Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del
insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se
había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que
había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la
habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de
plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía
profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el
cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la
realidad de aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar
a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su
espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido
pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer
lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo
de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad.
Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado,
que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel
tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor.
Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una
situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos
redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita,
alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se
encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama,
tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de
contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la
armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una
sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña
bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba
hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera
oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella
montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar
que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el
amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que
parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció
un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen
irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado
cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer.
Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la
belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.
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