31/1/11

Ecce Homo (Fragmento)




El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el resentimiento ¡quién sabe hasta qué punto también en esto debo yo estar agradecido, en definitiva, a mi larga enfermedad! El problema no es precisamente sencillo: es necesario haberlo vivido desde la fuerza y desde la debilidad. Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil, es que en ese estado se reblandece en el hombre el
auténtico instinto de salud, es decir, el instinto de defensa y de ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno liquidar ningún asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, todo hiere. Personas y cosas nos importunan molestamente, las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una herida purulenta.
El propio estar enfermo es una especie de resentimiento. Contra esto el enfermo no tiene más que un gran remedio: yo lo llamo el fatalismo ruso, aquel fatalismo sin rebelión que hace que un soldado ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura acabe por tenderse en la nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no
tomar nada, no acoger nada dentro de sí, no reaccionar ya en absoluto. La gran razón de este fatalismo, que no siempre es tan sólo el coraje para la muerte, en cuanto conservador de la vida en las circunstancias más peligrosas para ésta, consiste en reducir el metabolismo, en tornarlo lento, en una especie de voluntad de
letargo invernal. Unos cuantos pasos más en esta lógica y tenemos el faquir, que durante semanas duerme en una tumba. Puesto que nos consumiríamos demasiado pronto si llegásemos a reaccionar, ya no reaccionamos: ésta es la lógica. Y con ningún fuego se consume uno más velozmente que con los afectos de resentimiento. El enojo, la susceptibilidad enfermiza, la impotencia para vengarse, el placer y la sed de
venganza, el me zclar venenos en cualquier sentido para personas extenuadas es ésta, sin ninguna duda, la forma más perjudicial de reaccionar: ella produce un rápido desgaste de energía nerviosa, un aumento enfermizo de secreciones nocivas, de bilis en el estómago, por ejemplo. El resentimiento constituye lo prohibido en sí para el enfermo: su mal, por desgracia también su tendencia más natural. Esto lo
comprendió aquel gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión», a la que sería mejor calificar de higiene, para no mezclarla con casos tan deplorables como es el cristianismo, hacía depender su eficacia de la victoria sobre el resentimiento: liberar el alma de él, primer paso para curarse. «No se pone fin a la enemistad con la enemistad, sino con la amistad»; esto se encuentra al comienzo de la enseñanza de Buda; así no habla la moral, así habla la fisiología. El re sentimiento, nacido de la debilidad, a nadie resulta más perjudicial que al débil mismo. En otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica, constituye un sentimiento superfluo, un
sentimiento tal que dominarlo es casi la demo stración de la riqueza. Quien conoce la seriedad con que mi filosofía ha emprendido la lucha contra los sentimientos de venganza y de rencor, incluida también la doctrina de la «libertad de la voluntad» –la lucha contra el cristianismo es sólo un caso particular de ello–, entenderá por qué yo saco a luz, precisamente aquí, mi comportamiento personal, mi seguridad instintiva en la práctica. En los períodos de décadence yo me prohibía aquellos sentimientos por perjudiciales; tan pronto como la vida volvió a ser suficientemente rica y orgullosa para ello, me los prohibí por situados debajo de mí. Aquel fatalismo ruso de que antes he hablado se ha pues to en mí de manifiesto en el hecho de que durante años me he aferrado tenazmente a situaciones, a lugares, a viviendas y compañías casi insoportables, una vez que, por azar, estaban dados; esto era mejor que cambiarlos, que sentir que eran cambiables, que rebelarse contra ellos. El perturbarme en ese fatalismo, el despertarme con violencia eran cosas que yo entonces tomaba mortalmente a mal: en verdad ello era también siempre mortalmente peligroso. Tomarse a sí mismo como un fatum [destino], no quererse «distinto», en tales circunstancias esto constituye la gran razón misma.

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