29/7/10

de: La montaña del alma


La luna brilla en la explanada vacía; a la sombra de la montaña inmensa, se alzan dos largas cañas de bambú. De ellas cuelgan dos lámparas de petróleo que difunden una luz blanca y ha sido tendida entre una y otra cortina. Hay una compañía de circo actuando en el lugar, acompañada por una abollada trompeta que desentona un tanto y un gran tambor de triste sonido, corroído por la humedad. Hay cerca de doscientas personas: todos los adultos y los niños de este pueblecito de montaña, incluidos los mandos y los trabajadores de la zona forestal acompañados de sus familias, incluida también la joven esbelta de las pecas, oriunda del pueblo natal de Qu Yuan, vestida con su camiseta escotada llamada tee-shirt, según la pronunciación inglesa. Están agrupados en un arco circular de tres filas. En el centro, los espectadores están sentados en unos taburetes que se han traído de sus casas; detrás, la gente está de pie, y los que se encuentran aún más atrás estiran el cuello para tratar de ver algo entre las cabezas.
El programa se compone de unos números de qigong que consiste en romper unos ladrillos. Un ladrillo, dos ladrillos, tres ladrillos que se quiebran en dos, bajo el golpe del canto de la mano. Un hombre aprieta su cinturón, se traga unas bolas metálicas y las vuelve a expulsar en medio de un espurreo de gotas de saliva. Una chica gruesa trepa a los mástiles de bambú de los que ha colgado unos ganchos dorados. Echa fuego por la boca. «Esto tiene truco, tiene truco», murmuran las mujeres allí presentes, seguidas de los niños. El jefe de la compañía exclama:
—¡Bueno, ahora van a ver un número de verdad!
Coge una lanza y pide al que se tragaba bolas metálicas que apoye la punta en su pecho, luego en su garganta, hasta que la lanza se dobla igual que un arco. En la frente de este mozarrón de calva cabeza sobresalen unas venas azules. Los aplausos arrecian, el público ha sido por fin conquistado.
En la plaza, el ambiente comienza a relajarse un poco, el eco de la trompeta flota en la montaña, el tambor es menos triste, la gente entra en calor. La luna aparece entre las nubes, la luz de las lámparas de petróleo parece más viva. La mujer gruesa, muy robusta, lleva un cuenco lleno de agua sobre la cabeza y, con un tallo de bambú en cada mano, hace girar unos platos. A continuación, inclina su talle redondo y da las gracias al público con un saltito de puntillas, tal como lo hacen los bailarines en la televisión. La gente aplaude también. El jefe de la compañía es un verdadero pico de oro, sus bromas son cada vez más numerosas y los números cada vez más escasos. El ambiente se caldea, la alegría se apodera de los
asistentes.
El último número es un número de contorsionismo. Una muchacha vestida de rojo que, hasta aquel momento, pasaba los accesorios, salta encima de una mesa cuadrada sobre la que tres taburetes forman una pirámide. Se recorta sobre la sombra de las montañas, cuerpo rojo vivo iluminado por la luz blanca de las lámparas. En el cielo, el disco lleno de la luna, un instante antes oscuro, se ha tornado naranja.
Hace primero una figura de faisán de pie, apretando suavemente una pierna entre sus brazos y levantando bien alta la cabeza. La gente aplaude. Luego abre resueltamente las piernas en horizontal y se sienta sobre un taburete, sin hacerlo moverse ni un ápice. La gente la aclama. Por último, separa aún más las piernas y se arquea hacia atrás, sacando su pubis. La gente contiene el aliento. Su cabeza reaparece lentamente entre sus muslos, como un monstruo. La jovencita aprieta entre sus piernas su cabeza de la que le cuelga una larga trenza. Pone sus negros y redondos ojos como platos, llenos de tristeza, como si contemplara un mundo desconocido. Luego coge con ambas manos su pequeño rostro infantil. Diríase una extraña araña roja de forma humana, que escrutase a la multitud. La gente, que se apresta a aplaudir, suspende el gesto. Ella se apoya sobre las manos, levanta las piernas y se pone a girar sobre una sola mano; a través de su vestido rojo se dibujan muy claramente sus pezones. Se oye la respiración de los espectadores y se desprende un olor a sudor. A un niño que iba a hablar se lo impide un cachete que le propina la mujer que le sostiene en brazos. La muchacha de rojo aprieta los dientes, su vientre sube y baja lentamente, su rostro reluce de humedad. Se contorsiona hasta perder su figura humana, bajo este claro de luna, en la sombra profunda de estas montañas. Sólo sus finos labios y sus ojos negros brillantes expresan su sufrimiento. Y este sufrimiento atiza más el deseo cruel de los hombres.
Esta noche la gente está terriblemente excitada, como si corriera sangre de gallo por sus venas. Aunque sea va muy tarde, las casas permanecen casi todas iluminadas, y en sus interiores resuenan largamente voces y un ruido de objetos como si alguien se tropezara con ellos. También a mí me resulta imposible conciliar el sueño, mis pasos me conducen a la plaza vacía ahora. Las lámparas de petróleo han sido descolgadas y sólo persiste la claridad de la luna, límpida como el agua. No consigo hacerme a la idea de que a la sombra de estas montañas, solemne y profunda, se haya desarrollado un espectáculo donde la figura humana era deformada hasta tal punto, me pregunto si no ha sido un sueño.



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