8/6/10

Desgarradura (Fragmento)


Tras tantas conquistas y hazañas de toda índole, el hombre comienza a quedarse anticuado. Merece todavía algún interés en la medida en que se encuentra acosado y acorralado y se hunde cada vez más. Si persevera es porque no tiene fuerzas para capitular, para interrumpir esa deserción hacia adelante que es la historia, dado que ha adquirido ya una especie de automatismo en el declive. Nunca sabremos con exactitud lo que se ha desgarrado en él, pero la desgarradura está ahí. Podría alegarse que estaba desde el principio. Probablemente, pero en ese caso apenas esbozada y el hombre, todavía fuerte, se adaptaba a ella sin dificultad. No era aún esta brecha abierta, resultado de un largo trabajo de autodestrucción, especialidad de un animal subversivo que, empeñado durante tanto tiempo en destruirlo todo, tenía que acabar aniquilándose a sí mismo. Subversión de sus fundamentos (que es en lo que acaba todo análisis, psicológico o de cualquier otra clase), de su "yo", de su estado de sujeto: sus rebeliones disimulan los golpes que a sí mismo se asesta. Lo que es indudable es que está herido en lo más profundo de su ser, podrido en sus raíces. Uno no se siente verdaderamente hombre más que cuando toma conciencia de esta podredumbre esencial, parcialmente encubierta hasta ahora, pero cada vez más perceptible, sobre todo desde que el hombre ha sacado a la luz sus propios secretos. A fuerza de volverse transparente a sí mismo no podrá ya emprender ni "crear" nada; será su clarividencia, la exterminación de su inocencia, lo que acabe con él. ¿Dónde podría encontrar aún la energía necesaria para perseverar en una obra que le exige un mínimo de frescura y obnubilación? Aunque a veces logre engañarse respecto a sí mismo, nada ya consigue engañarle acerca de la aventura humana. ¡Qué necedad sostener que el hombre no ha hecho más que comenzar! Escoria casi sobrenatural, se dirige hacia una condición límite: un sabio roído por la sabiduría... Podrido y gangrenado, como todos lo estamos, avanzando en masa hacia una confusión sin precedentes, en medio de la cual nos levantaremos unos contra otros como bobos convulsivos, como fantoches alucinados, pues, cuando todo haya llegado a ser imposible e irrespirable para todos, nadie se dignará vivir si no es para exterminar y exterminarse. El único frenesí del que seremos aún capaces será el frenesí del final. Después, una vez interpretados los papeles y abandonada la escena, alcanzaremos una forma suprema de estancamiento en la que podremos rumiar el epílogo a nuestras anchas.

Lo que repugna de la historia es pensar que, según una conocida expresión, lo que vemos hoy será historia un día... Debería importarnos un bledo lo que sucede: no conseguirlo es prueba de desequilibrio. Pero si nos armamos de desprecio, ¿cómo vamos a realizar algo? El auténtico historiador, ser hipersensible disfrazado de objetividad, sufre y se empeña en sufrir; por eso se halla tan presente en sus relatos o en sus diagnósticos.
En lugar de mirar desde arriba los horrores que describía, Tácito se zambulló en ellos y los engrandeció con fruición, como un acusador fascinado. Sediento de anomalías, se aburría en cuanto la injusticia y el crimen disminuían. Como más tarde Saint Simon, conocía la voluptuosidad de la indignación, los placeres de la rabia. Hume le creía el espíritu más profundo de la antigüedad digamos que es el más vivo y el más cercano a nosotros también, por la calidad de su masoquismo, vicio o don indispensable para todo aquel que quiera observar los asuntos humanos, tanto si se trata de simples sucesos como del Juicio final.

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