:
Permíteme que te acompañe a casa.
Pensando en un posible encuentro entre él y Philip (que debía ir a visitarla a medianoche), Stella vaciló. Esta vacilación le causó a Bruno un dolor tan agudo que se echó a temblar. Ella pensó que de ningún modo podía decirle la verdad... Por ello se apresuró a decir:
-No voy a casa. Me esperan unos amigos. Al verte, me había olvidado de ellos, pero les he prometido pasar.
-¿Puedo acompañarte a su casa?
Stella pensó: si menciono a personas a las que conoce, vendrá conmigo. Y dijo:
-Ya tomaré un taxi.
Esto reavivó la inquietud de Bruno. De nuevo cruzó su rostro una expresión de dolor, y Stella se sintió herida, de modo que le dijo rápida y espontáneamente:
-Acompáñame. Es en la Ochenta y Nueve Este.
Mientras él le hablaba tiernamente en el taxi, ella pensaba, angustiada, que debía encontrar una casa con dos puertas, como las que abundan en la Quinta Avenida, pero, como no conocía la Ochenta Nueve Este, se preguntaba con qué iba a encontrarse en aquella esquina. Quizás un club, o una casa particular, o una de las muchas residencias de los Vanderbilt.
Por la ventanilla del taxi, miró ansiosamente el gran solar vacío que quedaba a la derecha, y la casa particular de la izquierda. La voz de Bruno tan vulnerable, su temor a herirle. El tiempo apremiaba, y Philip la esperaría a la puerta de su apartamento. Le dijo al taxista que se detuviese ante una casa de pisos en la esquina de la Ochenta y Nueve y la Avenida Madison.
Besó ligeramente a Bruno, y se sorprendió al ver que él salía del taxi con ella y lo despedía. –Necesito dar un paseo -explicó.
Para empezar, la puerta estaba cerrada y tuvo que llamar al timbre de la portería. El portero apareció antes de lo que ella esperaba. Mientras se introducía en el vestíbulo, el hombre le preguntó:
-¿Por quién pregunta? ¿A qué piso va?
Ella sólo pudo decir:
-¿Hay una salida a la Avenida Madison?
Esto despertó las sospechas del portero, que le preguntó ásperamente:
-¿Para qué quiere saberlo? Por quién pregunta usted?
-Por nadie -respondió Stella-. Sólo he entrado porque me seguía y me molestaba un hombre. He pensado que podía entrar aquí, salir por la otra puerta, tomar un taxi e irme a casa.
-La otra puerta está cerrada por la noche. No puede salir por ahí.
-Muy bien, pues esperaré aquí un rato hasta que se marche ese individuo.
El portero veía a través de la puerta la silueta de Bruno paseando arriba y abajo. ¿Qué ocurría? ¿Estaría pensando en encontrarse con ella? ¿Creía tal vez que no era cierto que tuviese amigos en aquella casa y esperaba sorprenderla cuando volviese a salir? ¿Sentía celos, intuitivamente, y se preguntaba si tendría motivo? Esperaba. Esperaba allí, fumando, paseando entre la nieve. Ella estaba sentada en el vestíbulo alfombrado de rojo, en un sillón de felpa rojo, mientras el portero paseaba arriba y abajo, mientras
Bruno paseaba también arriba y abajo delante de la casa.
Pensaba en Philip que la esperaba; le martilleaba el corazón, le daba vueltas la cabeza.
Se levantó, avanzó cautelosamente hacia la puerta y vio que Bruno seguía paseando en el frío de la noche. Dolor y risa, dolor por el antiguo amor por Bruno, risa por alguna sensación íntima, secreta, de jugar con dificultades.
Le dijo al portero:
-Ese hombre está todavía ahí. Mire, tengo que salir como sea. Ayúdeme.
No muy amablemente, el hombre llamó al ascensorista. El ascensorista la condujo al sótano, par un laberinto de pasadizos grises. Se reunió con ellos otro ascensorista. Ella les contó que la había seguido un hombre, añadiendo nuevos detalles a la historia.
Pasando junto a baúles, maletas, montones de periódicos, e hileras y más hileras de cubos de basura, y después, bajando la cabeza, recorrieron otro pasadizo, subieron unas escaleras y llegaron a la puerta posterior.
Uno de los muchachos fue a buscarle un taxi. Les dio las gracias, con la alegría de un niño que juega. Ellos le dijeron que había sido un placer, y que Nueva York era mal asunto para una señora. En el taxi, se acurrucó para que Bruno no la viese mientras pasaba por la Avenida Madison. Philip estaba muy inquieto por su tardanza.
Ella hubiese querido decirle: ¡No eres tú quien debería estar inquieto! ¡ Te he elegido a ti! He tenido que luchar para volver contigo, pero aquí estoy. Y es Bruno quien se ha quedado fuera, esperando en el frío de la noche. Un día, Philip le pidió que le esperase en su apartamento, porque el tren que debía tomar llevaba retraso. (Antes, siempre había acudido él al apartamento de Stella.) Por primera vez, deseaba encontrarla allí, en su casa.
Ella no había estado nunca en su dormitorio.
Era la primera vez que salía del ambiente que él creaba para ella con sus palabras, sus historias, sus actos. Ella sabía que las dimensiones que le faltaban a Philip tenían que existir, pero él había sabido mantenerlas ocultas Y ahora, entrada la noche, por hacer algo, por entretenerse, con mucha torpeza, como la del ciego al que se deja solo por primera vez, se puso a acariciar los objetos con los que él vivía, al principio con ternura, porque eran de él, porque aún esperaba que emitiesen alguna melodía para ella, que se le abriesen con juguetonas sorpresas, que comunicasen a sus dedos una inmediata prueba de amor. Pero ninguno emitió ningún sonido que le recordase a Philip... Y, lentamente, sus dedos se hicieron más torpes, dejaron de acariciar. Reconocieron objetos procedentes de mujeres, o regalados por ellas. Sus dedos reconocieron las horquillas de la esposa, la polvera de la esposa, los libros con dedicatorias de mujeres, las fotografías de mujeres. Las huellas dactilares de todos los objetos eran huellas de mujer.
Después, en el dormitorio, se puso a mirar el tocador. Se quedó mirando un inmaculado y «conocido» juego de tocador de plata. No fue el hecho de que Philip tuviese esposa, y amantes, y se debiese al público, lo que la hizo despertar. Fue aquel juego de tocador de plata, idéntico a uno muy aristocrático que siendo niña la había fascinado. El mismo brillo, la misma disposición simétrica. Estaba segura de que, si tomaba en la mano el cepillo del pelo, olería a perfume. Y efectivamente, así era. Había reaparecido el juego de tocador de su padre. Y esto, naturalmente, hizo más posible la analogía. Todo lo demás estaba allí también: la esposa, el público, las amantes.
Su padre recibiendo los aplausos y las flores que eran el tributo de todas las mujeres, las flores de su feminidad con los multicolores adornos de helechos que se entregaban pródigamente a las figuras de la escena, la ilusión necesaria a un deseo artificialmente preparado para quienes eran demasiado perezosos para preparar el suyo. (En el amor que sentimos hacia personas que no son actores, la ilusión ha de ser creada por el amor. Pero las personas que se enamoran de actores son como las que se enamoran de magos; son los
únicos que no pueden crear la ilusión o la magia con el amor, que no pueden crear la puesta en escena, el director, la música, el papel, que rodean al personaje con todo lo que requiere el deseo.) Con este amor Philip recibirá ramilletes de las mujeres, y Stella volverá a encontrar el conocido dolor que le había causado su padre. Y esto ha sucedido sin ella quererlo.
Porque ellos dos habían alcanzado el anillo que rodea el planeta del amor, el anillo exterior del deseo; porque habían saltado airosamente las semanas de alejamiento, Stella había creído que éstas eran maravillosas pruebas de su común agilidad para escapar a las prisiones de dolor del amor profundo, del amor total.
Había días en que pensaba: el origen de mi drama es que perdí la alegría a una edad temprana. (En la infancia vislumbramos el paraíso, su posibilidad, existimos en él.) En qué momento lo había perdido y lo había sustituido por la angustia? ¿Podría recordarlo?
De pie ante los cepillos, peines y cajitas de plata del tocador de Philip, recordó que, como otras personas observan el sol y la lluvia como barómetros de sus humores, ella había corrido todos los días a mirar aquellos objetos de plata. Cuando su padre atravesaba épocas borrascosas y deseaba abandonar el hogar, aquellos objetos estaban desordenados, sin brillo. Y, cuando se hallaba en la cumbre del éxito, la armonía y el placer, los objetos estaban simétricamente colocados y bien bruñidos. Las iniciales brillaban con exquisita iridescencia. Y, en los días de gran discordia y tragedia, desaparecían completamente y ocupaban sus huecos en el neceser. Por eso, Stella los consultaba como barómetros de su clima emocional.
Cuando él abandonó definitivamente el hogar, pareció que ninguno de los objetos que quedaban poseía aquella capacidad de fulgor, de emitir un brillo. Fue una transición de la fosforescencia al gris constante.
Cuando él se marchó, la vida de Stella cambió de color. El sólo tomaba el placer, pero también emitía este placer a su alrededor. Cuando ella se vio apartada de ese esplendor y alejada del brillo de los objetos hermosos, se vio arrojada a la tristeza.
¿Cómo podía haberse ido la alegría con el padre?
Una persona podía marcharse sin llevárselo todo con ella. ¡Habría podido dejarle un cofrecillo del que extraer alegría a su antojo! Habría podido dejarle el juego de tocador de plata. Pero no, se lo llevó todo con él porque se llevó la fe, la fe de Stella en el amor, y la dejó a merced de dudas y temores. Los seres humanos poseen un millón de diminutas compuertas para comunicarse. Cuando se sienten amenazados las cierran, se rodean de barricadas. Stella las cerró todas. Apareció el ahogo. Asfixia de los sentimientos. Apareció en la pantalla, en una nueva cinta. Su rostro estaba inmóvil como una máscara. No era Stella.
Era la apariencia exterior de Stella.
La gente le enviaba enormes ramos de flores exóticas. Continuaban enviándole flores. Ella firmaba los recibos, incluso firmaba notas de agradecimiento. Flores para los muertos, murmuraba. Con un poco de alambre y un soporte redondo, hubiesen servido perfectamente.