Que no llorará al nacer fue el primer indicio de una voluntad — entonces sólo embrionaria — de pasar desapercibido. En las semanas posteriores, sin embargo, se dio cuenta de que ser diferente podía perjudicarle y se esforzó en sollozar de vez en cuando, de un modo lo bastante discontinuo para no crear ni alarma ni estrés. Sus padres lo miraban con orgullo. Disfrutaban de las ventajas de tener un hijo sin sufrir los inconvenientes. Comía bien, soportaba los flashes de las cámaras, las onomatopeyas afectuosas y los aludes de diminutivos. Cuando le tocaba dormir, respiraba enfáticamente para que nadie tuviera que molestarse en acercarse a cada rato para comprobar si seguía vivo. Aprendió a hablar y a andar para no defraudar las expectativas de su entorno. La escuela, que tanto suele liberar a los padres negligentes, inauguró un largo paréntesis de calma. Mientras sus compañeros vivían la angustia de los brazos escayolados y de los déficits de atención, él se instaló en una normalidad de crucero. Renunció a tener amigos para no robarles energía que, estaba convencido, les convenía más invertir en cualquier otro.
A la hora del recreo, cuando todos jugaban a preguntarse qué personaje les gustaría ser, él no respondía pero pensaba: el Hombre Invisible. Libre de traumas, cruzó el puente que separa la infancia de la adolescencia. El acné, las poluciones nocturnas y el complejo de Edipo formaban parte de un paisaje que él rechazaba más por prudencia que por espíritu de contradicción. Era consciente de que su actitud podía confundirse con un orgullo malsano pero lo asumía. Cumplir diecisiete años sin haber molestado a nadie fue, además de una proeza, una satisfacción. A diferencia de la mayoría de sus coetáneos, nunca probó las drogas: intuía que los paraísos artificiales acaban siendo tan decepcionantes como los infiernos naturales. Terminó sus estudios con un expediente académico deliberadamente discreto, pensado para ahorrarles a sus padres el disgusto del fracaso o del exceso de brillantez. Si llegó a tener novia fue de entrada por mimetismo y, más adelante, porque le resultaba más fácil continuar que dejarlo. En los momentos de mayor intimidad, procuraba ser intenso, generoso y contorsionista, incluso cuando no entendía el reparto tan poco equitativo de placeres. Cuando ella le dijo que prefería cortar — el verbo estaba de moda —, contuvo el alivio que le producía la ruptura (para no herirla) y reprimió cualquier reacción dramática (para que ella no se sintiera culpable). No tener que enfrentarse a las exigencias del amor le parecía un acto de coherencia y, además, le liberaba del dilema de tener que elegir entre ser infeliz con alguien al que amas demasiado o feliz con alguien a quien no amas lo suficiente. Encontró trabajo en una empresa en la que todos luchaban por competir y en la que nadie reparaba en sus largas ausencias (escondido en el almacén, leyendo libros de historia, preferentemente sobre la "vida inimitable" de Cleopatra y Marco Antonio). Cuando se iba de vacaciones, a lugares siempre diferentes para evitar crear vínculos, le gustaba seguir los itinerarios más convencionales y empaparse de la diversidad de un mundo que, desde la terraza del bus turístico o la cubierta de un crucero, le ofrecía infinitas formas de anonimato. Cuando sus padres murieron, combatió su dolor pensando que ya no tendría que molestarles nunca más. Sin organizar ninguna despedida, dejó su trabajo y aceptó la oferta de, a cambio de alojamiento y un sueldo simbólico, registrar las entradas y salidas de un coto privado de caza. La situación de la cabaña, en la cima de una pista forestal, le permitía contemplar una montaña imponente, un lago sobre cuyas aguas se reflejaban las nubes (sobre todo las tempestuosas) y una vegetación controladamente salvaje.
Cada quince días, un hidroavión le traía provisiones, pilas para la radio y, si alguien se lo hubiera enviado, correo. Quizá fue por el exceso de aislamiento, pero lo cierto es que empezó a tener la impresión de ser un estorbo. Cuando contemplaba el paisaje, advertía que los adjetivos y los sustantivos que le venían a la cabeza no concordaban: bosques transparentes y cielos frondosos en lugar de bosques frondosos y cielos transparentes. Los síntomas eran tan evidentes que no necesitó visitar a ningún especialista para intuir el diagnóstico. Si rechazó la idea del suicidio fue, por un lado, para no tener que importunar a forenses, jueces, notarios y policías, y por otro porque pensaba que las muertes imprevistas siempre dejan un rastro que alguien tiene que limpiar. Si hubiera podido se habría tirado al lago con una piedra atada al cuello, o habría salido a buscar las balas perdidas de los cazadores con peor puntería. Pero se lo impedía su carácter, ni demasiado intrépido ni demasiado cobarde. Envejeció más deprisa de lo que había previsto, sin dar importancia a los cambios de humor (de la euforia a la melancolía, de la cólera a la indolencia), a la caída del pelo y a la expansión de un cuerpo que se desmoronaba a ojos vistas. Un día en que el sol fue especialmente implacable, se concentró en la idea de volverse invisible. No tardó demasiado en notar que, aunque de un modo apenas perceptible, recuperaba parte de la estabilidad anímica perdida. Continuó así durante unas semanas hasta que, lentamente, hallando satisfacción en cada milímetro de mejoría, logró volverse inicialmente borroso, más adelante translúcido y finalmente invisible. De manera que, cuando murió, nadie — ni siquiera él — se enteró.
Pàmies, Sergi. "Canciones de amor y de lluvia". Editorial Anagrama. Barcelona. 2014. p. 23 - 27.