14/4/10

Memorias de una joven formal (fragmento)



(...) La mayoría de los escritores machacaban "nuestra inquietud", y me invitaban a una lúcida desesperación. Yo llevaba al extremo ese nihilismo. Toda religión, toda moral eran un engaño incluso el "culto del yo". Yo juzgaba, no sin razón, artificiales las fiebres que antaño había alimentado complacientemente. Abandoné a Gide y a Barres. En todo proyecto veía una huida, en el trabajo una diversión tan fútil como cualquier otra. Un joven héroe de Mauriac consideraba sus amistades y sus placeres como "ramas" que lo sostenían precariamente sobre el vacío: me apoderé de esa palabra. Uno tenía derecho a aferrarse a las ramas, pero a condición de no confundir lo relativo con lo absoluto, la derrota con la victoria. Yo juzgaba a los demás según esas normas; sólo existían para mí las personas que miraban de frente sin hacer trampa esa nada que lo roe todo; las demás no existían. Consideraba a priori a los ministros, a los académicos, a los señores condecorados, a todos los importantes como a Bárbaros. Un escritor debía ser maldito; todo éxito se prestaba a la sospecha y yo me preguntaba si hasta el hecho de escribir no implicaba una falla: sólo el silencio del señor Teste me parecía expresar dignamente la absoluta desesperación humana. Yo resucitaba así en nombre de la ausencia de Dios el ideal del renunciamiento a la vida mundana que me había inspirado mi existencia. Pero esa premisa no desembocaba en ninguna salvación. La actitud más franca, después de todo, era suprimirse; yo lo admitía y admiraba a los suicidas metafísicos; no pensaba, sin embargo, recurrir a ello: tenía demasiado miedo a la muerte. Sola, en casa, solía debatirme como a los quince años; temblorosa, las manos húmedas, gritaba enloquecida: "¡No quiero morir!"
Y ya la muerte me corroía. Como no estaba comprometida en ninguna empresa, el tiempo se descomponía en instantes que indefinidamente se renegaban: yo no podía resignarme a "esa muerte múltiple y fragmentaria". Copiaba las páginas de Schopenhauer, de Barres, los versos de madame de Noailles. Me parecía más atroz morir al no ver razones para vivir.
Sin embargo, amaba la vida apasionadamente. Hacía falta poca cosa para devolverme la confianza en ella, en mí: una carta de uno de mis alumnos de Berck, la sonrisa de una obrera de Belleville, las confidencias de una compañera de Neuilly, una mirada de Zaza, una gratitud, una palabra tierna. En cuanto me sentía útil o querida el horizonte se iluminaba de nuevo y me hacía promesas a mí misma: "Ser querida, ser admirada, ser necesaria; ser alguien." Estaba cada vez más segura de tener "un montón de cosas que decir": las diría. El día en que cumplí diecinueve años escribí en la biblioteca de la Sorbona un largo diálogo donde alternaban dos voces: ambas eran mías: una decía la vanidad de todas las cosas, y la repulsión y la fatiga; la otra afirmaba que es lindo existir aunque sea estérilmente. De un día al otro, de una hora a la otra yo pasaba del abatimiento al orgullo. Pero durante todo el otoño y todo el invierno lo que dominó en mí fue la angustia de encontrarme un día "vencida por la vida".
Esas oscilaciones, esas dudas me enloquecían; el aburrimiento me ahogaba y tenia el corazón en carne viva. Cuando me arrojaba en la desdicha era con toda la violencia de la juventud, de mi salud, y el dolor moral podía asolarme con tanto salvajismo como un sufrimiento físico. Yo caminaba por París, recorriendo kilómetros, paseando sobre paisajes desconocidos una mirada nublada por el llanto. El estómago hambriento por la marcha, entraba en una confitería, comía un brioche y me recitaba irónicamente la frase de Heine: "Cualesquiera sean las lágrimas que uno llora, uno termina siempre por sonarse." A orillas del Sena, a través de mis sollozos me acunaba con los versos de Laforgue:

Oh, bien amado, ya no es hora, mi corazón estalla,
no te guardo rencor pero he llorado tanto...

Me gustaba sentir el escozor de mis ojos. Pero por momentos todas mis armas se me caían de las manos. Me refugiaba en la nave lateral de una iglesia para poder llorar en paz; permanecía postrada, la cabeza entre las manos, sofocada por amargas tinieblas (...)

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