13/2/11

de: Textos para nada





VIII

Sólo las palabras rompen el silencio, el resto ha callado. Si me callase ya no oiría nada más. Pero si me callase los demás ruidos volverían a empezar, aquellos a los que las palabras me han vuelto sordo, o que realmente han cesado. Pero me callo, esto ocurre, no, nunca, ni un segundo. También lloro, sin cesar. Es un chorro ininterrumpido, de palabras y de lágrimas. Todo sin reflexión. Pero hablo más bajo, cada año un poco más bajo. Quizá. Más lentamente también, cada año un poco más lentamente. Quizá. No me doy cuenta. Las pausas serán pues más largas, entre las palabras, las frases, las sílabas, las lágrimas, las confundo, palabras y lágrimas, mis palabras son mis lágrimas, mis ojos mi boca. Y debería oír, a cada pequeña pausa, si el silencio es tal como lo digo, al decir que sólo las palabras lo rompen. Pues no, es siempre el mismo murmullo, chorreante, sin hiato, como una única palabra sin fin y por consiguiente sin significado, pues es el fin quien lo da, significado a las palabras. Entonces qué derecho, no, esta vez me veo venir, y me detengo, diciendo, Ninguno, ninguno. Pero persiguiéndolo, el viejo treno estúpido, me pregunto, y hasta el final, una nueva pregunta, la más antigua, la de saber si siempre ha sido así. Y bien, voy a decirme una cosa (si puedo), cargada espero de promesas para el porvenir, a saber que empiezo ya a no saber en absoluto cómo pasaba antaño (he podido), y por antaño entiendo otro lugar, el tiempo se ha hecho espacio y ya no habrá más, mientras no esté fuera de aquí. Sí, mi pasado me ha echado fuera, sus rejas se han abierto, o soy yo quien me he evadido, quizás excavando. Para arrastrarme un instante libre en un sueño de días y de noches, soñándome yendo, estación tras estación, hacia una última, como un vivo, antes de estar, de pronto, aquí, sin memoria. Desde entonces sólo imaginaciones y esperanzas de verme una historia, de haber venido de alguna parte y de poder regresar, o continuar, un día, o sin esperanza. Sin qué esperanza, acabo de decirlo, la de verme vivo, y no solamente dentro de una cabeza imaginaria, un guijarro prometido a la arena, bajo un cielo variable, y variando un poco de lugar, cada día, cada noche, como si sirviera de ayuda, menguar, menguar siempre más, sin nunca desaparecer. No verdaderamente, cualquier cosa, digo ¡cualquier cosa, con la esperanza de gastar una voz, de gastar una cabeza, o sin esperanza, sin razón, cualquier cosa, sin razón. Pero esto terminará, llegará una desinencia, o faltará el aliento, todavía mejor, será el silencio, sabré si hay un silencio, no, nunca sabré nada. Pero salir de aquí, eso al menos. No sé. Y que el tiempo vuelva a empezar el cielo, los pasos en la tierra, la noche a la que tontamente llamamos la mañana y el alba a la que de noche se suplica que no despunte de nuevo. No sé, no sé qué significa, el día y la noche, la tierra y el cielo, las llamadas y las súplicas. ¿Puedo desearlos? Pero, quién dice que los deseo, la voz lo dice, y que es imposible que yo desee algo, esto parece contradecirse, yo no tengo opinión. Yo, aquí, si pudieran abrirse, estas pequeñas palabras, tragarme, y volverse a cerrar, quizá sea lo que ha sucedido. Que se abran pues de nuevo y me dejen salir, al tumulto de luz que me ha sellado los ojos, y de hombres, para que intente unirme de nuevo a ellos. O que me perdonen, si soy culpable, y me dejen expiar, en el tiempo, yendo y viniendo, cada día un poco más puro, un poco más muerto. Mi error es querer pensar, uno de mis errores, incluso de este modo, tal como soy no debería poder, incluso de este modo. Pero a quién he podido ofender tan gravemente, para que me castiguen de modo tan incomprensible, todo es incomprensible, espacio y conciencia, falso e incomprensible, sufrimiento y llantos, hasta el viejo grito paroxismal. No soy yo, no puede ser yo. Pero, ¿acaso sufro, sea yo o no, francamente, acaso hay sufrimiento? Pero aquí no existe la franqueza, diga lo que diga será falsa, y además no será mío, aquí no soy más que un muñeco de ventrílocuo, no siento nada, no digo nada, me tiene entre sus brazos y mueve mis labios con un cordel, con un anzuelo, no, los labios son innecesarios, está todo oscuro, no hay nadie, dónde tengo la cabeza, he debido de dejarla en Irlanda, en una taberna, aún debe de estar allí, la frente apoyada en la barra, es cuanto merecía. Pero el otro que es yo, ciego, sordo y mudo, charla de que estoy aquí, charla de este negro silencio, charla de que ya no puedo moverme ni creer que esta voz sea la mía. De él debo disfrazarme hasta mi muerte, por él, hasta entonces, intentar no vivir, en esta simili-sepultura que se supone la suya. Mientras me sé tirándome pedos de mortalidad allá arriba en alguna parte de Europa probablemente, bajo el cielo aspirando y exhalando cada día un poco más mustio como ayer en la bomba de la matriz. No, haberlo dicho me convence de lo contrario, nunca he visto el día, ni él tampoco, he aquí la belleza por completo negativa de la palabra, cuyas negaciones desgraciadamente sufren la misma suerte, de ahí su fealdad. Escoger bien su momento y callarse, ¿sería el único medio de tener ser y habitat? Pero estoy aquí, esto al menos es cierto, por mucho que lo diga y vuelva a decirlo, sigue siendo verdad. No me doy cuenta. Menos verdad, menos cierto que cuando me digo que estoy en la tierra, que he llegado al mundo, seguro de abandonarlo, por eso lo digo, pacientemente, variando, intentando variar, nunca se sabe, quizá se trate únicamente de dar con el buen agregado. Para ya no estar aquí por fin, no haber estado nunca aquí, pero desde todo ese tiempo allá arriba, con un nombre como un perro para que puedan llamarme y signos distintivos para que puedan localizarme, el pecho hinchándose y vaciándose por sí solo jadeando hacia la gran apnea. El buen agregado, pero hay cuatro millones posibles, incluso probables, según Aristóteles, que todo lo sabía. Pero, qué veo, y con qué, un bastón blanco y una trompetilla, dónde, Plaza de la República, a la hora del aperitivo, un momento, veamos eso, quizás esté allí por fin. La trompetilla, bogando a la altura del oído, de pronto se parece a una sirena de vapor, de esas que permiten a mis steamers adentrarse en la niebla, lentamente, esto debería servir para fijar la época, con un margen de algunos medios siglos de error. El bastón avanza golpeando con su punta de hierro el noble basamento de Magasins Réunis, sin duda es invierno, en fin, no verano. Entreveo también, esforzándome un poco, un bombín que, ay, se diría la ridícula síntesis de todos los que nunca me han ido y, al otro extremo, igualmente sospechosos, unos botines amarillos, lacerados y con las suelas despegadas. Estos distintivos, si me atrevo a decirlo, avanzan juntos, como unidos por el tradicional excipiente humano, se inmovilizan, vuelven a avanzar, confirmados por los amplios escaparates. El nivel del sombrero, y por consiguiente el de la trompetilla, me asegura un pequeño porvenir de enano o por lo menos de jorobado. Todo esto es libre, todo esto es tentador. ¿Voy a entrar en el juego, intentar que se aprovechen una vez más, mis achaques de sueño, para que se vuelvan carne y giren, agravándose, alrededor de esta plaza grandiosa que confundo quizá con la de la Bastille, hasta ser juzgados dignos del adyacente Père Lachaise o, todavía mejor, prematuramente aliviados al querer cruzar, al anochecer? No, la respuesta es no, pues al girar, e incluso en el momento, patético entre todos, de tender la mano, o el sombrero, sin canto previo, sin más concesión al amor propio, en la terraza de un café, o en una boca de metro, sabría que no soy yo, me sabría aquí, mendigando en otro silencio, en otra oscuridad, otra limosna, la de ser o la de cesar, todavía mejor, sin haber sido, Y la mano vanamente vieja soltaría el óbolo, y los viejos pies reemprenderían la marcha, hacia una muerte todavía más vana que la de cualquiera.

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