Hotel Colón, Panamá, 15 de enero de 1953
Querido Allen:
Me quedé aquí para hacerme sacar las almorranas. Calculé que no convenía ir a meterse entre los indios con almorranas.
Bill Gains estuvo aquí y ha agotado la tintura paregórica en toda la República de Panamá, desde Las Palmas hasta David. Antes de Gains, Panamá era una ciudad paregórica. En cualquier farmacia se podían comprar cuatro onzas. Ahora los boticarios no quieren saber nada y la Cámara de Diputados estuvo a punto de dictar una Ley Gains especial, pero él tiró la esponja y regresó a México. Yo estaba dejando el opio y Gains no hacía sino fastidiar con aquello de para qué engañarme, opiómano una vez, opiómano siempre. Que si dejaba el opio me convertiría en un borracho miserable o me volvería loco tomando cocaína.
Una noche me emborraché y compré paregórico y él no hacía sino repetir y repetir: "Yo sabía que volverías al paregórico. Lo sabía. Serás un opióma¬no toda la vida" y me miraba con una sonrisita de gato. Para él, el opio es una causa.
Fui al hospital enfermo por el opio y pasé cuatro días allí. No me daban sino tres inyecciones de morfina y no podía dormir a causa del dolor, el calor y la falta de opio, y además de eso en el mismo cuarto estaba conmigo un caso de hernia, un panameño, y los amigos venían y se quedaban todo el día y la mitad de la noche uno de ellos se quedó realmente hasta medianoche.
Recuerdo haber pasado en el corredor a1 lado de unas norteamericanas con aire de esposas de oficiales. Una decía: "No sé por qué, pero me es impo¬sible comer cosas dulces". "Tiene diabetes, señora", dije. Se volvieron rápidamente y me miraron indignadas.
Después que me dieron de alta en el hos¬pital, pasé por la Embajada. Frente a ella hay un terre¬no baldío con árboles y maleza donde los muchachos se desvisten para nadar en las aguas sucias de la resi¬dencia acuática de una pequeña y venenosa serpiente marina. Olor a excrementos, agua de mar y lujuria de jóvenes machos. No había carta alguna. Hice otro alto en el camino para comprar dos onzas de paregórico. El mismo Panamá de siempre. Putas, putos y rufianes.
"¿Quiere linda chica?"
"¿Baile de señora desnuda?"
"¿Quiere ver como monto a mi hermana?
" No es de extrañar que los alimentos sean tan caros". Nadie quiere quedarse en el campo. Todos quieren venir a la gran ciudad y ser rufianes.
Yo tenía el artículo de una revista que hablaba de una taberna, en las afueras de la ciudad de Panamá, llamada "Blue Goose". "Es éste un local donde todo puede ocurrir. Los vendedores de drogas están al acecho en el baño de hombres con una hipodérmica cargada y lista para clavarla. Hay veces que surgen de alguno de los retretes y se la clavan a uno en el brazo sin esperar a que diga algo. Los homosexuales están en su gloria."
El "Blue Goose" tiene el aspecto de una de esas tabernas de los caminos en la época de la pro¬hibición. Un edificio bajo y largo, venido a menos y cubierto de enredaderas. Se oía croar las ranas en el bosque y en los pantanos que lo rodeaban. Afuera había unos pocos coches y adentro una débil luz azulada. Me acordé de una taberna en las afueras, durante la época de la prohibición, en mi adolescencia, y del sabor del gin en un verano del Medio Oriente. (¡Oh, Dios mío! Y la luna de agosto en un cielo violeta y la pija de Billy Bradshinkel. ¿Cómo puede uno ensuciarse tanto?)
Inmediatamente, dos Putas viejas se sen¬taron a mi mesa sin ser invitadas y pidieron bebidas. La vuelta costaba seis dólares con noventa. La única cosa que acechaba en el baño de hombres era el encargado de los lavatorios, insolente y pedigüeño. Debo añadir que en Panamá, lejos de correr la gran juerga, nunca he conseguido un muchacho. Siempre me pregunto cómo será un chico panameño. Probablemente un castrado. Al decir que todo puede ocurrir, se refieren al local y no a los clientes.
Me encontré por casualidad con mi viejo amigo Jones, el chofer de taxi, y le compré un poco de C, que estaba lindamente falsificada. Casi me ahogué tratando de aspirar lo bastante de esa porquería como para levantarme. Eso es Panamá. No me sorprendería nada que adulterasen a las Putas con esponjas de goma.
Los panameños deben ser los individuos más piojosos del hemisferio —aunque tengo entendido que los venezolanos entran en la competencia— y jamás encontré un grupo de ciudadanos que me deprima tan¬to como el de los empleados públicos de la Zona del Canal. Es imposible entrar en contacto con un funcio¬nario a nivel de la intuición y la comprensión. Simple¬mente, carecen de aparato receptor y emiten tanto como una batería muerta. Debe de haber ondas cerebrales de una baja frecuencia especial, propias de los empleados gubernamentales.
Los hombres de las fuerzas armadas no parecen jóvenes. No tienen entusiasmo ni conversación.
En realidad rehuyen la compañía de civiles. El único elemento con el cual estoy en contacto en Panamá es el de abajo, y todos son unos vivillos.
Cariños
Bill
P.S. Billy Bradshinkel llegó a fastidiarme tanto que fi¬nalmente tuve que matarlo:
La primera vez fue en mi Ford A, después del Baile de los Graduados, en primavera. Billy tenía los panta¬lones bajos, a la altura de los tobillos, y conservaba pues¬ta la camisa del smocking, y todo el asiento del coche estaba lleno de semen. Después me encontró sostenién¬dole por el brazo mientras él vomitaba a la luz de los faros del coche, con su aire juvenil y petulante, los rubios cabellos desordenados por el tibio viento de pri-mavera. Luego volvimos al coche, apagamos las luces y yo dije: "Vamos de nuevo".
Y él dijo: "No, no deberíamos".
Y yo dije: "¿Por qué no?", y para ese entonces él estaba ya excitado, de modo que lo hicimos de nuevo, y yo pasé las manos sobre su espalda por debajo de la camisa del smocking y lo apreté contra mí y sentí la larga pelusa de bebé de sus mejillas suaves contra la mía y él se durmió allí y estaba empezando a aclarar cuando volvimos a casa.
Después de ésa, lo hicimos varias veces más en el coche, y una vez que su familia estaba ausente nos quitamos toda la ropa y luego lo estuve mirando dormir como un bebé con la boca entreabierta.
Ese verano Billy tuvo tifoidea y yo iba a verlo todos los días y su madre me servía limonada y una vez su padre me sirvió una botella de cerveza y me convidó con un cigarrillo. Cuando Billy mejoró solíamos ir con el coche al Lago Creve Coeur, alquilábamos un bote y nos íbamos a pescar y nos acostábamos en el fondo del bote, abrazados, sin hacer nada. Un sábado explo¬ramos una vieja cantera y descubrimos una cueva y nos quitamos los pantalones en la mohosa oscuridad.
Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos días azules y brillantes que se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche para cazar ardillas con mi escopeta del 22, y caminamos por el bosque de otoño sin descubrir nada que cazar y Billy estaba silencioso y hosco; nos senta¬mos en un tronco y Billy se miraba los zapatos hasta que por fin me dijo que no podría verme de nuevo (ob¬serva que te estoy ahorrando las hojas muertas).
"Pero, ¿por qué Billy? ¿Por qué?
"Si tú no lo sabes yo no puedo explicártelo. Volvamos al coche."
Hicimos el viaje de regreso en silencio y cuando llega¬mos a su casa, abrió la portezuela y bajó. Durante un segundo me miró como si fuese a decirme algo, luego se volvió bruscamente y avanzó por el sendero de las lajas hacia la casa. Yo me quedé allí sentado un minuto mirando la puerta cerrada. Después, atontado, me fui a casa.
Una vez que el coche estuvo en el garage apoyé la cabeza en el volante, y lloré restregando la mejilla con¬tra los rayos de acero. Por último mi madre gritó desde la ventana de arriba si pasaba algo y por qué no entraba a la casa. Me sequé las lágrimas de la cara, entré y dije que me sentía mal y me fui arriba a la cama. Mi madre me llevó un plato de torrijas a la cama pero yo no podía comer y lloré toda la noche.
Después de eso, llamé varias veces por teléfono a Billy pero él siempre colgaba al oír mi voz. Y le escribí una carta larga que nunca me contestó. Tres meses más tarde cuando leí en el diario que había muerto en un accidente de automóvil, mi madre dijo:
"Oh, ése es el hijo de los Bradshinkel. Antes solían ser ustedes muy amigos, ¿verdad?".
Yo respondí: "Sí, madre", sin sentir absolutamente nada. Y me conseguí un barril de whisky falsificado. Otra ru¬tina: Un hombre que fabrica recuerdos a pedido. De la clase que se quiera y con la garantía de que uno creerá que las cosas ocurrieron exactamente así... (A decir verdad, casi acabo de venderme a mí mismo a Billy Bradshinkel). Algunas palabras del Duende del sueño japonés que servirían como moraleja de un cuento:
"Apenas un viejo ropavejero que trueca sueños viejos por nuevos". Pero, ¡qué diablos! Pásaselo a Truman Capote. Otro recuerdo pero legítimo. Todos los domingos a la hora del almuerzo mi abuela desenterraba a su hermano, muerto cincuenta años antes cuando al pasar la escopeta a través de una empalizada se hizo volar los pulmones. "Siempre me acuerdo de mi hermano, tan lindo mucha¬cho. Detesto ver a los muchachos con escopetas."
De modo que todos los domingos, al almuerzo, ahí esta¬ba el muchacho tirado junto a la empalizada de madera y la sangre sobre la arcilla roja y helada de Georgia, empapando el rastrojo de invierno.
Y la pobre señora Collins que aguardaba que sus cata¬ratas madurasen para que pudieran operarla. ¡Oh Dios ¡El almuerzo del domingo en Cincinati!
Hotel Mulvo Regís, Bogotá, 25 de enero de 1953
Querido Al:
Bogotá está situada en una planicie alta ro¬deada de montañas. La hierba de la sábana es de un verde claro, y aquí y allá se levantan sobre la hierba monolitos negros precolombinos. Es una ciudad de as¬pecto lúgubre y sombrío. El cuarto del hotel es un cubículo sin ventanas (en América del Sur, las ventanas son un lujo), con tabiques de madera prensada, color verde y una cama demasiado chica.
Durante largo rato estuve sentado en la ca¬ma paralizado por la depresión. Luego salí al aire frío y enrarecido para tomar algo, dando gracias a Dios por no haber venido a parar a esta ciudad enfermo por el opio. Tomé algunas copas y regresé al hotel donde un camarero feo y maricón me sirvió una comida que no valía gran cosa.
Al día siguiente fui a la Universidad en busca de datos sobre el yagé. Todas las ciencias están amontonadas en El Instituto. Es éste un edificio de ladrillos rojos, corredores polvorientos y oficinas sin nombre, en su mayor parte cerradas. Fui avanzando por sobre cestos, animales embalsamados y muestras botá¬nicas. Estas cosas fon continuamente llevadas de un lu¬gar a otro sin ninguna razón aparente. De pronto, alguien sale de un escritorio y reclama algún objeto de esa mescolanza dejada en los pasillos y hace que se lo lleven a su oficina. Los ordenanzas, sentados sobre las cestas, fuman y saludan a todo el mundo dándole el título de "doctor".
En una habitación grande y llena de polvo, de ejemplares de plantas y de olor a formol, vi a alguien que estaba buscando algo que no lograba encontrar, con un aire de aristocrático fastidio. Nuestras miradas se cruzaron.
“¿Qué habré hecho con mis muestras de cacao? Era una variedad nueva de cacao silvestre. ¿Y qué estará haciendo este cóndor embalsamado aquí en mi mesa?"
El hombre tenía el rostro delgado y fino, llevaba anteojos con montura de acero, una americana de tweed y pantalones de franela oscura. Sin la menor duda. Boston y Harvard. Se presentó como el doctor Schindler. Estaba relacionado con una Comisión de Agricultura de los Estados Unidos.
Le pregunté acerca del yagé. "Sí, dijo, aquí tenemos muestras. Venga y le mostraré", agregó, echan¬do una última mirada en busca de su cacao. Me mostró un ejemplar seco de la planta de yagé, una trepadora de aspecto muy corriente. Sí, lo había tomado. "Conseguí colores, pero no visiones."
Me indicó con exactitud lo que yo necesi¬taría para el viaje, dónde debía ir y a quién debía ver. Le pregunté acerca del aspecto telepático. "Eso, claro, es pura imaginación", dijo. Me señaló el Putumayo como la región más fácilmente accesible donde podría encontrar yagé.
Me tomé unos días para reunir el equipo y conseguir el capital. Para una expedición a la selva se requie¬ren medicamentos; el suero antiofídico, la penicilina, el enterovioformo y el aralén son esenciales. Además una hamaca, una manta y una bolsa de caucho llamada tula para llevar las cosas.
Bogotá es alta, fría, y húmeda; es un frío húmedo que se le mete a uno dentro como el frío enfer¬mizo del opio. No hay calefacción en ninguna parte y uno nunca llega a calentarse. Como en ninguna otra ciudad que haya visto en América del Sur, se siente en Bogotá el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo cuanto es oficial lleva el sello de Made in Spaín.
Tuyo William
Hotel Niza, Pasto, 30 de enero.
Querido Al:
Tomé el ómnibus hasta Cali porque el auto-ferro estaba completo durante unos cuantos días. Los policías revisaron el ómnibus varias veces y a todos los que estaban dentro. Yo llevaba un revólver metido bajo los medicamentos, pero en esas paradas sólo me revisa¬ron a mí. Es evidente que quienquiera que llevase armas eludiría esas paradas o pondría las armas donde esos descuidados policías no las buscaran. Todo cuanto con¬siguen con el sistema actual es molestar a los ciudada¬nos. No he conocido nunca a nadie en Colombia que hable bien de la Policía Nacional.
La Policía Nacional es la Guardia del Pala¬cio del Partido Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no merece completa con¬fianza). Querido, la P.N., es el cuerpo de jóvenes más unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares de esos extraños y rústicos jóvenes; sólo he visto a uno que pu¬diera considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodo en su puesto. Si algo bueno puede decirse de los Conser¬vadores no lo he oído. Son una
impopular minoría de repelentes soretes.
El camino cruza las montañas y baja luego a la curiosa región intermedia de Tolima, en el límite de la zona de combate. Árboles, llanuras, ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunos de los individuos mejor parecidos y algunos de los más feos que haya visto. La mayoría de ellos parecen no saber nada mejor que hacer que contemplar el ómnibus y a los pasajeros, y en especial al gringo. Se me queda¬ban mirando hasta que por fin yo sonreía o saludaba con la mano, para entonces responder con esa sonrisa des¬dentada y rapaz que recibe el norteamericano en toda América del Sur.
"Hola, Míster, ¿un cigarrillo?"
En un pueblo caluroso y polvoriento donde nos detuvimos a tomar un café vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, una boca suave, hermosa, y dientes bien separados, con unas encías rojas y brillan-tes. Sobre la frente le caían unos hermosos cabellos ne¬gros. De toda su persona se desprendía una tierna ino¬cencia masculina.
En uno de los puestos aduaneros me encon¬tré con uno de la Policía Nacional que había peleado en Corea. Abriéndose la camisa, me mostró las cicatri¬ces sobre su poco apetecible cuerpo.
"Me gustan ustedes, muchachos", dijo.
Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal, y nada bueno puede esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos.
Al atardecer compré una botella de coñac y me emborraché con el conductor del ómnibus. Me quedé en Armenia y al día siguiente seguí para Cali en el autoferro.
Con una vegetación semitropical de bam¬búes, bananeros y papayas. Cali es una ciudad relativa¬mente agradable, con un buen clima. Aquí no se siente la tensión. Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no políticos. Hasta violación de cajas de cau¬dales. (En América del Sur son raros los delincuentes en gran escala.)
Estuve con algunos antiguos residentes es¬tadounidenses que me dijeron que el país está a la miseria.
"Odian la sola vista de un extranjero, aquí abajo. ¿Sabe por qué? La culpa de todo la tiene el Punto cuarto y esa tontería de la buena vecindad y de la ayuda financiera. Si se le da algo a esta gente, en seguida piensan ¡aja, es que me necesitan! Y cuánto más se da a esos hijos de puta, peores se ponen."
He oído este tipo de comentarios de viejos residentes en toda América del Sur. No se les ocurre pensar que algo más fundamental que las actividades del Punto cuarto está en juego. Como los partidarios de Pegler en los Estados Unidos, que dicen: "Lo malo está en los sindicatos". Y lo seguirán diciendo mientras escupan sangre atacados por las radiaciones. O en vías de convertirse en crustáceos.
Sigo camino a Popayán por el autoferro. Esta es una tranquila ciudad universitaria. Algunos me habían dicho que era un lugar lleno de intelectuales pero yo no he visto ninguno. Una curiosa hostilidad negativista domina en la ciudad. Mientras caminaba por la plaza mayor un hombre me llevó por delante sin pedir disculpa, la cara impávida, catatónico.
Estaba en un bar, tomando un café, cuando un hombre joven con arcaico rostro judeoasirio, se me acercó y me soltó una larga tirada acerca de cuánta era su simpatía por los extranjeros y cuanto sería su placer en invitarme con una copa o por lo menos con un café. Mientras decía todo esto, resultaba evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de convi¬darme con un trago. Pagué mi café y me fui.
En otro café estaban jugando a algo pare¬cido al "bingo". Entró un hombre lanzando unos curiosos ladridos de imbécil hostilidad. Nadie levantó la mi¬rada del juego.
Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: "Campe¬sinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan vuestras informacio¬nes". (El subrayado es mío.)
Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es vuestro lugar y escuchar al cura. ¡Qué mentiras tan viejas! Como si trataran de vender el Puente de Brooklyn. No son muchos los que caen. La mayoría de los colombianos son liberales.
Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los rincones, incómodos y moles¬tos, a la espera de poder disparar contra alguien o hacer cualquier cosa antes que estarse allí bajo las miradas hostiles. Tienen un gran camión celular gris que da vuel¬tas y vueltas por toda la ciudad, sin nadie adentro.
Salí caminando de la ciudad, por un camino polvoriento. Tierras onduladas de hierba verde, vacas, ovejas y pequeñas granjas. En el camino encontré una vaca terriblemente enferma, cubierta de polvo. AI costado del camino un altar con el frente de vidrio. Los terribles rosados, azules y amarillos del arte religioso.
Vi una película corta sobre un cura de Bo¬gotá que dirige un horno de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en general repitiendo la misma mentirosa re¬presentación católica. Un tipo flaco con ojos delirantes de neurótico. Al final pronuncia un discurso cuya mora¬leja es: Dondequiera que uno encuentra progreso social o buen trabajo o cualquier cosa buena, allí se encon¬trará a la Iglesia.
Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. Era imposible no perci¬bir la hostilidad neurótica de sus ojos, el miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se reve¬laba claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo sin fue¬go, o una energía que exuda un mohoso olor a podre-dumbre espiritual. Parecía enfermo y sucio —aunque supongo que en realidad estaba limpio— con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y tras¬tornos hepáticos psicosomáticos. Me pregunto cuál podrá ser su vida sexual.
Otro corto mostraba una reunión del Par¬tido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal.
Al día siguiente tomé un ómnibus para Pasto. La entrada a esa ciudad fue como un golpe en el estómago, un impacto físico de depresión y horror.
Altas montañas todo alrededor. Aire enrarecido. Los ha¬bitantes que espiaban desde chozas techadas con paja, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel estaba diri¬gido por un suizo y era excelente. Anduve caminando por la ciudad. Gente fea de aspecto piojoso. Cuanto más alto llegaba uno, más feos eran los ciudadanos. Esta es una zona de leprosos. (En Colombia, la lepra prevalece en la alta montaña, la tuberculosis en la costa.) Pa¬recía que de cada dos individuos, uno tenía labio lepo¬rino, una pierna más corta que la otra o un ojo ciego ulcerado.
Entré en una cantina y tomé aguardiente y puse música de las sierras en la máquina automática, Hay algo arcaico en esa música que resulta extrañamen¬te familiar, muy antiguo y muy triste. Indudablemente no tiene origen español, ni tampoco es oriental. Música de los pastores tocada en un instrumento de bambú parecido a una flauta de Pan, preclásico, etrusco quizá. Una música similar he oído en las montañas de Albania, donde subsisten elementos raciales pre-griegos, ilirios. Esa música traía una nostalgia filogenética, ¿de la Atlántida?
Detrás del mostrador del bar vi trabajando a alguien que al principio me pareció un muchacho atrayente, de unos catorce años (el lugar estaba medio a oscuras debido a una falla en la electricidad). Cuando me acerqué al mostrador para observarlo de más cerca, vi que la cara era vieja y que el cuerpo estaba hinchado de agua y algo fofo, como un melón podrido.
En la mesa próxima estaba sentado un indio que buscaba algo en sus bolsillos, los dedos adorme¬cidos por el alcohol. Le llevó varios minutos sacar unos billetes arrugados —lo que mi abuela, prohibicionista furiosa, solía llamar "plata sucia"—, nuestras miradas se cruzaron y ensayó una torcida sonrisa. "¿Qué otra cosa puedo hacer?"
En un rincón un indio joven toqueteaba a una puta, una mujer horrible con una cara de maldad bestial y el vestido rosado pálido de la profesión. Por fin la mujer se zafó y salió. El indio la miró alejarse en silencio sin enojarse. Se había marchado y no había nada más que hacer. Se acercó al borracho, lo ayudó a ponerse de píe y juntos se fueron a pasos desiguales con la dulce y triste resignación del indio serrano.
Schindler me había dado una carta de pre¬sentación para un alemán que tiene una bodega en Pas¬to. Lo encontré en un cuarto lleno de libros, con dos estufas eléctricas. La primera calefacción que he visto en Colombia. Tenía la cara delgada y sufrida, la nariz marcada y una boca que se curvaba hacia abajo, una boca de opio. Estaba muy enfermo. El corazón mal, los riñones mal, presión alta.
"Y solía ser un roble", dijo quejosamente. "Lo que tengo que hacer es ir a la Clínica Mayo. Aquí un médico me dio una inyección de yodo que me alteró todo el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal los pies se me hinchan así."
Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por el yagé.
"Sí, he enviado muestras a Berlín. Las exa¬minaron y según el informe su efecto es igual al del haschish. .. hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo como lo llaman, como un saltamontes grande, un afro¬disíaco poderoso, si se posa sobre uno y no se consigue una mujer en seguida, uno muere. Los he visto correr escapando del contacto con ese bicho... Por algún lado tengo uno en alcohol... no, ahora recuerdo que se per¬dió cuando me mudé aquí después de la guerra... Otra cosa acerca de la cual estuve tratando de conseguir datos.. . una enredadera que hace caer todos los dientes si se la mastica."
"Ideal para gastarles una broma a los ami¬gos", dije.
La criada trajo una bandeja con el té, pumpernickel y manteca dulce.
"Odio este lugar, pero ¿qué puede hacer uno? Tengo negocio aquí. Mi mujer. Estoy clavado."
Saldré de aquí en los próximos días para Macoa y el Putumayo. No escribiré desde allí porque más allá de Pasto el servicio de correos es muy inseguro, ya que depende sobre todo de los conductores de ómnibus y de los camioneros. Son más las cartas que se pier¬den que las que llegan. Esas gentes no tienen idea siquiera de lo que es la responsabilidad.
Tuyo
Willy Lee
Hotel Niza, Pasto, 28 de febrero de 1953
Querido Allen:
Estoy en camino de regreso a Bogotá sin haber logrado nada. He sido estafado por brujos (el más incurable borracho, haragán y mentiroso de la aldea es invariablemente el "médico"), encarcelado, embromado por el vivillo local (yo creía que me estaba conquis¬tando el culo de un ingenuo provincianito, pero el chico se había acostado ya con seis petroleros norteamericanos, un botánico suizo, un etnógrafo holandés, un padre ca¬puchino conocido en el lugar como "La madre superiora", un trotskista boliviano fugitivo, y lo habían cojido en conjunto la Comisión del Cacao y el Punto Cuarto). Finalmente caí en cama con paludismo. Contaré los sucesos más o menos cronológicamente.
Tomé el ómnibus para Macoa, que es la capital del Putumayo y punto final de la ruta. De allí en adelante se viaja en mula o en canoa. Esas ciudades que son punto final de las rutas son siempre, por alguna razón, horrorosas. Si alguien contara con equiparse allí descubriría que en las tiendas no hay nada de lo nece¬sario. Ni siquiera citronela, y nadie en estas ciudades al extremo de las rutas sabe nada sobre la selva.
Llegué a Macoa por la noche, tarde, y me tomé una horrorosa bebida no alcohólica colombiana bajo los ojos dubitativos de un policía nacional que no se resolvía a interrogarme o no. Por fin se levantó y se marchó, y yo me fui a la cama. La noche era fresca, más o menos como en Puyo, otra horrorosa ciudad al extremo del camino.
Cuando desperté al día siguiente, empecé a sentir la depresión ya en la cama. Miré por la ventana. Calles empedradas, de tierra, edificios de un solo piso, en su mayoría tiendas. Nada fuera de lo corriente, pero en toda mi experiencia de viajero, y por cierto que he conocido lugares terribles, no ha habido lugar alguno que me deprimiera como Macoa. Y no sé exactamente por qué.
Macoa tiene unos dos mil habitantes y sesenta policías nacionales. Uno de estos recorre durante todo el día las cuatro calles de la ciudad en una moto¬cicleta. Se lo oye desde cualquier punto del pueblo. Las radios de todas las cantinas producen con sus altopar¬lantes un ruido discordante (en Macoa no hay máquinas automáticas en las que se pueda oír lo que uno quiera). La policía tiene una banda que sale a dar vueltas tocando tres o cuatro veces al día, desde la mañana temprano. No he visto nunca signos de desorden en este pueblo que se encuentra completamente fuera de la zona de guerra. Pero hay en Macoa una atmósfera de tensión permanente sin solución, con los agentes de represión listos para reducir disturbios que no se producen. Macoa es el Fin del Camino. Una inercia final con un policía que da vueltas y vueltas en su motocicleta por toda la eternidad.
Fui a Puerto Limón que está a unas trein¬ta millas de Macoa. A esa ciudad se puede llegar por camión. Allí localicé a un indio inteligente y diez minu¬tos después tenía una planta de yagé. Pero el indio no quería prepararlo pues esto es monopolio del "médico" o brujo.
Este viejo borracho y sinvergüenza esta¬ba entonando una letanía sobre un hombre evidente¬mente atacado de paludismo. (Quizá estuviera desalo¬jando el espíritu maligno del cuerpo de su paciente y enviándolo al del gringo. Lo cierto es que exactamente dos semanas después yo caí enfermo de paludismo.) El brujo me dijo que tenía que estar algo ebrio para hacer sus brujerías y curar la gente. El alto costo de las bebi¬das alcohólicas estaba causando penurias a los enfermos; él sólo estaba cobrando dos vasos para una breve ani¬mación. Le regalé medio litro de aguardiente y accedió a prepararme el yagé por un litro. Efectivamente, pre¬paró un medio litro de infusión en agua fría después de apropiarse indebidamente de la mitad de la planta, de modo que no sentí ningún efecto.
Esa noche tuve un sueño muy vívido en colores de la selva verde y la roja puesta del sol que había visto a la tarde. Una ciudad que era una mezcla, que me era familiar, pero que no podía localizar. En parte era Nueva York, en parte México y en parte Lima, ciudad ésta que para ese entonces no había visto. Yo estaba en una esquina junto a una calle ancha con coches que iban y venían y calle abajo, a lo lejos, había un gran parque abierto. No sé si esos sueños tenían alguna relación con el yagé. Pero hay que decir que se supone que cuando se toma yagé se ve una ciudad.
Pasé un día en la selva con un guía indio para recoger yoka, una trepadora que los indios utilizan para evitar el hambre y el cansancio durante los largos viajes por la selva. En realidad, algunos de ellos la em-plean porque son demasiado haraganes para comer.
La selva del Alto Amazonas tiene menos características desagradables que los bosques del Oeste Medio en el verano. Las moscas de la arena y los mos¬quitos de la selva son las únicas molestias destacadas y uno puede librarse de ellas con repelentes para insec¬tos. En esa ocasión yo no tenía ninguno. En el Putumayo no atrapé niguas ni garrapatas. Los árboles son tremen¬dos, algunos de sesenta metros de altura. Cuando caminé bajo esos árboles sentí un silencio especial, como un zumbido sordo y vibrante. Atravesamos a pie claros arroyos (¿quién inventó el cuento de que no se puede beber el agua de la selva? ¿Por qué no?).
La yoka crece en las tierras altas y pusi¬mos cuatro horas para llegar allí. El indio cortó una planta de yoka y con el machete picó un puñado de la corteza interna. Sumergió esa corteza en un poco de agua fría, exprimió el agua de la corteza y me sirvió la infusión en una taza hecha con una hoja de palma. Era algo amarga pero no desagradable. Al cabo de diez minutos empecé a sentir un hormigueo en las manos y una linda animación, algo así como con la benzedrina pero no tan fuerte. Caminé las cuatro horas de regreso por el camino de la selva sin detenerme y hubiera podido recorrer una distancia doble.
Después de una semana en Puerto Li¬món seguí a Puerto Umbría en camión y de allí a Puerto Assis en canoa. Esas canoas son de unos diez metros de largo y llevan un motor fuera de borda. Constituyen el medio normal de comunicación en el Putumayo. Los motores están descompuestos la mitad del tiempo debido a que las gentes los desarman y dejan de lado las piezas que a su Juicio no son esenciales. Además economizan en la grasa y los motores se queman.
Llegué a Puerto Assis a las diez de la noche y tan pronto dejé la canoa un policía federal quiso ver mis documentos. Registran más los documentos en las zonas tranquilas como Putumayo que en Villavicencio, que está sobre el borde de la zona de guerra. En el Putumayo no se está cinco minutos sin que suene un silbato para que uno se detenga y le fiscalicen los pape¬les. Tienen miedo de que les lleguen trastornos del exte-rior bajo la forma de un extranjero, Dios sabe por qué.
Al día siguiente, el gobernador, que tenía el aspecto de una raza degenerada de mono, descubrió un error en mi tarjeta de turista. El cónsul de Panamá había puesto 52 en vez de 53 en la fecha. Traté de ex-plicarle que eso era un error, como lo ponían en eviden¬cia las fechas de mis pasajes de avión, pasaporte, factu¬ras, pero el hombre era idiota de nacimiento. No creo que todavía haya entendido. De modo que el policía echó un vistazo a mi equipaje, sin descubrir el arma, pero resolvió retener los medicamentos, con arma y todo. El inspector de sanidad hizo su parte proponiendo que se revisaran los medicamentos.
"Por Dios", pensaba yo, "vete a inspec¬cionar una letrina."
Fui informado de que me hallaba bajo arresto municipal, pendiente de la decisión de Macoa. De modo que me quedé varado en Puerto Assis sin otra cosa que hacer fuera de estar sentado por ahí y embo¬rracharme todas las noches. Había proyectado hacer un viaje en canoa hasta el Río Guaymes, para entrar en contacto con los indios kofan, conocidos artistas del yagé, pero el gobernador no quiso permitirme que saliera de Puerto Assis.
Puerto Assis es una típica población del Río Putumayo. Una calle de tierra a lo largo del río, unas cuantas tiendas, una cantina, una misión donde los padres capuchinos llevan la vida de Riley y un hotel llamado el Putumayo, donde me había alojado.
El hotel estaba regenteado por una patrona con aspecto de puta. El marido era un hombre de unos cuarenta años, fuerte y vigoroso, pero en sus ojos se veía que era un vencido. Tenía siete hijas muje¬res, y con solo verlo a él se podía saber que nunca tendría un hijo varón. Por lo menos, no con esa mujer. Toda esa cría llena de risitas no hacía sino metérseme en el cuarto (no había puerta, nada más que una delga¬da cortina) y observarme mientras me vestía, me afei¬taba y me limpiaba los dientes. Era una desgracia. Y fui víctima de unos robos idiotas: un catéter de mi equi¬po sanitario, una férula, comprimidos de vitamina B.
En el pueblo había un muchacho que una vez había servido de guía a un naturalista norte¬americano. El muchacho era el especialista local en Místers. En toda América del Sur se encuentra alguna de esas pestes. Pueden decir "Helio Joe" u "O.K." o "Fucky fucky". Muchos se niegan a hablar español, con lo que la conversación queda reducida al lenguaje de los signos.
Estaba yo sentado sobre una vieja canoa dada vuelta que hace las veces de banco en el paseo principal de Puerto Assis. Vino el muchacho, se sentó a mi lado a hablar del Míster que coleccionaba anima-les. Coleccionaba arañas, escorpiones y serpientes. Yo estaba medio dormido por esa letanía cuando oí: "Y a su regreso quería llevarme con él a los Estados Unidos" y desperté. Oh, Dios, pensé, la vieja historia.
El muchacho me sonrió luciendo unos va¬cíos entre los dientes delanteros. Se corrió en el banco, acercándoseme. Sentí que se me apretaba el estómago.
"Tengo una canoa buena", dijo, "¿por qué no quiere que lo lleve al Guaymes? Conozco a todos los indios de allá arriba".
Tenía el aire de ser el guía más ineficaz del Alto Amazonas, pero dije: "Sí".
Esa noche vi al muchacho frente a la cantina. Me echó los brazos sobre los hombros y dijo:
"Venga, tome algo, Míster", mientras deslizaba una mano por mi espalda hasta el trasero.
Entramos y nos emborrachamos bajo la mirada aburrida y llena de experiencia del cantinero e hicimos un paseo por el camino en la selva. Nos senta¬mos a la luz de la luna, al costado del camino, y él dejó caer su codo en mi ingle y dijo: "Míster", y lo que oí después fue: "¿Cuánto me va a dar?".
Quería treinta dólares, evidentemente calculando que él era una mercadería escasa en el Alto Amazonas. Le rebajé hasta diez, pero yo estaba discu¬tiendo el precio en condiciones crecientemente desven¬tajosas. De algún modo se las arregló para sacarme vein¬te dólares y los calzoncillos (cuando me dijo que me quitara del todo los calzoncillos pensé, caramba, que tipo apasionado; pero no era más que una maniobra para birlármelos).
Después de cinco días en Puerto Assis, estaba evidentemente en camino de convertirme en ciu¬dadano como el perdido del pueblo. Entre tanto Macoa despachaba periódicamente telegramas sepulcrales: "El caso del extranjero de Ohio será resuelto". Y finalmente "El extranjero de Ohio debe ser devuelto a Macoa".
Así, pues volví río arriba con el policía (técnicamente yo estaba bajo arresto). Bajé en Puerto Umbría con escalofríos y fiebre. Como llegué a Macoa el domingo, el Comandante no estaba, de modo que quien lo reemplazaba me hizo encerrar en un cubículo de madera en el que ni siquiera había un balde donde mear. Junto conmigo metieron todo mi equipaje sin revi¬sarlo. Podía haber llevado una ametralladora oculta en el equipaje. Un toque típicamente sudamericano. Tomé un poco de aralén y me acosté tiritando bajo la manta. El hombre de la celda vecina estaba encerrado porque le faltaba algún documento. Nunca entendí los porme-nores de su caso. Al día siguiente, el Comandante apa¬reció y fui citado a su despacho. Me estrechó la mano amablemente, revisó mis documentos y escuchó mis ex¬plicaciones.
"Evidentemente, un error", dijo. "Este hombre está libre." Qué placer dar con un hombre inte¬ligente en tales circunstancias.
Regresé al hotel, me metí en cama y llamé a un médico. Este me tomó la temperatura y dijo "¡Ca¬ramba!" y me dio una inyección de quinina y un extracto de hígado para contrarrestar mi anemia secundaria. Con¬tinué con el aralén. Para la cefalalgia palúdica tomé algunos comprimidos de codeína, de modo que durante más de tres días me lo pasé medio dormido.
Pienso ir a Bogotá, hacer arreglar la tar¬jeta de turismo y volver luego aquí. El viajar en Colom¬bia es difícil aún con las credenciales más serias. Jamás he visto una policía con tal don de ubicuidad y tan molesta. Uno tiene que presentarse a la policía donde¬quiera que vaya. Una estupidez imperdonable. Si yo fuera un liberal activo, ¿qué podría hacer en Puerto Assis como no fuera apoderarme del lugar revólver en mano?
Tuyo
Williams
Hotel Nueva Regis, Bogotá, 3 de marzo
Querido Al:
Bogotá tan horrible como siempre. Hice co¬rregir mis papeles con ayuda de la Embajada de los Es¬tados Unidos. Figúrate una demanda contra la PAA por maniobrar con la tarjeta de turista.
Me he unido a una expedición, claro que en algún cargo vago, formada por el doctor Schindler, dos botánicos colombianos, dos herboristas ingleses espe¬cialistas en pudrición negra, de la Comisión de Cacao, y volveré a Putumayo en convoy. Te escribiré un infor¬me completo del viaje cuando por tercera vez regrese a esta ciudad.
Tuyo
Bill
Hotel Nueva Regís, Bogotá, 15 de abril
Querido Al:
De vuelta en Bogotá. Tengo un cesto de yagé. Lo he tomado y sé más o menos cómo se prepara. Dicho sea de paso, podrás ver mi retrato en Exposure. Encontré un periodista que iba cuando yo volvía. Ma¬rica, claro, pero tan atrayente como un cesto de ropa sucia. Ni siquiera después de dos meses de desierto, querido. Este individuo está recorriendo el continente sudamericano en busca de comida y transporte gratis y todo lo paga con el cuento de: "Tenemos-dos-tipos-de-publicidad-una favorable y-otra-desfavorable-cuál-quiere-usted?" Un completo sinvergüenza. Pero ¿quién soy yo para hablar?
Retrospectiva: Repetí mi viaje por Cali, Popayán y Pasto hasta Macoa. Me resultó interesante obser¬var que Macoa deprimía a Schindler y a los dos ingleses tanto como a mí.
En este viaje he sido tratado a cuerpo de rey debido a que erróneamente creyeron que era un repre¬sentante de la Texas Oil Company en viaje de incógnito. (Viajes en barco gratis, viajes en avión gratis, alimento gratis; comidas con la oficialidad, alojamiento en casa del gobernador.)
Hace unos años la Texas Oil Company explo¬ró la zona, no encontró petróleo y se marchó. Pero en el Putumayo todo el mundo cree que la Texas Company re¬gresará. Como la segunda venida de Cristo. El goberna-dor me dijo que la Texas Company había tomado dos muestras de petróleo a ochenta millas de distancia y que se trataba del mismo petróleo, de modo que debajo de Macoa había una capa de unas ochenta millas de petróleo. El mismo cuento lo he oído en una zona interior del este de Texas, donde la compañía petrolera hizo una exploración, no encontró nada y se marchó. Sólo que en Texas la capa tenía mil millas de ancho. Se toma una muestra en cualquier lugar y es siempre la misma mierda. Y el gobernador cree que piensan construir un ferrocarril desde Pasco a Macoa y un aeropuerto. A de¬cir verdad, toda la región del Putumayo anda mal. El negocio del caucho está hundido, el del cacao destruido por la pudrición negra, la rote nona no se cotiza desde la guerra, la tierra es pobre y no hay forma de exportar lo producido. La psicofrenia ociosa de los charlatanes de pueblo chico. Como si yo me pusiera a pensar un día que no tardarían en empezar a caer chicos por la ban¬derola y a escurrirse por debajo de la puerta.
Varias veces, cuando estaba borracho, dije a alguien: "Mire. Aquí no hay petróleo. Es por eso que la Texas abandonó. No volverá nunca. ¿Entiende?" Pero no podían creerlo.
Fuimos a visitar a un alemán propietario de una finca cerca de Macoa. Los ingleses habían salido en busca de cacao silvestre con un guía indio. Yo le pre¬gunté al alemán por el yagé.
"Claro", dijo. "Todos mis indios lo usan." Me¬dia hora más tarde tenía yo diez kilos de la planta de ya¬gé. Nada de expedición por la selva virgen ni de algún ve¬jestorio de blanca cabellera diciendo: "Te he estado es¬perando, hijo mío". Un alemán agradable a diez minutos de Macoa.
El alemán se ocupó también de arreglarme una cita para tomar yagé con el brujo local (en esa épo¬ca no tenía la menor idea de como prepararlo).
El brujo tenía unos setenta años y una cara lisa de bebé. Había en él una falsa suavidad, como la de un opiómano de vieja data. Oscurecía cuando llegué a la choza de paja, de piso roñoso, para mi cita del yagé. Lo primero que me preguntó fue si yo tenía una botella. Saqué una botella de un litro de aguardiente de mi mo¬chila y se la entregué. Tomó un trago largo y se la pasó al ayudante. Yo me abstuve porque quería la embriaguez pura del yagé. El brujo puso la botella a su lado y se acuclilló junto a un cacharro colocado sobre un trípode. Detrás del cacharro había un altar de madera con una imagen de la Virgen, un crucifijo, un ídolo de madera, plumas y unos paquetitos atados con cintas. El brujo se quedó sentado largo rato sin moverse. Tomó otro largo trago de la botella. Las mujeres se retiraron detrás de un tabique de bambú y no se las volvió a ver. El brujo empezó a murmurar una letanía sobre el cacharro. Pes¬qué "Yagé pintar" repetido varias veces. Sacudió una escobilla sobre el cacharro, haciendo un ruido sibilan¬te. Esto es para alejar los malos espíritus que puedan haberse deslizado al yagé. Bebió un trago, se secó la boca y siguió con la letanía. Uno no puede apurar a un brujo. Por fin destapó el cacharro y sacó unos treinta gramos de un líquido negro que me sirvió en una taza de plástico, roja y sucia. El líquido era oleoso y fosfo-rescente. Me lo bebí de un trago. Un amargo anticipo de náuseas. Devolví la taza y el brujo y el ayudante tomaron un trago.
Me quedé sentado esperando el efecto y casi en seguida tuve el impulso de decir: "No es bastante. Ne¬cesito más". He observado ese impulso inexplicable en las dos ocasiones en que tomé una dosis excesiva de opio. Las dos veces, antes de que la dosis hiciera efec¬to dije; "No es bastante. Necesito más".
Roy me contó el caso de un hombre que salió de la cárcel limpio y casi se murió en su cuarto. "Tomó una dosis y en seguida dijo: 'Eso no era bastante' y cayó de bruces dormido. Lo arrastré al vestíbulo y llamé una ambulancia. Se salvó."
Dos minutos después me invadió una oleada de vértigos y la choza empezó a dar vueltas. Era como dormirse con éter o cuando uno está muy borracho, se acuesta y la cama da vueltas. Vi luces azules frente a los ojos. La choza cobró un aspecto arcaico del lejano Pa¬cífico, con cabezas de las Islas Orientales talladas en los postes que sostenían la choza. El ayudante estaba afuera, oculto, con la intención evidente de matarme. De pronto me agarraron unas náuseas violentas y corrí hacia la puerta golpeándome en el hombro contra la Jamba de la puerta. Sentí el golpe pero no el dolor. Apenas podía caminar. No tenía ninguna coordinación. Los pies eran como bloques de madera. Vomité con violencia apoyándome contra un árbol y caí al suelo en una desamparada desdicha. Me sentía tan embotado co¬mo si hubiera estado cubierto por capas de algodón. Me esforzaba por salir de ese embotamiento y mareo, y repetía sin cesar: "Lo único que quiero es salir de aquí". Una incontrolable incapacidad mecánica se apo¬deró de mí. Repeticiones hebefrénicas sin sentido. Seres larvales desfilaban ante mis ojos en una bruma azul y cada uno de ellos emitía un ruido obsceno y burlón (más tarde reconocí en esos ruidos el croar de los sa¬pos); debo de haber vomitado seis veces. Estaba en cuatro patas, convulsionado por las contracciones de las náuseas. Oía los vómitos y los gemidos como si provi¬nieran de algún otro. Estaba tirado Junto a una roca. Debieron pasar horas. El brujo estaba de pie a mi lado. Me quedé mirándolo largo rato antes de creer que real¬mente me estaba diciendo ¡"¿Quiere entrar en la casa?" Dije: "No", y él se encogió de hombros y se alejó.
Mis brazos y mis piernas empezaron a sacudirse incontrolablemente. Busqué el nembutal con mis dedos dormidos, como de madera. Debí poner diez mi¬nutos para abrir el frasco y verter cinco cápsulas. Tenía la boca seca pero de algún modo mastiqué y tragué el nembutal. Poco a poco las sacudidas espasmódicas ce¬saron y me sentí algo mejor y entré en la choza. Todavía seguía viendo las luces azules. Me eché y me cubrí con una manta. Tenía escalofríos como de paludismo. De pronto me sentí con mucho sueño. A la mañana siguien¬te me sentía perfectamente bien, salvo una cierta sensa¬ción de cansancio y un ligero estado nauseoso. Pagué al brujo y caminé de vuelta al pueblo.
Ese día fuimos todos río abajo hasta Puerto Assis. Schindler no hacía sino quejarse de que el Putumayo había desmejorado desde que él había estado allí hacía diez años: "Nunca hice una expedición botánica como ésta", dijo. "Todas esas granjas y la gente. Hay que caminar millas antes de llegar a la selva".
Schindler contaba con dos ayudantes para transportar su equipaje, cortar árboles y prensar los ejemplares. Uno de ellos era un indio de la región del Vaupés donde tienen un método diferente de preparar el yagé al usado por los trotan del Putumayo. En el Putumayo los indios cortan la planta en trozos de veinte centímetros y usan unos cinco trozos por persona. Los trozos son machacados con una piedra y hervidos con un puñado doble de hojas de otra planta, presuntivamen¬te como ololiqui, y se deja hervir la mezcla todo el día con una pequeña cantidad de agua hasta que el líquido quede reducido a unos sesenta gramos.
En el Vaupés, se raspa la corteza de más o menos un metro de la planta hasta reunir un puñado doble de raspaduras. Se sumerge la corteza en un litro de agua fría durante varias horas, se cuela el líquido y se lo bebe a intervalos durante una hora. No se añade ninguna otra planta.
Resolví probar el yagé preparado según el método del Vaupés. Con el indio empezamos a raspar la corteza con los machetes (la corteza interna es la más activa). La corteza es blanca y lechosa al principio, pero casi inmediatamente se vuelve roja al ser expuesta al aire. Las hijas de la hotelera nos observaban y seña¬laban y se reían. Aquello era estrictamente contra el pro¬tocolo Putumayo para la preparación del yagé. El brujo de Macoa me dijo que si una mujer es testigo de la pre¬paración, el yagé se echa a perder en seguida y quien lo bebe se envenena o por lo menos se vuelve loco. La vieja historia de las mujeres impuras y en ciertas cir-cunstancias, venenosas. Pensé que sería esa la oportuni¬dad de poner a prueba definitivamente y de una vez por todas el mito de la polución femenina con siete cria¬turas femeninas que me echaban el aliento por el cuello, metían palillos en la mezcla, toqueteaban el yagé y reían.
La infusión en agua fría es de un color rojo claro. Esa noche bebí un litro de la infusión en el lapso de una hora. A excepción de las luces azules y de unas náuseas ligeras, que no llegaron al vómito, el efecto fue semejante al de la marihuana. Una vivida imaginería mental, efectos afrodisíacos, bobería y risas. Con esa dosis no había nada que temer, nada de alucinaciones ni de pérdida de dominio de sí mismo. Calculo que esa dosis equivalía a una tercera parte de lo que el brujo me había dado.
Al día siguiente seguimos río abajo hasta Puerto Espina, donde el gobernador nos hospedó en su casa. Esto es, nosotros colgamos nuestras hamacas en habitaciones vacías del piso superior. Se produjo un enfriamiento entre los colombianos y los ingleses debido a que los colombianos se negaban a salir temprano y los ingleses se quejaban de que la Comisión del Cacao esta¬ba siendo saboteada por un par de "hispánicos pere¬zosos".
Todos los días nos proponemos salir tempra¬no hacia la selva. Los colombianos terminan de desayu¬nar alrededor de las once (el resto de nosotros esperando por ahí desde las ocho) y empiezan a buscar un guía competente, con preferencia alguno que posea una finca cerca del pueblo. Llegamos a la finca más o menos a la una y perdemos otra hora almorzando. Entonces los co¬lombianos dicen: "Parece que la selva está lejos. A unas tres horas. Hoy no hay tiempo de llegar hasta allí". De modo que nos volvimos al pueblo, mientras los colom¬bianos van juntando muestras de plantas a lo largo del camino. "Siempre que ellos puedan recoger cualquier yuyo, no se les importa un carajo", me dijo uno de los ingleses después de una expedición a una finca de la vecindad.
Se suponía que desde Puerto Espina había un servicio de aviones. Para esa fecha Schindler y yo es¬tábamos dispuestos a regresar a Bogotá, y estuvimos sentados en Puerto Espina esperando el avión, y el agen¬te no tiene radio ni ningún otro medio de averiguar cuán¬do llega el avión, si llega y dice: "Seguro como la mier¬da muchachos uno de estos días miran arriba y ven al Catalina que se acerca sobre el río, brillando como un pez de plata".
Entonces yo digo al Doctor Schindler: "Nos volveremos viejos y reblandecidos sentados por ahí ju¬gando al dominó, antes de que algún maldito avión baje aquí, y el río crecerá día a día y ¿cómo volveremos cuan¬do todos los motores de Puerto Espina estén rotos?"
(Los ciudadanos propietarios de esos moto¬res pierden el día íntegro hurgando los motores, desar¬mándolos y eliminando las piezas que juzgan que no son esenciales, de modo que los motores nunca funcionan. Los propietarios de los botes poseen un cierto ingenio tipo Rube Goldberg para componer provisoriamente el motor descompuesto para una última explosión más, pero aquí era cuestión de ir río arriba. Río abajo uno llega con el tiempo, con motor o sin motor, pero para avanzar río arriba, es necesario contar con alguna clase de pro¬pulsión. )
Claro pensarás que es romántico al principio, pero espera a estar cinco días sobre tu culo dolorido, durmiendo en chozas de indios y tragando yoka y un pedazo de carne innominada como el páncreas ahumado de un perezoso de dos dedos, y la noche íntegra los oyes joder con el motor —lo tenían asegurado al porche— "buuuuurt spiuuuu... ut... spiuuuu.. .ut" y no puedes dormir oyendo que el motor arranca y muere toda la noche y luego comienza de nuevo a llover. Mañana el río habrá crecido.
De modo que digo a Schindler: "Doc, me iré flotando al Atlántico antes que meterme de nuevo en ese río de mierda".
Y él dijo: "Bill, no hace quince años que vivo en este país de porquería y perdido todos mis dien¬tes en el servicio, sin haberme hecho de algunas rela¬ciones. Allá abajo, en Puerto Leguisomo, ahí hay aviones militares y conozco al comandante que es Latah. (Latah es un estado que se observa en el sudeste de Asia. Nor¬mal en todo lo demás, al atacado de Latah le es imposi¬ble no hacer lo que cualquier persona le pida, siempre que atraiga su atención tocándolo o llamándolo por su nombre.)
De modo que Schindler se fue a Puerto Le¬guisomo mientras yo me quedaba en Puerto Espina es¬perando conseguir un viaje con los de la Comisión del Cacao. Todos los días veía al agente de los aviones y él salía con la misma mentira. Me mostró una terrible cicatriz que tenía en la nuca. "Machete", dijo. Sin duda algún ciudadano exasperado que se había vuelto loco es¬perando uno de sus aviones.
Los colombianos y la Comisión del Cacao se fueron por el San Miguel, y yo me quedé solo en Puerto Espina, comiendo en casa del Comandante. Una horrible comida llena de grasa. Arroz y bananas fritas tres veces al día. Empecé a echarme las bananas en el bolsillo para tirarlas por ahí. El comandante no hacía sino hablarme de lo mucho que a Schindler le gusta¬ba ese plato. (Schindler conoce América del Sur hace rato. Realmente es capaz de comer mierda.) Me pregun¬taba si me gustaba. Yo decía "Magnífico" con la voz apretada. No era suficiente que comiera su comida gra¬sienta. Tenía que decir que me gustaba.
El Comandante sabía por Schindler que yo había escrito un libro sobre la "marihuana". De vez en cuando veía asomar la sospecha en sus ojos opacos de hepático.
"La marihuana causa la degeneración del sistema nervioso", me decía, levantando la vista de su plato de bananas.
Le dije que debería tomar vitamina BI, y me miró como si le hubiera recomendado el uso de un nar¬cótico.
El Gobernador me trataba con un frío desdén debido a que uno de los tambores de gasolina, perte¬necientes a la Comisión del Cacao, había estado perdiendo en su porche. Yo esperaba ser desalojado de la mansión gubernamental en cualquier momento.
La Comisión del Cacao y los colombianos re¬gresaron del San Miguel en un estado de ruptura total de las relaciones. Al parecer los colombianos habían descubierto una finca y habían pasado allá tres días en pijama, descansando. En ausencia de Schindler, yo era el único paragolpes entre las dos fracciones, y sospechoso ante ambos grupos de pertenecer secretamente al otro (había pedido prestada una escopeta a uno de los co¬lombianos y andaba en el bote de la Comisión del Cacao).
Fuimos río abajo hasta Puerto Leguisomo donde el Comandante nos instaló en una cañonera an¬clada en el Putumayo. No había cañones en ella en rea¬lidad. Creo que era el buque hospital.
El buque estaba sucio y herrumbrado. E] agua corriente no funcionaba y el W.C. estaba en un estado indescriptible. Los colombianos tratan un buque muy descuidadamente. No me sorprendería ver a alguno cagar sobre cubierta y limpiarse el culo con la bandera. (Esto deriva del sueño que tuve, en un inglés del siglo xvn. "Los delegados ingleses y franceses cagaron en el suelo y, rasgando el Tratado de Sevilla en tiras, con ese instrumento se limpiaron el trasero, viendo lo cual el delegado español se retiró de la conferencia.")
Puerto Leguisomo lleva ese nombre en honor de un soldado que se distinguió en la guerra con Perú en 1940. Pregunté a uno de los colombianos al respecto y asintió: "Sí, Leguisomo era un soldado que hizo algo en la guerra".
"¿Qué hizo?"
"Bueno, hizo algo".
El lugar parece como si hubiera sido deja¬do por una creciente. Máquinas herrumbradas y abando¬nadas por todas partes. Pantanos en el centro del pueblo. Calles sin iluminación en las que uno se hunde hasta la rodilla.
En el pueblo hay cinco putas que se sientan afuera frente a cantinas de paredes azules. Los mucha¬chitos de Puerto Leguisomo se juntan alrededor de las putas con la concentración inmóvil de los gatos. Las putas están allí sentadas bajo una lamparilla eléctrica pelada en la noche calurosa, en medio de la música chillona de una máquina automática, y esperan.
Por averiguaciones que hice en los alrededo¬res de Puerto Leguisomo descubrí que el uso del yagé es corriente tanto entre los indios como entre los blancos. La mayoría de la gente lo cultiva en su huerta.
Después de una semana en Puerto Leguiso¬mo conseguí un avión para Villavencenio y de allí regre¬sé a Bogotá en ómnibus.
De modo que estoy de vuelta en Bogotá. No había dinero esperándome (al parecer el cheque fue ro¬bado), y me veo reducido al sórdido expediente de ro¬bar el alcohol del laboratorio de la universidad puesto a disposición del científico visitante.
Estoy dedicado a la extracción de los alcaloi¬des del yagé, un procedimiento relativamente sencillo según las instrucciones proporcionadas por el Instituto. Mis experimentos con los extractos de yagé no han sido concluyentes. No consigo las luces azules ni tampoco una agudización pronunciada de la imaginería mental. He observado efectos afrodisíacos. El extracto me da sueño en tanto que la planta fresca es estimulante y en dosis excesivas es un tóxico convulsivo.
Todas las noches voy a un café y pido una botella de Pepsi-Cola y la lleno con el alcohol del labora¬torio. La población de Bogotá vive en los cafés. Hay cualquier cantidad de ellos y todos están llenos. La ves-timenta general de la clientela de café de Bogotá es un trench-coat de gabardina y naturalmente traje y cor¬bata. A un sudamericano le puede estar asomando el culo por los pantalones pero seguirá con la corbata puesta.
Bogotá es en esencia un pueblo chico, todo el mundo preocupado por lo que lleva puesto y tratando de aparentar como si ocupara un puesto de responsabi¬lidad. Estaba sentado en uno de esos cafés de cuello duro cuando un muchacho con un traje gris claro roñoso, pero todavía apegado a su ajada corbata, me preguntó si yo hablaba inglés.
"Corrientemente", contesté yo y él se sentó a mi mesa. Un antiguo empleado de la Texas Company. Evidentemente marica, rubio, con aspecto de alemán y modales europeos. Fuimos a varios cafés. El muchacho me señalaba gente diciendo: "No me conoce más ahora que estoy sin trabajo".
En efecto, gente correctamente vestida y de buenos modales, le daba vuelta la cara y en algunos ca¬sos pidieron la cuenta y se fueron. No sé cómo ese mu¬chacho hubiera podido parecer menos homosexual en un traje de doscientos dólares.
Una noche estaba instalado en un café de liberales cuando tres matones conservadores vestidos de civil entraron a los gritos de "Vivan los conservadores" con la esperanza de provocar a alguien y poder matarlo. Uno de ellos era un hombre maduro con cara de voci¬ferante; los otros se quedaron atrás y lo dejaron que gritara. Los otros dos eran jóvenes secuaces, muchachones de esquina, fronterizos de maleantes casi. Hombros estrechos, caras de hurón, piel lisa, tirante, rojiza y dien¬tes cariados. Los dos pillos tenían un poco aire de perro perdido, algo avergonzados de sí mismos, como el tipo de los versitos que decía: "Tengo que confesar que soy un pedacito de mierda".
Todo el mundo pagó y se marchó dejando que el tipo siguiera gritando; "¡Viva el Partido Conser¬vador!" en el local vacío.
Tuyo
Bill
José Leal 930, Lima, 5 de mayo
Querido Allen:
Estoy en Lima, que es lo bastante pare¬cida a México como para ponerme nostálgico. Para mí México es mi casa y no puedo ir allí. Recibí carta de mi abogado: he sido sentenciado en ausencia. Me sien¬to como un romano exiliado de Roma. Proyecto visitar la selva peruana en busca de más material sobre el yagé. Pasaré unas semanas conociendo Lima.
Recorrí Ecuador lo más rápidamente posi¬ble. Qué lugar horrible es. Un complejo de inferioridad nacional de país pequeño en su estado más avanzado.
Miscelánea ecuatoriana: Esmeraldas ca¬liente y húmeda como un baño turco y buitres devoran¬do un cerdo muerto en plena calle principal y por don¬de uno mire hay un negro rascándose las pelotas. El turco inevitable que compra y vende de todo. Trató de estafarme en cada compra y pasé una hora discutiendo con ese sinvergüenza. El agente naviero griego con su camisa de seda sucia y descalzo y su sucio navío que salió de Esmeraldas con siete horas de retraso.
A bordo hablé con un hombre que conoce la selva ecuatoriana como su pija. Parece que los co¬merciantes de la selva atacan periódicamente a los aucas (una tribu de indios hostiles; la Shell ha perdido unos veinte empleados a mano de los aucas en dos años) y se llevan las mujeres, a las que conservan encerradas para sus necesidades sexuales. Algo interesante. Tal vez pueda yo capturar a un chico auca.
Tengo las instrucciones precisas de cómo efectuar un ataque a los aucas. Es muy simple. Se cubren las dos salidas de la casa auca y se mata a tiros a todos los que no se desea cojer.
Al llegar a Manta un hombre miserable¬mente vestido con un jersey empezó a abrirme las va¬lijas. Pensé que era un ladrón desvergonzado y le di un zamarrón. Resultó ser el inspector de la aduana.
El barco se quedó varado con una hélice rota en Las Playas, a mitad de camino entre Manta y Guayaquil. Llegué a tierra en una balsa de madera. Fui arrestado en la playa como sospechoso de haber llegado flotando desde el Perú llevado por la corriente de Humboldt con un muchachito y un cepillo de dientes (viajo con poco equipaje, sólo lo esencial); nos llevaron ante un viejo inmundo, la cara marchita de canceroso. El chico que estaba conmigo no tenía ni un solo documento. Los policías no hacían sino repetir lastimeramente:
"¿Pero no tiene algún documento?"
Conseguí que nos largaran después de media hora de emplear el método de; "Tenemos-dos-ti-pos-de-publicidad-una-favorable-y-otra-desfavorable-cuál-quiere-usted?" En la tarjeta de turista figuro como es-critor.
Guayaquil. Todas las mañanas se oye el clamor de los chicos que venden Luckies por la calle: "A ver Luckies". ¿Seguirán gritando "A ver Luckies" de aquí a cien años? Miedo de pesadilla del estancamiento. Horror de quedarme finalmente clavado en este lugar Ese miedo me ha perseguido por toda América del Sur. Una sensación horrible y enfermiza de desolación final.
"La Asia", un restaurante chino de Gua¬yaquil, parecía un burdel de 1890 con fumadero de opio. En el piso los agujeros hechos por las termitas, lámparas rosadas, sucias, con borlas.
Ecuador está realmente barranca abajo. Que Perú se apodere de él y lo civilice, para que la gente pueda disfrutar de comodidades. Hasta ahora no he conseguido un muchacho en Ecuador y no se con¬sigue opio en ninguna parte.
Tuyo
W. Lee
P. S. Encontré un pocho —el pocho es un tipo de México que detesta a México y los mexicanos. Este conductor de taxi me contó que era peruano pero que no sopor¬taba a los peruanos. En el Ecuador y Colombia nunca nadie va a admitir que algo no anda bien en su roñoso país. Como los ciudadanos de los pueblos de Estados Unidos. Recuerdo un oficial del ejército de Puerto Leguisomo que me dijo:
"El noventa por ciento de la gente que viene a Colombia nunca más se va".
Quería decir, presumiblemente, que quedaban abrumados por los encantos del lugar. Yo perte¬nezco al diez por ciento que nunca más vuelve.
Tuyo
Bill
Lima, 12 de mayo de 1953
Querido Allen:
He andado en busca de lo que un perso¬naje de Waugh llama pequeños "bares equívocos" con notable éxito. Los bares alrededor del Mercado Mayo¬rista están tan llenos de muchachos que éstos se vuel¬can a la calle, y todos avisados y asequibles al dólar yanqui (uno), nunca vi nada semejante desde Viena en 1936. Pero esos pequeños hijos de puta tienen los dedos largos. Ya perdí un reloj y quince dólares. El reloj no andaba. Nunca tuve un reloj que anduviera.
Anoche fui a un hotel con un indio descal¬zo para gran diversión del empleado del hotel y sus ami¬gos. (No creo que un empleado de hotel corriente norte¬americano tomara a risa una cosa así.)
Encontré un muchacho y fui con él a un lugar de baile. Pues bien; en medio de ese bien ilumi¬nado salón de baile, que no era de homosexuales, el muchacho me puso la mano sobre la pija. De modo que yo le correspondí y nadie prestó atención. Luego trató de encontrar algo que valiera la pena robar en mi bol¬sillo pero yo, prudentemente, había escondido el dinero en la cinta del sombrero. Todas estas maniobras, en-tiéndelo, se hacen de buen modo y sin asomo de violen¬cia, tomamos un coche y él todavía me abrazó y me besó y se quedó dormido sobre mí hombro como un cachorrito afectuoso, pero insistió en bajar en su casa.
Pero tienes que comprender que se trata del muchacho peruano corriente no homosexual, aunque sí con algo de delincuente juvenil. Son la gente de me¬nos carácter que haya conocido. Cagan y mean donde se les ocurre. No tienen inhibiciones en mostrar afecto. Se echan encima y van tomados de las manos. Si se acuestan con otro hombre, y todos están dispuestos a hacerlo por dinero, parecen disfrutar. La homosexualidad es sencillamente una potencialidad humana como lo de¬muestran los casi universales episodios de las prisiones; y nada humano le es ajeno ni chocante a un sudameri¬cano. Hablo del sudamericano en su mejor expresión, una raza especial en parte india, en parte blanca, en parte sabe Dios qué. No es, como uno suele pensarlo al prin¬cipio, fundamentalmente un oriental, ni pertenece a Occidente. Es algo especial, distinto a cualquier otra cosa. Se ha visto impedido de expresarse por los espa¬ñoles y la Iglesia Católica. Lo que se necesita es un nuevo Bolívar que realmente arregle las cosas. Pienso que esto es lo que esencialmente está en juego en la guerra civil colombiana: la escisión fundamental entre la Po¬tencialidad sudamericana y la Represión española, teme¬rosa de los tabúes. Nunca me sentí tan decididamente de un lado e incapaz de percibir alguna característica redentora del otro. América del Sur es una mezcla de razas todas ellas necesarias para alcanzar la forma po¬tencial. Necesitan sangre de blancos, como lo saben —el mito del Dios Blanco— y qué es lo que consiguieron sino esa porquería de españoles. Con todo tuvieron la ventaja de la debilidad. Nunca hubieran conseguido echar a los ingleses de aquí. Hubieran creado esa atrocidad conoci¬da como un País de Hombres Blancos.
América del Sur no obliga a la gente a ser anormal. Uno puede ser homosexual o drogadicto y no obstante conservar su posición. En especial si uno es educado y tiene buenos modales. Hay aquí un gran res-peto por la educación. En los Estados Unidos uno tiene que ser un anormal o vivir en un lúgubre aburrimiento. Hasta un hombre como Oppenheim es un anormal, tolerado por su utilidad. No te equivoques, todos los in¬telectuales son anormales en los Estados Unidos.
Un extenso barrio chino. Creo que uno po¬drá encontrar opio ahí. En Colombia y Ecuador nadie ha oído Jamás hablar de tal cosa. Un poco de marihuana entre los indios de la costa. Coca, pero solo bajo la forma de hojas, entre los indios.
Dicho sea de paso, se suele ver bastante sangre en esos "bares equívocos" peruanos. Atacar con botellas rotas la cara del adversario es una práctica normal. Aquí todo el mundo lo hace.
Cariños
Bill
Lima, 23 de mayo
Querido Al:
Te adjunto una "rutina" con la que soñé *. La idea me surgió realmente durante un sueño del que me desperté riendo...
*Esta es la primera "rutina" de Burroughs, "Roosevelt después de la inauguración". La forma cobró luego vida propia con el objeto parlante en Naked Lunch; buena parte del material de ese volumen está desarrollado en cartas subsiguientes dirigidas a Ginsberg. "Rooseveit después de la inauguración" fue publicado en Floatíng Bear # 9; el Jefe de redacción, el poeta Leroi Jones, fue detenido por enviar ese número dentro de la correspon-dencia oficial del Gobierno de los Estados Unidos; tras un año de persecución Jones fue reivindicado. Pueden conseguirse ejemplares de esa rutina en una edición pirata dirigiéndose a City Lights Books, al precio de 50 "cents." con franqueo pago.
Despojado de doscientos dólares en cheques de viajero. No es una pérdida realmente ya que el American Express repone. Me estoy recobrando de un ataque de pisconeuritís, y el médico me ha tomado radiografías de pulmón. Primero Caqueta malaria, luego cólico de Esmeraldas y ahora pisconeuritís (pisco es una bebida alcohólica local; parece veneno), no puedo irme de Lima hasta que no pase la neuritis.
Sección hurtos. De nuevo robado. Mis anteojos y una navaja. Estoy perdiendo todos mis malditos bienes en el servicio.
Este es un país de cleptómanos. En toda mi experiencia de homosexual nunca había sido víctima de hurtos tan idiotas, de objetos que no tienen ningún valor concebible para otra persona. Hasta anteojos y cheques de viajero.
Lo malo está que comparto con el Padre Flanagan —el de la Ciudad de los Jóvenes— la convicción profunda de que un muchacho malo es algo que no existe.
Tengo que interrumpir el cuento. La mano me tiembla tanto que apenas puedo escribir. Termino.
Cariños
Bill
Hotel Touriste, Tingo María, Perú, 18 de junio
Querido Allen:
Hotel confortable y bien atendido del tipo de estación de montaña. Clima frío. Selva muy alta. En el hotel, un grupo de peruanos de la clase alta. Cada pocos minutos uno de ellos grita: "Señor Pinto", es el gerente del hotel: una muestra del humor latinoameri¬cano. Como también miran un perro y gritan: "Perro" y todos ríen.
Hablé con una maestra de escuela de California algo chiflada que comía con la boca abierta. El presidente llegó a Tingo María estando yo. Un fas¬tidio enorme. No había comida hasta las nueve de la noche y yo hice una escena al mozo y me marché a la ciudad y tragué una comida grasienta.
Estoy clavado aquí hasta mañana sin na¬da que hacer. Debía ver a un hombre por el yagé y resulta que se fue hace cinco años. Esta es una comunidad agrícola con colonos yugoslavos e italianos y una Estación Experimental Agrícola del Punto Cuarto nor¬teamericano. La gente más aburrida que jamás haya visto. Los pueblos agrícolas son terribles.
Este lugar me llena de un miedo horri¬ble al estancamiento. La sensación de localización, de estar Justamente donde estoy y no en ningún otro lugar es insoportable. ¡Imagínate que hubiera debido vivir aquí!
¿Has leído El país de los ciegos de H. G. Wells? Trata de un hombre que no puede salir de un país donde todos los demás habitantes habían sido ciegos durante tantas generaciones que habían perdido el concepto de la vista. Él exclama:
"¿Pero no entendéis que yo veo?"
Tuyo
Bill
José Leal 930, Lima, 8 de julio
Querido Allen:
De vuelta en Lima después de tres días de viaje en ómnibus. Los últimos cinco días en Pucallpa esperando salir, pero estaba atrapado por la lluvia y los caminos impracticables y el avión lleno.
El Teniente de Fragata hizo un "stripteasse" odioso con su uniforme. Todo el mundo gritaba: "Por Dios, no te lo quites". Empezó por tantearle el traste al camarero y a la mañana cada vez que yo pa¬saba frente a su cuarto corría a la puerta, me mostraba su erección y decía: "Hola, Bill". Hasta los otros perua¬nos estaban incómodos.
El vendedor de muebles quería dedicarse al negocio de la cocaína, hacerse rico, vivir en Lima y tener un Cadillac bien largo. ¡Dios mío! La gente cree que no hay más que meterse en un negocio sucio para hacerse rico de la noche a la mañana. No comprenden que los negocios, honestos o deshonestos, son el mismo dolor de cabeza de mierda. Y el viejo alemán seguía y seguía con el asunto del tesoro.
Me estaba volviendo loco con su charla tonta y sus estúpidos chistes hispánicos. Me sentía como Ruth en medio del trigo ajeno. Cuando dijeron que la literatura norteamericana era inexistente y la inglesa muy pobre, perdí los estribos y les dije que el lugar de la literatura española era la letrina, colgada de un gancho junto con los catálogos viejos de Montgomery Ward. Estaba temblando de rabia y me di cuenta hasta qué punto el lugar me estaba afectando.
Conocí a un joven dinamarqués y tomé yagé con él. Lo vomitó de inmediato y desde entonces me ha evitado: evidentemente pensó que había tratado de envenenarlo y qué únicamente se había salvado gracias a la rápida reacción de su higiénico estómago escandinavo. No he conocido nunca un escandinavo que no fuera tonto de nacimiento.
Un terrible viaje en ómnibus de vuelta a Tingo María donde me emborraché y donde me ayudo a meterme en la cama el más encantador ayudante de camionero.
Pasé dos días en Huanaco. Un basural horrible. Pasé el tiempo dando vueltas y sacando fotos, tratando de conseguir las montañas secas y peladas, el viento en los álamos polvorientos, las plazas con cupidos y estatuas de generales y los indios descansando con el particular abandono sudamericano, mascando coca —el gobierno la vende en establecimiento controlados— sin hacer absolutamente nada. A las cinco tomaba unas copas en un restaurante chino, donde el propietario se escarbaba los dientes y revisaba sus libros.
Qué sensatos son y que poco esperan de la vida. Me pareció que tenía aspecto de opiómano, pero con los chinos nunca se está seguro. Todos tienen básicamente aspecto de opiómanos. Entró un loco al bar y empezó a hacerme un largo cuento incomprensible. Tenía la cifra $ 17.000.000 escrita en la espalda sobre la camisa y se dio vuelta para mostrármela. Luego se puso a hablarle al propietario. El propietario estaba sentado escarbándose los dientes. No demostró ni desprecio, ni diversión ni simpatía. Siguió sentado escarbándose un molar y de vez en cuando sacaba el escarbadiente y le observaba la punta.
Pasé por algunas de las ciudades más altas del mundo. Tiene un aspecto exótico y curioso, mogol o tibetano. Un frío horrible.
Tres veces pidieron a "todos los extranjeros" que bajaran del ómnibus para un control policial: número de pasaporte, edad, profesión. Todo esto pura formalidad. Ni asomo de sospecha o de interrogatorio. ¿Qué harán con esas planillas? Supongo que las utilizarán como papel higiénico.
Lima fría, húmeda y deprimente. Fui al Mercado. Ninguno de los muchachos estaba por ahí. Depresión al ir a un bar que solía gustarme, nadie allí que conozca o quiera conocer, al mostrador lo han trasladado al otro lado sin ninguna razón comprensible, mozos diferentes, nada que tenga ganas de oír en la máquina automática (¿estaré en el mismo bar?), todo el mundo se ha marchado y yo estoy solo en un lugar perdido. Cada noche la gente será más fea y estúpida, los tratos más horribles, los mozos más groseros, la música más chillona, sonando y sonando como una cinta acelerada en un vértigo de pesadilla de desintegra¬ción mecánica y de cambios sin sentido.
Sin embargo, vi en el Mercado a uno de los muchachos que conocí antes de salir de Lima. Parecía años más viejo (yo había estado ausente seis semanas). Cuando lo había conocido no quería beber, diciendo con una sonrisa tímida:
"Soy todavía un chico".
Ahora estaba borracho. Una cicatriz de¬bajo del ojo izquierdo. La toqué y pregunté: "¿Cuchillo?"
Dijo "Sí", y sonrió, los ojos vidriosos e inyectados.
Bruscamente desee irme de Lima en ese mismo momento. Esta sensación de urgencia me ha esta¬do siguiendo como mi culo por toda la América del Sur. Tengo que estar en algún otro lugar en un mo¬mento determinado (en Guayaquil saqué al cónsul pe¬ruano de la casa después de las horas de oficina para tener la visación y marcharme un día antes).
¿Dónde voy con tal prisa? ¿Cita en Talara, Tingo María, Pucallpa, Panamá, Guatemala, México? No lo sé. Bruscamente tengo que marcharme de inmediato.
Cariños
Bill
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